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—Dije que haríamos algo al respecto sobre esas ropas vuestras tan raídas —manifestó el alcalde—. Por aquí, Dhamon Fierolobo. Tu encantadora compañera también necesita ropas nuevas. ¿Es tu esposa?

—Ni siquiera somos amigos ya —respondió ella, negando con la cabeza—; voy a casarme dentro de poco, con un ergothiano.

—¿Ergothiano? ¿Qué es eso?

—Un hombre de un país situado muy lejos de aquí —susurró la mujer.

—Tienes que enseñármelo todo sobre Ergoth —dijo el alcalde—. En realidad…

Dhamon dejó de escuchar el resto de lo que explicaba el alcalde, y echó una mirada de reojo. La posadera estaba de pie en el umbral observándolos, con una sonrisa pegada aún a su rostro carnoso. La mujer saludó a Ragh con la mano. Unos cuantos habitantes de la ciudad pasaban por la calle en aquel momento, los tacones golpeando rítmicamente el suelo, y algunos miraron en dirección a Dhamon. Por las ropas que vestían, quedaba patente que la mayoría de aquellas personas eran trabajadores, pero todos tenían un aspecto limpio y saludable, y parecían de muy buen humor. Un vendedor ambulante de espalda encorvada, vestido un poco mejor que la mayoría, estaba instalando una pequeña carreta en la esquina y exponía gruesas tiras de carne, cerdo sazonado a juzgar por el aroma. El aire era fresco, y flotaban en él otros olores, también: a pan de canela y otros productos de la panadería, a pescado, que probablemente habrían dejado caer en los muelles las redes de los barcos de pesca, al perfume almizcleño que llevaba una mujer que pasó a poca distancia de ellos. Incluso notaba aún el sabor de los huevos y el queso de cabra, cuyos restos le recubrían los dientes.

—¿Cuántas personas viven en El Remo de Bev? —inquirió Dhamon interrumpiendo la conversación del alcalde con Fiona.

—No lo sé —respondió éste, mientras los conducía a un cuidado edificio de paneles de madera de abedul; un carrete de hilo de coser y unas agujas cruzadas aparecían en un letrero colgado sobre la puerta—. Pero habrá tres más si decidís quedaros. Me encantaría saber cosas sobre ese Ergoth.

Ragh los adelantó y se plantó en el porche, bajo la sombra de un alero, mientras estudiaba a los transeúntes. Si bien la mayoría le echaban una ojeada, ni uno solo se quedó parado por la sorpresa o lo miró boquiabierto.

—De acuerdo, empieza a preocuparme ahora —murmuró a Dhamon—. Sin prejuicios es una cosa; pero sin curiosidad…

—Mantente alerta —le advirtió su compañero en voz baja, mientras seguía a Fiona al interior de la pequeña tienda—. No nos quedaremos mucho más tiempo —indicó en voz alta al alcalde—. Debemos marchar hacia Ergoth del Sur lo antes posible. A lo mejor con la marea de la tarde.

—Espero que podamos haceros cambiar de idea —terció el alcalde, frunciendo el entrecejo—. Es una agradable novedad recibir visitantes como vosotros.

La tienda era más grande de lo que parecía, pero la mayor parte de ella estaba ocupada por estanterías. Había percheros en el centro, que sostenían o bien prendas terminadas o piezas dobladas de tela, y también había capas colgadas de unos ganchos del techo. Los pasillos eran pequeños, y el lugar daba sensación de agobio. De una pequeña jarra situada junto a una hilera de tijeras brotaba un olor mohoso y un leve aroma a aceite. Unas cuantas telarañas se aferraban a las esquinas, salpicadas de cascarones de insectos muertos. La tienda estaba ordenada pero sucia.

Fiona casi sonrió cuando la costurera le mostró vestidos y túnicas que podían sentarle bien.

—¿Eres…? —apuntó la mujer.

—Fiona. Soy una Dama de Solamnia.

La mujer empezó a deshacerse en atenciones con Fiona, a la que ayudó a ponerse una larga falda color ocre oscuro y una blusa color arena. Aunque sencillas, las prendas estaban bien hechas y resultaban un agradable cambio tras las ropas manchadas de sudor y desgarradas que la solámnica había llevado hasta ahora. La mujer envolvió una práctica túnica y unas polainas en una pieza de lona y se las entregó también a Fiona.

—Realmente no podemos quedarnos —repitió Dhamon al alcalde—. Tenéis una ciudad muy bonita, desde luego, y una que estoy seguro de que, en otras circunstancias, nos encantaría considerar nuestro hogar durante un tiempo. Sin embargo existen cuestiones acuciantes que…

—Al menos quedaos a pasar la noche. Os escoltaremos a los muelles y os pondremos en un barco por la mañana, si es que no habéis cambiado de idea. —El alcalde sostuvo una túnica junto a Dhamon, pero descubrió que era demasiado corta—. Nos podéis contar todo lo referente a la tormenta y al lugar del que venís. Habladnos de vuestras familias, vuestros amigos; sobre lo que pasa en el mundo. No hemos recibido noticias desde hace tiempo. Como dije, nos visitan pocos extranjeros.

—Y como yo he dicho, tenemos prisa.

La costurera se ocupó entonces de Dhamon, al que facilitó un par de pantalones grises, un poco desgastados en las rodillas, y una túnica blanca que quedaba holgada sobre su cuerpo delgado y que también mostraba señales de uso. La mujer no prestó ninguna atención a las escamas de sus piernas, mientras giraba los extremos de las perneras de los pantalones para impedir que arrastraran por el suelo. Satisfecha con el aspecto del hombre, le colocó una fina capa de lana sobre el brazo, «para las noches en que sopla el viento de otoño». Luego lo equipó con un cinturón de piel elegantemente trabajada, en el que Dhamon se apresuró a guardar el cuchillo. La costurera le entregó también una segunda túnica, luego se apartó y volvió a ocuparse de Fiona.

—Tienes una herida muy fea en esa hermosa cabeza, Fiona —observó mientras daba a la mujer una cinta para los cabellos.

—¿Cuánto valen todas estas ropas? —intervino Dhamon.

—¿Cuánto? ¿Por qué debería cobraros por ellas?

—No podemos aceptar caridad —respondió Dhamon, categórico, mientras echaba un vistazo a un estante lleno de capas de invierno—. ¿Cuánto quieres por las capas gruesas?

Comida gratis. Ropa gratis. No, algo no iba bien allí; allí había algo que le provocaba una picazón en el cuerpo.

—Debo insistir en pagar por…

La costurera no le prestó la menor atención.

—Nos aseguraremos de que al alcalde haga que se ocupen de esa herida… Fiona. —La mujer apartó los rizos de la frente de la dama solámnica—. Una cicatriz muy fea en la mejilla, también. Y los cabellos están hechos una porquería. ¿Todo esto como consecuencia de haber sido arrastrados hasta la orilla durante esa terrible tormenta?

—Lo hizo un drac —respondió Fiona—. Lanzan bocanadas de ácido.

—Tengo monedas —indicó Dhamon con un carraspeo.

La costurera se volvió de nuevo hacia el hombre, y chocó contra un perchero al hacerlo, aunque sus rápidos reflejos impidieron que cayera al suelo.

—¡Nadie me paga por estas ropas!

A continuación hizo señas al alcalde y como si fuera ella quien mandara le ordenó que condujera inmediatamente a Fiona a ver al sanador del pueblo.

—No estoy dispuesta a perder a nadie más —masculló, mientras los empujaba a todos fuera de la tienda.

Dhamon se volvió y se encaró con ella.

—¿Perder gente? —empezó—. ¿A qué te refieres? Vinimos por el cementerio. No había nombres en…

Ella le dedicó una mirada sorprendida, luego emitió su peculiar cloqueo, y con una sonrisa le cerró la puerta en las narices.

A Dhamon el sanador no le pareció mucho mayor que un muchacho, pero sin embargo parecía saber lo que hacía. Seleccionó hierbas y raíces secas, muchas de las cuales Dhamon conocía, las trituró juntas, y creó una pasta que aplicó generosamente sobre la frente de Fiona. Mientras trabajaba, se echó hacia atrás los cabellos del rostro, lo que dejó al descubierto las orejas ligeramente puntiagudas de un semielfo, qualinesti a juzgar por su aspecto. Aquello hizo que Dhamon volviera a pensar al instante en Riki y en su hijo, y que decidiera que ya no habría más paradas inquietantes en esa peculiar población. Saltarían a bordo de un barco que zarpara con la marea de la tarde o incluso antes si era posible.