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Necesitaba algunas hierbas, también, para la herida de Fiona, pero la herida no amenazaba la vida de la mujer, y se preguntó si no sería mejor dejar que los caballeros de Ergoth del Sur se ocuparan de ella en lugar de perder más tiempo en aquel lugar.

—¿Dónde estarán los muelles? —musitó pensativo.

Decidió que seguiría adelante un poco más, que exploraría algunas de las callejuelas que discurrían en dirección norte. Si había una pescadería, tendrían que haber, al menos, barcas de pesca; y todo lo que necesitaban para que los condujera a Ergoth del Sur era un gran barco pesquero y alguien que supiera cómo capitanearlo. Cualquier cosa que flotara serviría.

—Tiene que haber…

—¡Buenos días!

Dhamon dio media vuelta y se encontró con un humano de aspecto desgarbado, que lucía una pelambrera de color parduzco y un bigote fino como un rastrojo. El hombre llevaba una túnica blanca con una insignia sobre la parte derecha del pecho, y un largo fajín rojo alrededor de la cintura, cuyo remate aleteaba contra sus rodillas a impulsos de la tenue brisa. Lo acompañaba un hobgoblin que lucía la bandera de un barco a modo de esclavina.

—¡Te doy los buenos días! —repitió el hombre, tendiéndole la mano.

—Yo también te los doy —respondió Dhamon con cautela, y su inquietud se multiplicaba mientras estudiaba a la pareja.

El hobgoblin ataviado con la curiosa esclavina le dedicó una sonrisa de oreja a oreja, y un hilillo de baba se derramó del labio inferior, alargándose hasta tocar el suelo.

—Eres un desconocido para El Remo de Bev.

Aquellas palabras las pronunció el hombre, que dirigió una mirada indiferente a las piernas cubiertas de escamas de Dhamon, y luego, dejándolas de lado, sostuvo la mirada al recién llegado.

«Es evidente que soy un desconocido», pensó Dhamon, y, en voz alta añadió:

—Sí —estrechó finalmente la mano que el otro le tendía sin pasar por alto la firmeza del apretón—; soy nuevo en esta parte de Nostar.

El hobgoblin sonrió más ampliamente si cabe y dio un codazo al hombre desgarbado.

—Oh, sí. Perdona mis modales. ¡Bienvenido a nuestra humilde ciudad! —El hombre palmeó a Dhamon en el hombro—. Siempre me gusta ver una cara nueva. Tienes un aspecto muy cansado. Debes haber recorrido una buena distancia para llegar hasta aquí.

«Evidentemente», se dijo él.

—La tormenta de la otra noche —empezó a decir Dhamon en un esfuerzo por parecer simpático—. Me arrojó a la playa y…

—Arrancó el tejado de la tienda de cebos. Menuda tremolina, no es cierto… ¿señor…?

—Fierolobo.

El hombre frunció el entrecejo, mientras daba tironcitos a un botón de la túnica.

—Qué nombre tan… feroz.

Dhamon no había decidido aún si debía mencionar que tenía compañeros.

—Escucha, yo…

—Apuesto a que estás hambriento, también. Seguro que te iría bien dormir un poco y unas ropas nuevas. Desde luego un poco de comida, sí, y desde luego, también, ropa. Tienes aspecto de no haber comido en días. Estás muy delgado. Nos ocuparemos de ti… señor Fierolobo. En El Remo de Bev cuidamos bien a la gente.

—No haber desconocidos aquí. —El curioso comentario brotó de los labios del hobgoblin.

Dhamon paseó la mirada del uno al otro.

—En ese caso, si no hay desconocidos, ¿quién…?

—Soy el alcalde de El Remo de Bev —repuso el hombre desgarbado con una amplia sonrisa—. Éste es mi ayudante.

El hobgoblin asintió, y nuevos hilillos de baba se derramaron de sus labios para formar un charco a sus pies.

—Ayudante. —El rostro de Dhamon se nubló.

El alcalde captó la expresión y sacudió la cabeza entristecido.

—Mi muy listo ayudante. Las gentes de El Remo de Bev carecen de prejuicios… señor Fierolobo. —Señaló con el dedo las escamas de la pierna de Dhamon—. Aceptamos a todo el mundo, incluido tú. —Hecha la declaración, volvió a alzar los ojos para encontrarse con los de Dhamon—. Ahora, ocupémonos de la comida y las ropas.

—Tengo dos compañeros que aguardan en las afueras del pueblo —indicó Dhamon, aprovechando la oportunidad.

—Bien, corre a buscarlos. No estoy seguro de que la posada siga sirviendo desayunos durante mucho más tiempo.

7

Rostros sin nombre

La posadera se negó a aceptar las monedas de Dhamon como pago al banquete que les ofreció. La corpulenta mujer se limitó a sonreírles de oreja a oreja y a depositar platos rebosantes de huevos, queso de cabra y pan caliente sobre la mesa. También se apresuró a llenar sus tazones de sidra.

Fiona atacó la comida sin hacer preguntas, a tal velocidad que apenas masticaba los alimentos. También Ragh comió con voracidad, sin detenerse a respirar siquiera hasta haber devorado el primer plato. Dhamon, sin embargo, picoteó los alimentos con cautela, sin dejar de observar a la posadera, al alcalde y a su ayudante hobgoblin. Los dos últimos estaban sentados a unas cuantas mesas de distancia, absortos en una conversación entre cuchicheos. Dhamon deseaba sentirse cómodo en aquel pueblo que, supuestamente, recibía con los brazos abiertos a todo el mundo, se decía a sí mismo que debía sentirse a gusto; como era evidente que así sucedía con Ragh y Fiona. Pero él no conseguía relajarse por completo y desechar toda aprensión, pues sabía por experiencia que la gente no era tan amistosa. Los hobgoblins no se mezclaban fácilmente con los humanos ni aceptaban entre ellos a desconocidos cubiertos de escamas. Lo mejor sería que consiguieran algo de ropa y se pusieran en camino hacia los muelles y Ergoth del Sur.

—Esto me da mala espina —susurró Dhamon a Ragh.

—¡Estás demasiado delgado! —regañó la mujer a Dhamon cuando regresó junto a la mesa con paso lento—. Tienes que poner más carne en esos huesos. —Le sirvió más huevos en el plato y agitó la cuchara ante él para subrayar sus palabras—. Pareces hambriento. Deberías comer más a menudo las cosas buenas que yo cocino.

El aludido asintió cortés.

—El alcalde dice —prosiguió ella— que el mar os arrojó a la playa durante la tormenta de la otra noche. Tenemos gente aquí procedente de otras tormentas, pero vosotros tres no os parecéis a ningún marinero que haya visto jamás.

—Gracias por la comida, señora —se limitó a contestar él, removiendo los huevos.

—Es lo mínimo que puedo hacer —respondió ella, y se encogió de hombros cuando él no le dio más conversación—. Aquí cuidamos a la gente.

Con la boca llena, Ragh farfulló también su agradecimiento, y la mujer le dio unas palmaditas afectuosas en la espalda.

Dhamon se comió casi la mitad de lo que le habían puesto delante, sin dejar de vigilar en todo momento a la mujer, al alcalde y al hobgoblin. La mujer ni siquiera había pestañeado al ver al draconiano sin alas, y no había dedicado más que una mirada pasajera a las llamativas escamas que Dhamon lucía en piernas y muñecas.

—Ragh…

El draconiano alzó los ojos y se limpió las migas de los labios.

—¿Te inquieta algo de todo esto, Ragh?

—¿El que no haya atraído más atención que vosotros dos? —El draconiano ladeó la cabeza.

—Exacto.

—Es un cambio agradable. Tal vez dejaré que me preocupe cuando haya terminado de comer.

Dhamon dedicó, entonces, toda su atención al alcalde. Se concentró, y su agudo oído empezó a captar voces entre el tintineo de los cuchillos contra los platos.

—Hablan de nosotros —susurró a Ragh.

—¿Por qué no tendrían que hacerlo?

El draconiano lanzó una risita divertida y levantó su jarra. La posadera se acercó presurosa y volvió a llenarla, a continuación terminó de colmar los vasos de Dhamon y Fiona por si acaso; tras ello, se retiró a la cocina.

—Se dedican a teorizar sobre de dónde venimos, quién somos, qué sabemos del mundo, y…

—¿Por qué no? Esto es un pueblo pequeño. Dhamon, come.

Pero su compañero apenas toco el resto de su comida, y apartó el plato a un lado cuando los huevos se enfriaron. Una vez que Fiona y Ragh hubieron comido hasta saciarse, Dhamon se puso en pie y dejó caer una moneda de acero sobre la mesa, ya que no deseaba sentirse demasiado en deuda con la propietaria. Iba a ordenar a sus compañeros que pusieran rumbo hacia el norte, dónde sabía que se hallaban los muelles, pero el alcalde lo arrastró al exterior, en dirección opuesta. Su ayudante hobgoblin se rezagó, para devorar un poco más de almuerzo.