Dicho hermano mayor estudiaba en ese instante al comandante de campo, cuya bruñida armadura centelleaba bajo los rayos del sol de la tarde. El rostro del hombre brillaba sudoroso, y cuando se quitó el casco, el muchacho vio que sus cortos cabellos estaban aplastados contra los lados de la cabeza. Se hallaban en pleno verano, el calor era intenso y el cielo sin nubes no sugería la menor perspectiva de lluvia. Sospechó que tanto el comandante como todos los hombres a su mando debían de sentirse fatal debido al calor, ya que los pocos que no vestían armadura mostraban enormes círculos mojados bajo las mangas. Resultaba sorprendente que ninguno de los caballeros se hubiera desmayado.
Dhamon mismo sentía un calor insoportable, a pesar de disponer de la sombra de los árboles y del riachuelo cercano para refrescarse. Se despojó de la camisa y la dobló con cuidado, aunque no pudo evitar una mueca de desagrado al comprobar que la había ensuciado al tumbarse en el suelo. Tomó nota de limpiarla en el arroyo antes de regresar a casa, para evitarse problemas.
El comandante tronaba órdenes y Dhamon consiguió oír alguna de ellas. El hombre seleccionaba caballeros para iniciar otra ronda de entrenamiento con la espada. Tras echar un vistazo a su hermano para asegurarse de que seguía profundamente dormido, el muchacho reptó al frente, decidido a contemplar más de cerca a sus nuevos héroes.
Seis hombres se quitaban en esos momentos las armaduras, desprendiéndose de ellas pieza a pieza, que luego depositaban en el suelo aunque lo hacían siguiendo una especie de ceremonia solemne. A pecho descubierto, mostraban músculos relucientes, y tenían las calzas empapadas de sudor. Se emparejaron de dos en dos, todos con espadas largas y escudos que reflejaban el sol y hacían bizquear a Dhamon cuando los contemplaba.
El comandante de campo dio una palmada y la mitad de los hombres adoptaron una postura defensiva. Los otros tres empezaron a asestar golpes a los escudos de los que se defendían. Era como un baile, pero mejor —Dhamon había visto muchos bailes durante los festivales que se celebraban en Hartford—, pues los movimientos eran precisos y al unísono, los golpes asestados de común acuerdo. Empezó a sonar un tambor, y los mandobles siguieron el ritmo. Dhamon imaginó que era uno de los caballeros, que practicaba y practicaba, hasta ser lo bastante fuerte para el combate. La cadencia del tambor se aceleró, y los mandobles se tornaron más vigorosos, pero asestados todavía al unísono como si se tratara de una coreografía dispuesta por el comandante. Entonces, con un sonoro retumbo, el tambor paró y los hombres se cuadraron al instante. El comandante hizo una seña a la primera pareja; sus espadas centellearon bajo los rayos solares y entrechocaron con un agudo tañido que recordaba las campanas. Dhamon se sentía como hipnotizado.
Durante unos minutos interminables, los dos hombres se devolvieron golpe por golpe, sin que ninguno retrocediera, mientras los otros cuatro caballeros describían círculos a su alrededor para observarlos. Ninguno de los dos parecía cansarse. Uno de ellos era de mayor tamaño, y Dhamon pensó que podría disponer de ventaja debido a su altura; pero el hombre más pequeño resultó más veloz, y giraba en redondo y asestaba tajos como una centella, a la vez que alzaba el escudo para rechazar los golpes del adversario. El muchacho se hallaba tan absorto en el simulado combate, que no advirtió que el comandante se apartaba del círculo y daba un amplio rodeo por entre las flores silvestres para acercarse a él, a hurtadillas, por detrás.
El hombre carraspeó al mismo tiempo que el muchacho se levantaba de un salto, blanco como la cera y boquiabierto.
—Eres demasiado joven para ser un espía —dijo el comandante de campo con frialdad—, ni vas vestido de un modo adecuado. Además, tampoco llevas armas.
Dhamon dirigió una mirada preocupada hacia el lugar donde su hermano dormía, y donde había dejado la camisa. Deseó decir algo inteligente a su interlocutor, pero la boca se le secó al instante, y la voz se negó a cooperar.
—De modo que yo diría que procedes de la cercana Hartford.
El muchacho asintió nervioso. Echó otra ojeada de soslayo, y comprobó que su hermano seguía dormido, oculto y desprevenido.
—Tienes buenos músculos, jovencito. —El comandante apretó los brazos de Dhamon—; lo que indica que estás acostumbrado al trabajo duro. Un granjero, probablemente ¿eh?
El aludido volvió a asentir.
—Aunque espero que no mudo.
—Nnno, señor —consiguió tartamudear por fin el muchacho—. Yo sólo… sólo… observaba.
El oficial lo contempló durante unos instantes, mientras las espadas seguían tintineando en segundo plano.
—¿Observando?
—Ssssí, señor. —Tras unos instantes, consiguió tragarse el nerviosismo—. Sí, comandante, estaba observando a sus caballeros.
Una sonrisa apenas perceptible apareció en el rostro del oficial, lo que aumentó las arrugas propias de la edad que rodeaban su boca. A Dhamon le pareció viejo, al verlo tan de cerca; los cabellos de las sienes eran grises, y el fino bigote que adornaba el labio superior lucía hebras plateadas. La expresión del hombre era dura, y los ojos de un azul acerado incrementaban aquella severidad. Tenía la piel curtida por el sol, las manos encallecidas, y una gruesa cicatriz correosa en el antebrazo que Dhamon supuso provenía de una herida sufrida en combate.
—Y tras esta observación, ¿qué opinas de mis caballeros…?
Dhamon aguardó a que el otro añadiera muchacho, como acostumbraban hacer los amigos de su padre, y como hacían los tenderos de la ciudad, a los que entregaba lana y otros productos. «¿Qué opinas de mis caballeros, muchacho?». Pero el comandante no lo llamó muchacho, y comprendió que le preguntaba su nombre.
—Dhamon Fierolobo, señor. Y, sí, soy de Hartford. Mi padre tiene una pequeña granja allí. Criamos ovejas principalmente.
—¿Mis caballeros…?
Dhamon tragó saliva con fuerza, y sostuvo la mirada de su interlocutor; a continuación, echó los hombros hacia atrás e hinchó el pecho, como había visto hacer a los caballeros negros.
—Vuestros caballeros son muy impresionantes, comandante. Los he estado observando, por… porque me gustaría unirme a ellos. Quiero convertirme en un caballero negro.
Dhamon se sorprendió a sí mismo. Desde luego admiraba a los caballeros e imaginaba poder llegar a convertirse en uno. Lo imaginaba. Se trataba de una fantasía juvenil, se decía. Nada más.
—No hay nada que desee más, señor, que ser un caballero negro.
Pero se dio cuenta de que se trataba de algo más que una fantasía. Era lo que realmente quería ser, un caballero, no un granjero; y deseaba ser un Caballero de Takhisis, no un miembro de la Legión de Acero o de los Caballeros de Solamnia.
—Interesante —repuso el comandante, y su mirada se movió hasta un punto junto al sauce, donde tras la cortina de hojas, estaba acurrucado el hermano de Dhamon, que ya se había despertado—. ¿También él desea convertirse en un caballero?
Cuando el oficial señaló con el dedo al más joven de los Fierolobo, el hermano de Dhamon profirió un chillido y giró sobre los talones, para, a continuación saltar el riachuelo y desaparecer de la vista. La tenue sonrisa se ensanchó en el rostro arrugado del caballero.