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Malcolm dejó de gimotear e intentó tamizar aquella declaración en busca de un significado más profundo.

– ¿Ah, sí?

Trató de ganar tiempo mordisqueándole el lóbulo de la oreja a ella mientras esperaba más información. Y ésta llegó de modo indirecto.

– Tú me quieres, ¿verdad, Malcolm, cariño mío?

– ¿Tú qué crees?

– Y me deseas, ¿verdad?

– Eso es obvio, ¿no?

– ¿Para toda la vida?

Lo que haga falta, pensó él. Y se esforzó por demostrárselo, aunque el cuerpo no le respondió debidamente.

Después, mientras se vestía, Betsy le dijo:

– Me quedé muy sorprendida al ver que había tantos temas. Puedes mirar cualquier cosa en Internet. Figúrate, Malcom. Todo, absolutamente todo. Esta noche Bernie juega al ajedrez en el Plantagenet, cariño. Esta noche precisamente. -Malcolm arrugó la frente buscando de manera automática la relación que pudiera existir entre aquellos temas que en apariencia no tenían nada que ver entre sí. Betsy continuó hablando-. Bernie echa mucho de menos aquellas partidas que jugaba contigo. Siempre está esperando que vayas al pub las noches en que se juega al ajedrez para echar otra partida con él, cariño. -Se acercó descalza a la cómoda para retocarse el maquillaje-. Desde luego, ya sé que mi marido no juega demasiado bien. Pero utiliza el ajedrez como una excusa más para ir al pub.

Malcolm la contemplaba con los ojos entornados, esperando alguna señal. Y ella se la dio:

– Estoy muy preocupada, querido Malcolm. Al pobre Bernie cualquier día le fallará el corazón. Yo voy a ir con él esta noche, le acompañaré al bar. ¿Crees que es posible que nos veamos allí? Malcolm, cariño, ¿me amas? ¿Deseas que estemos juntos más que nada en el mundo?

Malcolm vio que la mujer lo miraba atentamente por el espejo mientras se arreglaba el maquillaje, se pintaba los labios y se daba colorete con una brocha. Pero todo ello lo hizo sin dejar de observarlo a él.

– Más que la propia vida -le contestó. Y al ver que ella sonreía comprendió que le había dado la respuesta correcta.

Aquella noche Malcolm se reunió en el pub Plantagenet con los Ajedrecistas de Sutton Cheney, de cuya sociedad había sido miembro en otra época. Bernie Perryman se mostró encantado de verle. Dejó plantado a su habitual oponente, Angus Ferguson, un anciano de setenta y dos años que con la excusa de jugar al ajedrez se cogía unas trompas comparables a las de Bernie, e insistió para que Malcolm jugase una partida con él en la mesa situada en un rincón del bar lleno de humo. Betsy tenía razón, por supuesto. Bernie, más que jugar, bebía, y el Black Bush le servía para lubricar los mecanismos de la conversación. De manera que hablaba sin parar.

Le hablaba a Betsy, que aquella noche hacía de sirvienta de su marido. Desde las siete y media hasta las diez y media la mujer no paró de hacer viajes trotando de la mesa a la barra y viceversa para llevarle a Bernie un Black Bush doble tras otro mientras le decía en tono admonitorio:

– Estás bebiendo demasiado.

Y también:

– Ésta es la última, Bernie.

Pero éste siempre se las arreglaba para convencerla de que le llevase «sólo una más, mamaíta». Y le daba un azote en el culo, le guiñaba el ojo a Malcolm y le decía en voz alta a su esposa lo que pensaba hacerle cuando llegasen a casa. Malcolm estaba por creer que había interpretado mal el mensaje implícito de Betsy aquella mañana cuando se encontraban en la cama.

El momento llegó a las diez y media, una hora antes de que George, el dueño del bar, les avisara para que pidieran la última ronda, pues se acercaba la hora de cerrar. El local estaba abarrotado de gente, y a Malcolm le hubiera pasado desapercibida por completo la maniobra de Betsy de no haberse imaginado de antemano que aquella noche iba a ocurrir algo. Mientras Bernie inclinaba la cabeza sobre el tablero de ajedrez y se pensaba las jugadas hasta extremos insospechados, Betsy se acercó a la barra para pedir otro Blackie doble. Y al hacerlo tuvo que abrirse paso con los hombros entre los Jugadores de Dardos de Sutton Cheney, las Guardianas de la Iglesia, un grupo de mujeres de Dadlington y otro de adolescentes empeñados en ganarle a una máquina tragaperras. Betsy se detuvo a hablar con una mujer que se estaba quedando calva y que al parecer admiraba el cabello de las demás con ese entusiasmo artificial que reservan las mujeres para las otras mujeres, a las que odian, y mientras las dos charlaban Malcolm la vio vaciar el contenido de un vial en el vaso de Bernie.

Se quedó impresionado de la tranquilidad con que la mujer lo hizo. Debía de haberlo ensayado durante días, supuso Malcolm. Se la notaba tan ducha que lo llevó a cabo con una sola mano y sin dejar de hablar; sacó el vial de la manga del jersey, lo destapó, lo vació y se lo volvió a guardar en la manga. Acabada la conversación, siguió su camino. Y nadie más que Malcolm se dio cuenta de que Betsy había hecho algo más que irle a buscar otro whisky a su marido. Por eso la miró con más respeto cuando ella le puso el vaso a Bernie encima de la mesa. Se alegró de no tener la menor intención de unirse a aquella perra asesina.

Sabía lo que había en aquel vaso: el resultado de las horas que Betsy se había pasado navegando por Internet. Había machacado por lo menos diez tabletas de Digitoxin hasta convertirlas en un polvo letal. Una hora después de que Bernie ingiriese aquella mezcla, sería hombre muerto.

Y en efecto, Bernie la ingirió. Se la tragó lo mismo que se tragaba todo Black Bush doble que encontraba en su camino; se lo echó directamente por la garganta y se limpió la boca con el revés de la mano. Malcolm había perdido la cuenta del número de whiskys que Bernie se había bebido aquella noche, pero le parecía que si aquella medicina no lo mataba, desde luego el alcohol sí que lo haría.

– Vamonos a casa, Bernie -le sugirió Betsy, quejosa.

– No, todavía no puedo -respondió Bernie-. Tengo que acabar la partida con Malkie. Hacía años que no jugábamos al ajedrez. Desde… -Le dirigió una sonrisa a Malcolm con los ojos empañados-. Me acuerdo de aquella noche en la granja, ¿y tú, Malkie? ¿Te acuerdas? ¿Hace ya diez años? ¿O más? Cuando tú y yo jugamos aquella última partida.

Malcolm no quería hablar de ese tema.

– Te toca mover, Bernie -le dijo-. ¿O quieres dar la partida por acabada y que quedemos en tablas?

– De eso nada, muchacho.

Bernie se tambaleó en el taburete y se quedó mirando el tablero.

– Bernie… -lo llamó Betsy en tono mimoso.

Éste le dio unas palmaditas en la mano que ella le había puesto en el hombro.

– Tú vete si quieres, Bets. Yo sé ir solo a casa. Malkie me llevará en el coche, ¿verdad, Malkie? -Se sacó del bolsillo las llaves y se las puso en la mano a su mujer-. Pero no te duermas, encanto. Tenemos negocios que hacer juntos cuando yo llegue a casa.

Betsy montó un número para hacer ver que no quería dejar solo a su marido, que le preocupaba que Malcolm también hubiera bebido demasiado y no estuviese en condiciones de llevar a su valioso Bernie a casa. Éste le dijo:

– Si veo que no es capaz de andar en línea recta en el aparcamiento, me iré a pie. Te lo prometo. Te doy mi palabra de honor.

Y Betsy le dirigió a Malcolm una mirada cargada de significado.

– Procura que no le pase nada.

Malcolm asintió. Luego Betsy se marchó. Ya sólo quedaba esperar.

Para ser una persona con insuficiencia cardiaca congénita, Bernie Perryman parecía tener la constitución de una mula. Una hora más tarde Malcolm consiguió meterlo en el coche para llevarlo a casa, pero Bernie continuaba hablando como si hubiera revivido. Estaba deseando subir las escaleras de la casa y arrancarle las bragas a su mujer. Sólo el Día del Juicio iba a impedirle a Bernie hacerle pasar el mejor rato de su vida a su mamaíta.