Saltó del muelle a la arena justo en el momento en que la multitud envolvía a sus dos camaradas. La dama era alta, y sobresalía por encima de muchos de los aldeanos, pero en cuestión de minutos Dhamon ya no pudo ver su cabeza, pues habían conseguido arrollarla merced a su superioridad numérica.
El draconiano resistía, soltándose con brusquedad de los que querían sujetarlo y arrojándolos luego violentamente contra el suelo. Dhamon alcanzó la muchedumbre, aunque se sentía reacio a empuñar un cuchillo, ya que no había visto ni una sola arma desde su llegada.
—¡Maldita sea la idea que tuve de venir aquí! —maldijo, mientras se abría paso entre la masa de gente y encontraba a Fiona sin sentido y en los brazos del ayudante del alcalde.
Era evidente que la mujer se había resistido, ya que los dos aldeanos más próximos lucían labios y narices partidos, pero ni siquiera ella había podido resistir su superioridad numérica. La habían herido, y la sangre manaba de un corte en la parte superior del brazo, empapando la manga de la blusa nueva. Los antes amistosos ciudadanos se habían transformado en una turba, y sintió el martilleo de sus puños en la espalda.
—¡Debéis quedaros! —le gritó alguien—. Tenéis que enseñarnos.
Hizo caso omiso de los golpes y arrancó a la solámnica de las manos del hobgoblin, que empezó a arañarlo como protesta. Tras sujetar a la mujer contra el pecho con un brazo, bajó la mano libre y sacó el cuchillo.
—¡Atrás! —gritó, a la vez que blandía el arma—. Estáis todos locos, atrás…
La turba aumentó en número y cerró más el círculo, y el hobgoblin se agachó y hundió los dientes en el costado de Dhamon, que cambió de posición la mano que sujetaba el cuchillo y lanzó la hoja hacia abajo aunque sólo consiguió arañar el hombro del hobgoblin. Volvió a levantar el arma pero no encontró espacio para maniobrar. El aire era caliente debido al amontonamiento de cuerpos, impregnado de olor a sudor y a sangre, denso por el zumbido de las voces. Desde algún punto, Dhamon oyó que el draconiano lo llamaba.
Parecía haber al menos cincuenta o sesenta personas. Tal vez la ciudad entera había acudido allí. Dhamon distinguió a la corpulenta posadera que los había alimentado con tanta amabilidad aquella misma mañana, a la costurera que los había vestido, al sanador que se había ocupado de las heridas de Fiona. Este último era el único que parecía mantenerse al margen. Finalmente, descubrió a Ragh, que asestaba zarpazos a diestro y siniestro. Dhamon no tenía la intención de matar a ninguna de aquellas personas desarmadas, pero tampoco estaba dispuesto a permitir que lo capturaran y encarcelaran; y desde luego no pensaba permanecer en aquel condenado pueblo de rostros sin nombre.
Bajo una lluvia de puñetazos sobre su espalda y de patadas contra sus piernas, Dhamon consiguió liberar un brazo y hundió el cuchillo al frente y abajo, en el estómago del ayudante del alcalde.
—¡He dicho todo el mundo atrás!
El hobgoblin cayó de rodillas. Dhamon extrajo el arma y la clavó en un hombre de ojos hundidos y cansados. Unas manos forcejearon con la suya, y una serie de dedos consiguieron abrirle los suyos. Alguien le arrebató el cuchillo.
—¡No lo matéis! ¡No podrá enseñarnos si lo matáis!
—¿Está bien la muchacha? ¡Qué alguien me diga si la muchacha está bien!
—¡No uséis el cuchillo! ¡No les hagáis daño!
—¡Dejadnos marchar! —chilló Dhamon.
Cayó al frente, golpeado en la parte posterior de las rodillas con un tablón, y antes de que consiguiera recuperar el equilibrio, se vio empujado sobre Fiona. Sintió el peso de cuerpos que se amontonaban encima del suyo, y aunque su fuerza era extraordinaria, no fue suficiente para conseguir librarse de toda aquella gente.
Oyó rugir a Ragh, la respiración ronca de los que se encontraban más cerca de él, y también una voz conocida.
—¡Dhamon Fierolobo! —gritó el alcalde—. ¡Deja de resistirte! ¡No queremos haceros daño! ¡Solo queremos que os quedéis!
Intentó responder, pero le empujaron el rostro contra la arena, y su pecho se aplastó contra el cuerpo de Fiona. El olor de la sangre de la mujer y el de otros aromas sudor, perfumes, miedo resultaban agobiantes. Pensó en Riki y en el niño, y buscó en lo más profundo de su ser para reunir todas sus fuerzas por aquella criatura que necesitaba desesperadamente ver.
Durante un momento sintió esperanzas, notó cómo los brazos se tensaban, dejaban espacio a Fiona y levantaban a las personas que tenía encima. Pero ni siquiera sus músculos consiguieron sostener tan impresionante peso, y se desplomó sobre la solámnica, sin aliento.
Cuando despertó era de noche y la cabeza le martilleaba terriblemente. La luz de las estrellas se filtraba a través de una ventana estrecha y elevada. Se hallaba solo en una celda; Fiona y Ragh estaban en otro calabozo situado frente al suyo. La mujer llevaba un brazo vendado, y le habían puesto una nueva capa de pasta curativa en el rostro y el cuello. Estaba sentada sobre su fardo de ropas, inmóvil, pero tenía los ojos abiertos aunque sin expresión.
—¿Cómo está? —le preguntó Dhamon, señalando a Ragh.
—Vivo. Duerme.
Dhamon vio que el pecho del draconiano estaba cubierto de cortes, y la pierna vendada en dos lugares; la respiración del sivak era entrecortada.
En un principio, Dhamon se sorprendió de haber estado sin sentido tantas horas. Al comprobar las heridas sufridas, los dedos palparon nuevas escamas bajo las ropas; la pierna izquierda estaba cubierta casi por completo ya, y tenía algunas en los brazos. Se sentía algo febril y sospechó que había padecido otro ataque menor provocado por la escama, y que ése había sido el auténtico motivo de que permaneciera inconsciente tanto tiempo.
—Una cárcel —indicó con amargura—; nos han metido en la cárcel del pueblo.
—Sólo para convenceros de que os quedéis —oyó decir a una voz familiar e inoportuna.
El sonido de la voz del alcalde fue seguido por el chirrido del pedernal y el acero, y el encendido de una antorcha. El hombre recorrió con el hachón el reducido pasillo, y fue a detenerse entre las dos celdas.
—Queremos que os quedéis. Tenéis que enseñarnos cosas.
Dhamon agarró los barrotes y tiró de ellos para ponerlos a prueba. Se dijo que, con un poco de tiempo, podría conseguir soltarlos.
—Vosotros tenéis nombres, Dhamon Fierolobo —prosiguió el alcalde—. Nosotros no. Carecemos de familias. Apenas tenemos recuerdos. Olvidamos cómo hacer las cosas. Olvidamos a nuestros amigos. Necesitamos que nos enseñéis.
—Seres de Caos —escupió Dhamon—. Condenados seres de Caos. Es como una epidemia.
—Me gustaría leer, creo. —El alcalde ladeó la cabeza—. Tengo varios libros, y espero que tú sepas leer y me puedas enseñar. A lo mejor te convertiré en mi nuevo ayudante. —Hizo una pausa—. Mataste al antiguo —indicó pesaroso.
Dhamon sacudió los barrotes enfurecido. Quería que el otro se marchara para empezar a soltar los barrotes y escabullirse al exterior.
—No puedes obligarnos a permanecer en esta condenada ciudad. Ninguno de vosotros debería quedarse, tampoco. Aquí hay no muertos, vestigios de la guerra en el Abismo. Reciben el nombre de seres de Caos, y os están robando los recuerdos.
—Sin duda te refieres a los seres de sombras —indicó el alcalde en voz baja.
—Sí, los seres de sombras. Son los seres de Caos.
—Ojos relucientes.
—Sí —respondió Dhamon—; déjanos salir de aquí y…
—Los seres de sombras vendrán aquí pronto. Siempre vienen de noche, con el frío. —El alcalde se colocó justo frente a Dhamon y mantuvo la antorcha pegada a él—. Me ocuparé de que te preparen una buena cena, Dhamon Fierolobo. A lo mejor mientras lo hago los seres de sombras vendrán y os harán una visita. Ellos os convencerán para que os quedéis en El Remo de Bev. Convencen a todo el mundo, ¿sabes?
—Probablemente porque consiguen que la gente olvide que tiene un sitio mejor al que ir —replicó Ragh, que acababa de despertar, uniéndose a la conversación—. Les roban los recuerdos hasta que no les queda nada, se beben su inteligencia como malditos vampiros.