El Dragón de las Tinieblas bajó la testa, y las barbas se desperdigaron sobre el suelo cuando alargó el cuello al frente. El seco aliento de la criatura azotó a Dhamon como un potente viento del desierto, pero no transportaba consigo ningún olor.
—Yo haré que se muestre dispuesto.
El dragón alargó una zarpa color gris oscuro, la pasó sobre la pernera del pantalón del hombre y rasgó la tela como si se tratara de una fina hoja de pergamino. La enorme escama negra y todas las otras escamas más pequeñas centellearon siniestras bajo la luz que proyectaban los ojos de la criatura.
—Las escamas crecen debido a mi magia, humano. Las escamas te producen dolor debido a mi magia. Te están matando.
El leviatán dirigió una veloz mirada a Nura, y la naga retrocedió un poco más para que Dhamon pudiera respirar con más facilidad.
—Te prometo detener las escamas y el dolor —prosiguió el dragón—, si matas a Sable. Te facilitaré la cura que buscas con tanta desesperación. Te dejaré vivir, y te volveré a hacer totalmente humano, sin más interferencias por mi parte.
Dhamon sintió un hormigueo en las extremidades a medida que recuperaba el control sobre ellas, y al mirar de reojo vio que Ragh y Fiona habían sido devueltos a la normalidad.
Permaneció en silencio varios minutos. ¿Una cura? Si bien el Dragón de las Tinieblas probablemente le decía la verdad, Dhamon se preguntó si existía en realidad un remedio para la maldita escama. La muerte se hallaba cerca ya, pues las escamas se multiplicaban como un sarpullido incontrolado. Sin embargo, no podía aceptar matar a Sable, pues aquello sería un suicidio mucho más rápido que cualquier muerte que le proporcionaran las escamas.
—Sabes perfectamente que no hay ningún humano que posea la capacidad de matar a un dragón —dijo, dirigiendo una furiosa mirada a Maldred.
—Tendrás mi ayuda —vibró la voz del Dragón de las Tinieblas—. Mis sirvientes Maldred y Nura poseen magia poderosa. Tus amigos llamados Fiona y…
—Ragh —le facilitó la mujer-serpiente, que parecía perpleja y ofendida porque el draconiano no la había reconocido. Ragh, el sivak sin alas, y la Dama de Solamnia, Fiona.
—Y tú, humano —tronó el dragón—, posees poderes que aún no has descubierto.
«¡Sandeces!» se dijo Dhamon; pero comprendió que no tenía más elección que aceptar. Más tarde, cuando estuvieran lejos de la cueva del Dragón de las Tinieblas, tal vez tendría la oportunidad de huir de Maldred y de la naga, o de matarlos a ambos. Más tarde, tal vez él, Fiona y Ragh podrían tener una posibilidad. Pero en esos momentos…
—De acuerdo —declaró solemnemente—, daré caza a Sable por ti. Y si por alguna peripecia del destino venzo, me concederás esa cura.
—Desde luego —tronó el dragón, que alzó el labio en algo parecido a una sonrisa—. Te curaré, y te concederé más que una curación. —Alzó la testa, para mirar en dirección a la entrada de la cueva, donde se estaba formando una pared de neblina—. Te concederé la seguridad y el bienestar de tu familia.
Una imagen apareció en la neblina, la de una aldea iluminada por la luz de las antorchas en un territorio árido. Matorrales y árboles achaparrados crecían a lo largo de una calzada. El dragón profirió un bufido, y la escena cambió al interior de una pequeña vivienda. Una semielfa de cabellos plateados estaba incorporada sobre una cama deteriorada.
—Riki —dijo Dhamon con una emoción que lo sorprendió, y cayó de rodillas.
Riki estaba envuelta en pieles y la atendían tres humanas, una de las cuales se dedicaba a secarle el sudor de la frente y a intentar calmarla.
—¡Cerdos, esto duele! —Dhamon oyó que la semielfa lanzaba su conocido juramento—. ¿Dónde está Varek?
—Fuera —respondió una de las mujeres—; lo llamaremos pronto. Cuando haya salido el niño.
Riki echó la cabeza hacia atrás y gimió.
La imagen volvió a cambiar, y se alejó del pueblo. Más allá de la exigua línea de árboles había un burdo campamento militar que rodeaba una enorme hoguera. Docenas de hobgoblins se apiñaban alrededor del fuego, y uno, particularmente grande, estaba sentado en un cajón de madera, afilando su lanza.
El chillido de una criatura atravesó el campamento, y la imagen mágica osciló. La neblina de la entrada de la cueva se desvaneció.
—Los hobgoblins son mis peones —explicó el dragón con su voz retumbante—. Dejarán a la criatura recién nacida, a la semielfa y a su esposo, con vida, si haces lo que te ordeno.
—Ya he dicho que iría tras Sable —manifestó Dhamon, apretando los dientes mientras contemplaba con fijeza al leviatán—. Mantendré mi palabra.
—Sé que lo harás —replicó el dragón—. Nura, ¿podrías darles alguna arma especial con la que matar a la Negra?
La naga reptó al exterior, y reapareció al cabo de unos minutos, ya no como una serpiente sino bajo su aspecto de ergothiana. Llevaba la vieja túnica de Dhamon ceñida al cuerpo con un cinturón, y en una mano sostenía una elegante espada larga, una por cuya posesión Dhamon había entregado una fortuna en gemas. Había comprado el arma al caudillo ogro, el padre de Maldred, quien afirmaba que en el pasado había pertenecido a Tanis el Semielfo, y la naga se la había robado durante una de las pruebas a las que lo sometió. Se suponía que el arma poseía poderes mágicos ocultos. En lugar de entregar la espada a Dhamon, Nura se la dio a Fiona, que contempló con fijeza su reflejo sobre la brillante hoja.
En la otra mano, la criatura sujetaba una imponente alabarda con el filo en forma de hacha, que reflejaba la luz que emanaba de los ojos del dragón. Hacía unos cuantos años, un Dragón de Bronce había regalado aquella arma a Dhamon para ayudarlo en su lucha contra los señores supremos. El arma era un objeto mágico capaz de atravesar el metal de una armadura, y Dhamon había estado a punto de matar a Goldmoon con ella, en la época en que estaba bajo el influjo de Malys. Después de aquello, ya no quiso saber nada más de la alabarda, que arrojó lejos de sí, y Rig se apresuró a apropiarse de la mágica arma, ya que el marinero siempre había sentido un gran amor por las armas de exquisita manufactura. También la alabarda había desaparecido durante las pruebas a las que se había sometido a Dhamon.
Nura le tendió el arma, y asintió satisfecha cuando él aceptó de mala gana el mágico objeto. El dragón, entre tanto, se arrancó una pequeña escama del cuerpo y la entregó a Maldred.
—Cuando todo haya terminado —le indicó—, utiliza esto para regresar aquí.
—¿Y él? —preguntó Nura al dragón, señalando a Ragh.
—No necesito nada —se apresuró a resoplar el draconiano antes de que el otro pudiera decir nada—. Voy a donde Dhamon va, y poseo mis propios recursos… especiales.
Maldred guardó la escama bajo la túnica e hizo una seña a Dhamon y a sus compañeros para que siguieran a Nura Bint-Drax.
—¿Y si Sable nos mata? —se le ocurrió a Dhamon preguntar al Dragón de las Tinieblas antes de abandonar la cueva.
—Deberías asegurarte de que no lo haga —fue la retumbante respuesta que recibió—. Pero… por haberlo intentado le perdonaré la vida a tu hijo. Sólo a la criatura, no obstante.
—Será mejor que te asegures de tener éxito, Dhamon Fierolobo —siseó Nura.
Dhamon echó una última mirada al Dragón de las Tinieblas, en un intento de descifrar un oscuro significado en los ojos nebulosos del ser. Luego salió al exterior detrás de los otros.
—Espero que seréis conscientes de que sólo conseguiremos que nos maten al enfrentarnos a Sable —masculló Ragh, cuando abandonaron la cueva y salieron a la ciénaga sumergida en la oscuridad de la noche.
—Todo el mundo muere —respondió Fiona con indiferencia.
La mujer introdujo la espada en su cinto y alargó la mano hacia Dhamon. Luego, deslizó el brazo en el ángulo del codo de éste a la vez que alzaba la mirada con expresión admirativa hacia la hoja de la alabarda. El filo reflejaba la luz de la luna, que penetraba por una abertura entre las ramas.