—O ¿quieres salir al exterior, ogro?
Dhamon abrió la puerta y recibió inmediatamente una vaharada de los olores de la ciudad.
El mago ogro gruñó y lo dejó marchar; luego, regresó a la mesa, se acomodó junto a Fiona y a Ragh y golpeó la mesa con la jarra vacía para llamar a la moza. No obstante, tenía los ojos fijos en la puerta y resultaba evidente que ardía de ira.
—¿No vas a seguirlo? —preguntó Fiona.
El otro negó con la cabeza.
—Dhamon espera que lo haga, pero eso no sería algo seguro en estos momentos. De modo que lo esperaré. Vosotros estáis aquí, y eso significa que regresará.
—¿Lo hará? —inquirió Ragh.
Dhamon aguardó en el callejón, esperando que Maldred lo siguiera. Intentaba decidir si mataba al ogro allí o, más tarde, en las entrañas de la ciudad, donde su cuerpo no sería descubierto en días. Pero su antiguo compañero no abandonó la taberna, y por lo tanto, tras un corto espacio de tiempo, Dhamon atravesó la calle en dirección a la achaparrada torre de la anciana sabia. Maldred había sido más astuto que él al no seguirlo.
—Como mínimo —decidió—, averiguaré si la señora suprema está en casa.
Había dos centinelas dracs justo al otro lado de la entrada de la torre, y Dhamon acabó con ellos en un santiamén. Empezaba a convertirse en un experto en la eliminación de las repugnantes criaturas, y siempre recordaba dar un salto atrás después de asestar el golpe mortal, cosa que lo salvaba de recibir todo el impacto del chorro de ácido que proyectaban durante el estallido que seguía a su muerte. La alabarda estaba magníficamente equilibrada y era muy ligera, y además le proporcionaba un gran alcance; aunque con cada golpe que asestaba volvía a ver el rostro de Goldmoon en aquella ocasión en que intentó matarla. Una vez que hubiera acabado con aquella tarea, se desharía del arma para siempre, pues ésta poseía una magia que nadie podía controlar.
Sólo brillaba una tenue luz en el pasillo, procedente de un par de medio apagadas antorchas empapadas en grasa, que se habían consumido hasta convertirse en simples cabos. La última vez que estuvo allí, la luz era razonablemente intensa y el aire puro, ahora el olor a cerrado lo llenaba todo y anidaba de un modo desagradable en sus pulmones, y una gruesa capa de mugre cubría el suelo de piedra. De no haber tenido prisa y también tantas cosas en la cabeza, Dhamon habría permitido que los cambios lo preocupasen, e incluso podría haber investigado el asunto; sin embargo, en esos momentos, no deseaba otra cosa que encontrar un modo de ir hacia abajo, y al cabo de unos momentos localizó una escalera estrecha y sinuosa que lo condujo muy por debajo de las calles de la ciudad.
El aire viciado se tornó cada vez más irrespirable. Dhamon olió a aguas estancadas, a residuos humanos y a cosas en descomposición sobre las que prefería no pensar. Los pasillos se volvieron más oscuros a medida que descendía, con las antorchas más espaciadas y muchas de ellas extinguidas. Sabía que los dracs veían bien en la oscuridad y dudaba de que les preocupara demasiado facilitar luz a los prisioneros humanos que se pudrían en las celdas ante las que pasaba. De todos modos, Sable debía tener algunos sirvientes humanos, supuso, pues de lo contrario nadie se habría preocupado de que hubiera ninguna clase de luz.
Dhamon llegó a un pasillo lleno de agua hasta la altura de la cintura. El agua estaba fría, y la película que flotaba en la superficie se adhirió a sus ropas. Algunos de los pasadizos le resultaban vagamente familiares, debido a las esculturas de animales que servían como candelabros para las antorchas. Éstas habían ardido mágicamente cuando la anciana hechicera lo había conducido a su laboratorio; pero ahora las antorchas estaban todas apagadas, a excepción de una en cada pasillo, que despedía un repugnante olor aceitoso: ya no había nada mágico en ellas.
Dobló un recodo y el agua ascendió hasta el pecho. Un nuevo giro y se halló chapoteando en lo que era casi un río. Comprendió que se había perdido. Se había ensimismado con pensamientos sobre su hijo y Riki. Esperó que Maldred lo hubiera seguido, o que lo hubiera hecho Nura Bint-Drax. La naga tenía una gran habilidad para aparecer inesperadamente.
—Maldita sea.
El suelo desapareció bajo sus pies, y se encontró con que tenía que nadar; algo que no resultaba nada fácil con la alabarda en la mano. En esa zona no había luz de antorchas, sólo algún que otro pedazo de musgo luminoso pegado al techo y que servía para guiarlo. Pensó en dar la vuelta, pero se dijo que tal vez por eso estaba el agua allí, para disuadir a los visitantes.
—Soy como una rata calada hasta los huesos dentro de un laberinto —masculló—. Fui un estúpido al pensar que podría encontrar a la Negra yo solo.
¿Era todo realmente tan sencillo como Maldred había dicho? ¿El Dragón de las Tinieblas anhelaba el pantano y no quería luchar personalmente contra Sable?
—Resulta todo demasiado simple —decidió Dhamon mientras doblaba por otro pasillo lleno de agua.
No dudaba de que el Dragón de las Tinieblas quería ver a la Negra muerta, pero el motivo tenía que ser algo más retorcido que el simple deseo de poseer la ciénaga. Las cosas no eran nunca tan sencillas cuando se trataba de dragones. Tenía que haber otra explicación.
—Pero ¿cuál? —Pedaleó en el agua, y se encontró en una confluencia de dos corredores—. ¿Exactamente qué es lo que quiere ese maldito dragón? Y ¿por qué me necesita a mí?
Eligió el ramal que doblaba hacia la derecha y empezó a nadar algo más deprisa. Oyó voces sibilantes más adelante, pertenecientes a dos o tres dracs. No representaban ningún problema, podía ocuparse de ellos.
—¿Hasss oído algo?
—Oí hombre que hablaba.
—¿Dónde hombre?
Las voces de los dracs cuchichearon, a veces en Común, otras en su curiosa lengua a base de siseos.
—¿Dónde hombre?
—¿Debería essstar hombre aquí?
—¿Dónde?
—¡Aquí!
Dhamon gritó al mismo tiempo que surgía del agua como una exhalación. Había doblado un recodo, nadando en silencio, y penetrado en una cueva, donde había descubierto al escamoso trío sentado en una repisa, por encima del nivel del agua. Se izó de un salto sobre el saliente, agitó la alabarda y hundió la hoja profundamente en el pecho de la criatura situada más cerca.
El ser estalló en una explosión de ácido antes de que sus compañeros pudieran reaccionar, y roció a Dhamon con el cáustico líquido, ya que éste no pudo saltar a tiempo. Sin prestar atención al dolor, el hombre siguió atacando; hizo que la pica describiera un amplio arco y partió en dos al segundo drac. Desde luego el arma estaba hechizada, pero la enorme fuerza de Dhamon le confería un poder adicional.
«Tan fuerte como cuatro o cinco hombres», recordó que le había dicho Maldred.
Era al menos tan fuerte como todos aquellos hombres juntos, y todo ello se debía al Dragón de las Tinieblas.
Y si aquella criatura había implantado su magia dentro de Dhamon hacía unos años, tal como había afirmado, eso significaba que en realidad no había nada de simple en lo que el dragón deseaba. Sin duda tenía que existir una intención oculta en la orden de que matara a Sable. Pero ¿cuál por los innumerables niveles del Abismo era el auténtico designio?
—¿Qué quiere el condenado dragón? —gritó Dhamon contrariado.
Al oírlo, el último drac retrocedió temeroso. Inhaló con fuerza y soltó el aliento, pero Dhamon se agachó justo a tiempo y sólo le alcanzó un poco del nocivo hálito.
—No te mataré —prometió el hombre, mientras seguía amenazando a la aterrorizada criatura— sí me das cierta información.
«Soy realmente un mentiroso —pensó a continuación—; ya que pienso matarte una vez me hayas dicho lo que quiero saber».
—¿Hombre quiere qué? —preguntó el drac mientras se echaba a un lado para esquivar a Dhamon.
—Sólo quiero salir de aquí. Llévame arriba, a la calle.