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A modo de acompañamiento para las campanadas del reloj, un feroz sonido de tripas interrumpió de súbito el programado discurso de la guía. Alguien se echó a reír con una risita nerviosa y unos cuantos se dieron la vuelta y vieron a Polly Simpson apretándose el estómago.

– Lo siento -se excusó ésta-. Es que sólo he desayunado un plátano.

Este comentario sirvió para animar un poco al normalmente taciturno Ralph Tucker. Mientras el grupo volvía a poner la atención en lo que decía la guía, Ralph se acercó sigilosamente a Polly y con galantería le señaló la parte delantera de la chaqueta de safari.

– Coge una inyección de energía si quieres -le dijo-. Es bueno para la sangre.

Polly Simpson le dio las gracias con una sonrisa y metió la mano en el bolsillo, de donde sacó unos cuantos frutos secos surtidos. Ralph hizo lo mismo. Tenían que comer a escondidas, naturalmente, y lo hicieron como dos colegiales traviesos, con risitas de complicidad de algunos visitantes que los sorprendieron. Resultó bastante fácil, pues la guía los conducía ya fuera del Gran Salón e iba a la cabeza del grupo, tras lo cual subieron un tramo de escaleras y fueron a dar a una sala estrecha como un pasillo.

– Esta galería alargada es una de las más famosas de Inglaterra -les informó la guía mientras todos se reunían detrás de un cordón de terciopelo que se extendía a lo largo de la habitación-. No sólo contiene la mejor colección de plata rococó del país, parte de la cual pueden ustedes ver colocada a la izquierda de la chimenea, sobre esa mesa en forma de media luna… que es una pieza de Sheraton, por cierto… sino que además hay un Le Brun, dos Gainsborough, un Reynold, un Holbein, un encantador Whistler, dos Turner, tres Van Dyck y varias piezas más de artistas menos conocidos. En la vitrina del fondo encontrarán un sombrero, guantes y unas medias que pertenecieron a Isabel I. Y aquí tienen ustedes una de las características más extraordinarias de toda la mansión.

Se acercó a un lado de la mesa Sheraton y empujó ligeramente sobre una sección del panel de madera de la pared. Inmediatamente se abrió una puerta que se hallaba oculta por la estructura de la misma pared.

Varios turistas alemanes aplaudieron con entusiasmo. La guía les explicó:

– Es una puerta Gibb. Inteligente, ¿no les parece? Los criados podían entrar o salir de los salones de la casa sin que se les viera.

Se oyeron varios disparos de cámaras fotográficas, que enfocaron hacia el lugar donde señalaba la guía. Los visitantes alargaban el cuello para mirar. Se produjo cierto revuelo y se oyeron murmullos.

Y entonces fue cuando ocurrió.

– Me gustaría que se fijaran especialmente en… -estaba diciendo la guía cuando los acontecimientos conspiraron para interrumpirla.

Alguien gritó con voz ahogada:

– ¡Cariño! ¡Nor! ¡Cariño!

Y otra persona gritó:

– ¡Oh, Dios mío!

Y una tercera voz exclamó:

– ¡Cuidado! ¡Ralph se cae!

Y dicho y hecho, eso fue exactamente lo que ocurrió. Ralph Tucker lanzó un grito inarticulado y se desplomó sobre una de las valiosas mesas de madera satinada de Abinger Manor, golpeándose con ella al caer. Hizo trizas un enorme arreglo floral, aplastó un cuenco de porcelana lleno de flores, que salieron volando y se esparcieron por la alfombra persa, y volcó la mesa, que cayó de lado. Ésta, al caer, se llevó por delante el cordón de terciopelo y los postes de bronce que lo sujetaban al tiempo que Ralph se precipitaba al suelo y se quedaba allí tendido, inmóvil.

Noreen Tucker se puso a gritar.

– ¡Ralph! ¡Amor mío!

Y se abrió paso entre la gente para acercarse a su esposo. Lo sacudió por los hombros mientras se hacía el caos a su alrededor. Unos empujaban hacia delante, otros retrocedían. Alguien empezó a rezar, otro a maldecir. Tres alemanas se dejaron caer en los sofás que ahora habían quedado a su disposición, pues el cordón de separación había desaparecido. Un hombre gritó pidiendo agua mientras otro decía que se apartasen para que pudiese pasar mejor el aire.

Había treinta y dos personas en la sala y nadie se hacía cargo de la situación, ya que la guía, cuya preparación se había limitado a memorizar los detalles más sobresalientes sobre los enseres de Abinger Manor y no sabía nada de primeros auxilios, se había quedado clavada al suelo, incapaz de moverse, como si hubiese tenido algo que ver en lo que acababa de sucederle al taciturno Ralph Tucker.

Se oían voces procedentes de todas partes.

– ¿Está…?

– Dios mío. No puede estar…

– ¡Ralph! ¡Ralphie!

– Er ist gerade obnmdchtig geworden, nicht wahr…

– Que alguien llame a una ambulancia, por el amor de Dios. -Esto último lo dijo Cleve Houghton, que había logrado abrirse paso entre la gente y se había arrodillado junto a Ralph Tucker. Le echó un vistazo al pobre hombre y empezó a practicarle un masaje cardiopulmonar-. ¡Ahora mismo! -le gritó a la guía, quien finalmente reaccionó, atravesó como una exhalación la puerta Gibb y subió las escaleras haciendo mucho ruido con los tacones.

– ¡Ralphie! ¡Ralphie! -gemía Noreen Tucker mientras Cleve hacía una pausa, le tomaba el pulso a Ralph e intentaba de nuevo reanimarlo.

– Kann er nicht etwas unternehmen? -preguntó uno de los alemanes mientras otro decía:

– Schauen Sie sich die Gesichtsfarbe an.

Fue en aquel momento cuando Thomas Lynley, tras quitarse la chaqueta y entregársela a Helen Clyde, decidió unirse a Cleve. Se abrió paso con facilidad entre la gente, se colocó a horcajadas sobre la figura mastodóntica de Ralph Tucker y se encargó del masaje cardíaco mientras Cleve Houghton le ponía los labios en la boca a la víctima y comenzaba a practicarle la respiración artificial.

– ¡Sálvenlo! ¡Sálvenlo! -Gritaba Noreen-. ¡Que alguien haga algo! Ayúdenlo. ¡Por favor!

Victoria Wilder-Scott se puso a su lado.

– Ya intentan ayudarle, querida -le dijo-. Si hace el favor de venir conmigo…

– ¡No voy a dejar aquí a mi Ralphie! Lo que le pasa es que necesitaba comer.

– ¿Se ha atragantado? -preguntó alguien.

– ¿Han probado el sistema Heimlich para reanimarlo? -terció un segundo.

La guía entró precipitadamente en la sala. Se detuvo y dijo en voz alta:

– Acabo de llamar…

Pero se le atascaron las palabras y se calló. Se dio cuenta, como todos los demás, de que los dos hombres que trabajaban en aquel cuerpo tendido en el suelo intentaban reanimar lo que ya era un cadáver.

Al llegar a ese punto Thomas Lynley se hizo cargo de la situación. Mostró su tarjeta de identificación a la guía y dijo con voz tranquila:

– Thomas Lynley. New Scotland Yard. Encargúese de que alguien le diga a mi tía, lady Fabringham, que se ha producido un percance en la galería. Pero, por el amor de Dios, no dejen que se acerque por aquí, ¿entendido?

Conocía la propensión de Augusta a meterse en asuntos que no eran de su incumbencia, y lo que menos falta le hacía en aquellos momentos era que anduviera por allí dando órdenes que sólo servirían para complicar un poco más las cosas. Al fin y al cabo, ya venía de camino una ambulancia, y no se podía hacer más que llevar a aquel desafortunado individuo a un hospital, donde un médico firmaría el certificado de defunción. Lynley sugirió que los demás continuaran con la visita a la mansión, aunque sólo fuese a fin de dejar la sala despejada para cuando llegase el equipo médico.

Nadie tenía demasiadas ganas de seguir viendo las restantes glorias de Abinger Manor en aquellas circunstancias. Pero, tras dejar atrás a la llorosa Noreen Tucker, el resto de la comitiva salió obedientemente de la sala. Pero esto fue antes de que Lynley se agachase junto al cadáver y le abriera el puño que tenía apretado con fuerza.