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—Vas a regresar a Shrentak, ¿verdad, Dhamon? —le preguntó el draconiano tras un largo silencio, mientras sus ojos seguían fijos en el centelleo de los relámpagos—. ¿A buscar a ese grandullón amigo tuyo, a Maldred?

—Sí —respondió él, contemplando cómo Fiona se tumbaba bajo un saliente; un lugar donde el suelo parecía estar razonablemente seco—. En cuanto me sea posible, regresaré. Maldred esperará que vaya a buscarlo. —Hizo una pausa—. Si es que sigue vivo.

—Aún tienes que matar a Nura Bint-Drax —añadió Ragh—. Tal vez siga en la ciudad.

—Si se cruza en mi camino.

Nura Bint-Drax, una naga y agente de la hembra de Dragón Negro, había ocasionado toda clase de problemas a Dhamon en los últimos meses. Ragh había sido su esclavo, y la criatura le había extraído sangre innumerables veces para crear dracs y abominaciones. El sivak seguiría siendo su esclavo de no haberlo liberado Dhamon.

—Yo me aseguraré de que su camino se cruce con el nuestro, Dhamon Fierolobo. La mataremos entre los dos.

El draconiano lo estudió, a la espera de una respuesta, pero no recibió más que silencio.

La lluvia había pegado los largos cabellos negros de Dhamon a ambos lados del rostro y hacía relucir su piel tostada. El humano resultaba atractivo y formidable, con profundos ojos negros llenos de misterio, una mandíbula firme, y un cuerpo delgado pero musculoso envuelto en ropas destrozadas por el ácido. Una enorme escama negra, cruzada por una fina línea plateada, resultaba visible a través de un desgarrón de la pernera derecha del pantalón, y alrededor de aquella escama, la piel de Dhamon aparecía rosada y con aspecto frágil. Ragh había estado junto a Dhamon cuando la anciana hechicera había eliminado las escamas más pequeñas. El humano se hallaba inconsciente cuando la sanadora había anunciado con altivez al sivak que podía eliminar la escama más grande, también, y curar por completo a Dhamon… por un precio. El precio era Ragh, había declarado, y el draconiano había reaccionado con violencia, matándola y ocultando a continuación el cadáver. Cuando el humano despertó, su compañero le contó que la anciana se había dado por vencida y se había ido.

El draconiano resultó convincente, y Dhamon lo creyó.

Ragh se sentía sólo un poco arrepentido de aquella mentira. El draconiano había llegado a… rumió las palabras, y encontró gustar demasiado fuerte, aunque tolerar le pareció inadecuada… había llegado a aceptar la compañía del humano. Apreciaba la fuerza y la energía de Dhamon, y pensaba mantenerlo cerca de él para que lo ayudara con Nura Bint-Drax.

—Se cruzará en nuestro camino, Dhamon Fierolobo —el draconiano repitió su solemne promesa con firmeza—; te lo prometo. Y la mataremos.

A continuación, se tumbó en el suelo, y a pesar de la lluvia se quedó dormido enseguida.

Dhamon despertó al draconiano varias horas más tarde con un codazo no demasiado amable.

—Fui un estúpido al permitir que descansáramos al descubierto —dijo.

Seguía lloviendo, una llovizna fastidiosa, y el humano dio un nuevo codazo al sivak.

—Muévete, y deprisa.

Ragh se alzó pesadamente, y sus ojos se posaron un momento en la pierna de su compañero. Una docena de escamas de menor tamaño habían brotado ya alrededor de la más grande.

—Dhamon…

—Rápido.

El draconiano frunció el entrecejo al darse cuenta de que se había formado un profundo charco a su alrededor mientras dormía y que la mitad de su cuerpo estaba ahora cubierto de barro. Empezó a sacudirse el polvo y el barro, pero Dhamon repitió la orden y señaló con la mano en dirección al manticore, sobre cuyo lomo estaba encaramada ya una empapada Fiona de expresión ausente. Luego, el hombre indicó con un gesto de cabeza hacia el este, en dirección al Nuevo Mar. Sobre aquél, unos puntos negros flotaban como salpicaduras de tinta en el cielo de aspecto tenebroso.

El draconiano bizqueó mirando a lo alto, y meneó la cabeza.

—¿Crees que son más dracs? —Un gruñido surgió de las profundidades de su pecho—. Podrían ser aves. Una bandada de pájaros grandes —indicó, pero volvía a sentir aquel hormigueo de advertencia en el cogote.

—Sí, son dracs. —Dhamon se encaminó hacia el manticore—. Por la expresión de tu feo rostro, no creo que tenga que decírtelo.

—Preferiría enfrentarme a un adversario así en tierra firme.

También Dhamon habría preferido enfrentarse a los dracs en tierra; si Maldred estuviera a su lado, y si Fiona tuviera su espada y no hubiera perdido el juicio. En aquellas condiciones, aún podrían tener una posibilidad… una posibilidad remota. Al descubrir a sus alados enemigos minutos antes su primera idea había sido huir volando a lomos del manticore para refugiarse en la población más cercana; pero una población no haría desistir a los dracs, y su presencia no haría más que poner en peligro las vidas de los habitantes. No, lo mejor era perderlos en el aire, evitar una lucha, algo que Dhamon encontraba decididamente desagradable.

—No podemos combatir contra ellos en el aire, a lomos de esa bestia —prosiguió Ragh.

Dhamon lanzó un bufido y se apresuró a montar y a acomodarse frente a Fiona.

—Cuento casi tres docenas de ellos, mi plateado amigo, y no tenemos más que una espada. Estarán aquí dentro de poco, de modo que date prisa si quieres unirte a nosotros… o quédate aquí y enfréntate a ellos, solo, sobre esta tierra fangosa.

Por un breve instante, el sivak consideró la posibilidad de ocultarse en alguna hendidura, y dejar que los dracs siguieran a Dhamon, que era sin duda su objetivo debido a los estragos que había provocado en las mazmorras de Shrentak. Pero el draconiano no quería arriesgarse a que algunos de los dracs se rezagaran y lo encontraran solo; no le importaba morir, pero no quería hacerlo aún, sin haber satisfecho antes su venganza con Nura Bint-Drax. Además, Dhamon resultaría útil en la lucha contra aquella naga… si conseguían dejar atrás a aquellos diabólicos adversarios.

Ragh corrió a instalarse entre un par de púas del lomo y clavó las zarpas en la piel de la criatura, como ya había hecho antes.

—Espero que este animal conozca algunas tretas más que poner en práctica mientras vuela.

—Están a bastante distancia de nosotros —manifestó Dhamon, mientras el manticore contraía los músculos y se proyectaba hacia el cielo—. Mi esperanza es perderlos en las nubes. —Señaló en dirección a un espeso y oscuro grupo de ellas situado muy por encima de sus cabezas, en dirección oeste—. O poder alejarnos lo suficiente para que se den por vencidos y regresen a su hogar.

El viento era casi inexistente sobre las montañas de la Muralla del Este, y la fina lluvia caía con suavidad y de un modo sedante. Pero también hacía frío, y a medida que se elevaban y se dirigían al oeste, la temperatura siguió descendiendo. En la época en que Dhamon había pertenecido a los caballeros negros y montado a un Dragón Azul, el uniforme que llevaba era grueso y diseñado para protegerlo de las inclemencias del tiempo, mientras que las ropas que vestía en aquellos momentos eran finas y estaban empapadas. De todos modos, aunque notaba el frío, éste no le molestaba. Sin embargo, Fiona, que también iba cubierta de andrajos, temblaba de un modo irrefrenable pegada a él.

—¿Qué me está sucediendo? —musitó Dhamon.

Sabía que, en toda lógica, debería estar temblando, también él, y sentirse incómodamente helado… y agotado. Había montado guardia en tanto que los otros habían dormido varias horas, y, además, llevaba casi tres días sin dormir. No obstante, se sentía sólo ligeramente fatigado, y aquella sorprendente fortaleza, en lugar de satisfacerlo, le preocupaba y encolerizaba. Durante las últimas horas había observado que las escamas pequeñas volvían a materializarse alrededor de la escama grande de la pierna; al parecer todo el trabajo de la anciana hechicera había sido en balde. El muslo le escocía, y sospechó que se estaban formando más escamas.