Dhamon observó que el semielfo creaba una mezcla distinta para tratar las quemaduras de ácido de la mejilla de la solámnica, aunque indicó a ésta con tristeza que jamás desaparecerían por completo. Luego insistió en arreglarle los cabellos.
Dhamon carraspeó para atraer la atención del semielfo.
—Supongo que no querrás que te paguen.
—Oh, ya lo creo que aceptaré gustoso vuestras monedas, señor.
«Por fin —pensó Dhamon—, hay alguien en esta ciudad que actúa de un modo normal». Le entregó rápidamente dos monedas de acero, bastante más de lo que valían sus servicios, luego echó un vistazo por la ventana de la tienda a una pareja de ancianos que paseaban cogidos del brazo. Sacudió la cabeza cuando dos goblins pasaron corriendo ante sus ojos; al cabo de un segundo un muchacho y una muchacha humanos y otro goblin aparecieron persiguiéndose alegremente.
—¿Qué le sucede a esta gente? —musitó a Ragh—. ¿Estarán contagiados de alguna locura? Goblins que juegan con niños humanos. Algunos de los comerciantes no quieren aceptar dinero. Los hobgoblins pasean tranquilamente por aquí, parece incluso que ostentan cargos públicos, y…
—Dhamon —Fiona se colocó junto a él—; tú formaste pareja con un Dragón Azul cuando eras un caballero negro, y si la memoria no me falla, no hace mucho considerabas a un kobold llamado Trajín un amigo en quien podías confiar. Tu mejor amigo, Maldred, es un mentiroso mago ogro de piel azulada, y ahora tienes tratos con un sivak. —Indicó con la cabeza al draconiano que se encontraba de pie en el umbral—. Creo que miras a través de demasiadas ventanas —prosiguió ella—, cuando deberías estar contemplando espejos.
—Quizá tengas razón.
El sanador entregó a la solámnica un pequeño tarro de arcilla y le indicó que friccionara la herida con un poco de aquella mezcla por la mañana. La solámnica le dio las gracias y abandonó la tienda para salir al brillante sol del mediodía.
—Sí, gracias por tu ayuda —añadió Dhamon, y escudriñó los ojos del semielfo en busca de alguna respuesta al enigma que era aquella población.
El semielfo contempló con perplejidad la expresión del otro.
—¿Tu nombre? —inquirió Dhamon en tono inocente—. ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?
El semielfo contrajo las facciones consternado, y su rostro adoptó una expresión de terrible congoja.
—¿Nombre? No lo sé. Supongo que no tengo ninguno. No; ahora que lo pienso, jamás he tenido un nombre. ¿Tú tienes un nombre?
Desde luego eso resultaba sin duda alguna extraño. Dhamon pensó en el cementerio y decidió arriesgarse a hacer una pregunta, aunque sin estar muy seguro de querer conocer la respuesta.
—¿Tienen nombre otras personas de la ciudad?
El joven le dedicó una mirada pensativa, mientras el silencio entre ambos se tornaba más espeso.
—Ahora que lo mencionas —dijo, tras unos instantes—, no.
Fiona y Ragh se habían adelantado y aguardaban en el centro de la calle hablando con el ayudante del alcalde. Dhamon hizo una seña al draconiano y empezó a andar en dirección a los muelles. «¡Venid! ¡Ahora!», articuló en silencio.
El sivak agarró a la solámnica por la muñeca, y los dos apresuraron el paso para alcanzar a su compañero.
El hobgoblin se mantuvo a la altura del trío, discutiendo con ellos.
—No podéis iros —insistió—. El alcalde os convencerá para que os quedéis. Dadle una oportunidad de persuadiros.
—Tenemos prisa —dijo Dhamon al hobgoblin—, y nos vamos… ahora. —Este último comentario fue también dirigido a Ragh y a Fiona.
El hobgoblin masculló una maldición y marchó en dirección opuesta.
—No veo ningún barco —Ragh estaba de pie en el extremo del muelle más grande, que crujía a modo de protesta bajo el peso del draconiano—; ni siquiera veo una barca de remos.
Pero sí había pescadores. Tres de ellos estaban sentados al final de un largo y estrecho muelle, con varas en el agua y los ojos fijos en flotadores de corcho pintados.
Dhamon recorrió la orilla, sin perder de vista a Ragh. Fiona se rezagó, para recoger pequeñas conchas que guardaba en el bolsillo de la falda; la suya era una tarea difícil, ya que se negaba a depositar en el suelo el fardo de ropas nuevas.
—Ni un barco —escupió Dhamon.
Ni siquiera se veía la silueta de una nave, a lo lejos, en las cristalinas aguas azuladas del puerto. Dhamon supuso que tal vez todos los barcos estaban aún pescando, en alta mar, y que no regresarían hasta la puesta de sol. A lo mejor la población, por ser tan pequeña, no atraía veleros. Pero… Echó a correr por la orilla y ascendió al estrecho muelle para dirigirse hacia donde estaban los tres pescadores, que alzaron la vista al unísono cuando se acercó. Dhamon no quería perder más tiempo buscando otra ciudad costera en Nostar, ya que aquello podría llevarle días. A lo mejor aquellos pescadores conocían a alguien que tuviera un bote.
Eran jóvenes, humanos, puede que ni siquiera tuvieran veinte años, con las ropas desgastadas pero limpias, los rostros bien afeitados, los cabellos sujetos detrás de la nuca. A lo mejor los tres eran hermanos, pues existía una similitud en sus rostros, los ojos todos de color miel, la figura más o menos igual.
—Perdonadme —dijo Dhamon—; mis amigos y yo necesitamos encontrar pasaje en un barco. Un barco de pesca serviría. —Agitó la bolsa de monedas para que pudieran oír el tintineo del dinero.
Dos de los jóvenes se encogieron de hombros, pero el situado en el centro depositó la vara en el suelo y se puso en pie. Se limpió las manos en los pantalones y miró a la playa.
—Todos los barcos han desaparecido. Los desguazaron y los convirtieron en casas —explicó.
Dhamon recordó al instante los edificios hechos a base de cascos de barcos.
—¿Todos ellos?
—Tal y como iban llegando, la gente del pueblo venía y los desguazaba.
—¿Y los marineros les dejaron hacerlo?
El joven se detuvo para reflexionar.
—Los marineros no tenían alternativa, diría yo. Claro está que los marineros no protestaron durante mucho tiempo. Se quedaron en la ciudad. No tenían otro sitio al que ir, en mi opinión. Algunos incluso viven en sus viejos barcos.
Dhamon sintió que se le encendía el rostro, cómo la rabia, la frustración y el miedo crecían en su interior, al mismo tiempo que una docena de preguntas se formaban en su mente. No sabía qué preguntar primero, pero el joven le echó una mano.
—Verás, la gente que viene a El Remo de Bev… no se marcha jamás.
—Bueno, pues nosotros nos vamos —le respondió Dhamon—. Ragh, Fiona y yo nos vamos ahora.
—No lo creo, señor. La noticia de vuestra presencia ha corrido por todo el pueblo. Tenéis nombres, y eso os hace realmente importantes. Me alegro de que os unáis a nosotros, pues tengo entendido que nos vais a enseñar cosas del mundo.
—No nos vamos a unir a vosotros. —Dio media vuelta y corrió en dirección a la orilla, los pies golpeando con fuerza sobre los tablones—. ¡Ragh! —gritó—. ¡Fiona!
El draconiano y la dama alzaron la vista, luego los dos se volvieron en dirección opuesta, de cara a la ciudad, atraída la atención por la muchedumbre que se había materializado allí de repente, encabezada por el alcalde y su ayudante.
—¡Por la memoria de la Reina de la Oscuridad! —maldijo Dhamon.