El pasadizo era demasiado estrecho para que pasaran los tres a la vez, y al cabo de unos cuantos metros fue a dar a una escalera natural que ascendía hasta perderse en la oscuridad. Desde luego, el dragón no habría podido pasar por allí, decidió Dhamon, pero la naga podría haberlo hecho, y si ella había ido por allí, tal vez debería dejar que aquella criatura lo condujera hasta el dragón.
—Dhamon —advirtió Ragh.
—Lo sé, pero ¿se te ocurre una idea mejor en este momento?
Sin esperar una respuesta, Dhamon se introdujo en el pasadizo y empezó a ascender los peldaños. Los otros dos lo siguieron, en fila india, con el draconiano en la retaguardia para empujar a Maldred. A Dhamon le dolían las piernas con cada peldaño que subía y sentía una sensación abrasadora en la espalda, que sospechó la producía la aparición de más escamas.
—¡Malditos sean todos los dragones del mundo! —exclamó al sentir un martilleo en la cabeza.
Los escalones estaban desgastados en varios lugares, y un hilillo de agua discurría por ellos hasta desaparecer en el interior de una amplia grieta. Los globos de luz mostraban asideros aquí y allá, y también tallas y dibujos deteriorados. Dhamon recorrió el contorno de uno con el dedo. Parecía la imagen de una especie de draconiano o tal vez un bakali, y se veía a una criatura más pequeña de hocico bulboso que la sobrevolaba. Las otras criaturas resultaban demasiado borrosas para distinguirlas.
El tramo final resultó muy estrecho. Dhamon estaba a punto de salir a una estancia de roca tallada, cuando notó que el suelo cedía bajo sus pies, y con reflejos veloces como el rayo, dio un salto al frente, rodó y volvió a ponerse en pie justo en el mismo instante en que Maldred se abría paso a través del umbral y perdía el equilibrio, aunque extendió los brazos en el último minuto para sujetarse y no caer por una enorme abertura. El mago ogro miró al suelo y descubrió unas afiladas púas de hierro unos metros más abajo. Pasó deslizándose, mientras Ragh ponía los pies con cuidado en la estancia, sin despegar los hombros de la pared.
El suelo estaba cubierto de baldosas, alternativamente de pizarra y de mármol rosa con vetas negras, sobre las que se había depositado una gruesa capa de polvo que hacía que parecieran borrosas. Dhamon empujó a Maldred con el extremo del mango de la alabarda, y encontró otros dos puntos más que cedieron, y dejaron al descubierto púas al final de cada profunda sima.
—¿Por qué tendría que subir Nura aquí? —se preguntó Maldred en voz alta.
Con un veloz ademán y unas cuantas palabras alteró su esfera luminosa, que tornó mayor y más brillante. Detrás de él, Ragh hizo lo mismo, y la luz de ambos globos mostró una habitación hexagonal repleta de bancos y estanterías y con media docena de nichos en sombras.
Dhamon se acercó poco a poco, comprobando cada baldosa del suelo con la alabarda. Encontró otra que estaba suelta, pero ésta, en lugar de desplomarse al interior de un foso de estacas, dejó escapar una abrasadora llamarada azul en cuanto la tocó.
—La guarida de un hechicero —escupió Dhamon—. Un maldito hechicero diabólico si queréis mi opinión.
No obstante, siguió dando vueltas, sin dejar de estudiar el lugar.
Ragh se apartó de Maldred, sin perder de vista al mago ogro. Utilizaba la enorme espada para empujar las piedras, y empleaba los extraordinarios sentidos draconianos de que estaba dotado para detectar cualquier cosa extraña.
—Dhamon. Huelo a magia que sigue activa.
—¿Activa? —Maldred dedicó al sivak una mirada de incredulidad.
Ragh movió una zarpa en dirección a una mesa repleta de objetos.
—Es magia antigua pero todavía conserva algo de energía. Es una especie de protección, creo.
El mago ogro enarcó una ceja e hizo intención de decir algo, pero Dhamon lo interrumpió.
—Cállate. No confío en ti, ogro.
El aludido le dedicó una mirada furiosa.
—Deja que lance su hechizo —indicó Ragh—. No puede hacer daño, y a lo mejor servirá de ayuda.
Maldred reanudó su farfullado conjuro. Había cierta melodía en las palabras, aunque se trataba de una discordante, y cuando esas palabras adquirieron velocidad, aparecieron unos dibujos refulgentes sobre un banco de trabajo, en el aire, frente a una estantería elevada, en una docena de puntos del suelo y a varias alturas en el interior de los nichos.
—Muchas protecciones —comentó el draconiano.
—Y ¿qué? —quiso saber Dhamon.
—Trampas mágicas —explicó Maldred—. Hechizos para atrapar intrusos; para herirlos o matarlos. A lo mejor son demasiado viejos. No han hecho nada de momento, pero no sé lo que se supone que deben hacer.
—¿Puedes destruir su magia? —preguntó Ragh.
—¿Pensaba que tú poseías algo de magia? —se mofó el mago ogro—. ¿Por qué no lo haces tú?
—Esto no aparecía en ninguno de los libros de conjuros que estudié —replicó el otro, malhumorado.
—Apostaría a que jamás has visto un solo libro de conjuros.
Maldred empezó a canturrear, y Dhamon se le acercó, listo para usar la alabarda si el hombretón intentaba cualquier cosa sospechosa. Aquella cancioncilla mágica era más compleja y dilatada; pero tras unos cuantos minutos, los refulgentes símbolos empezaron a desaparecer, y cuando Maldred finalizó, todos excepto tres habían desaparecido, y aquellos tres se encontraban muy altos en los nichos.
—No puedo romper ésos por algún motivo —murmuró el ogro, que tenía la frente empapada de sudor, lo que indicaba que el hechizo le había supuesto un considerable esfuerzo—. Apartaos de esos huecos. Ya os he dicho que no sé lo que hacen esas protecciones. A lo mejor producen más de esas llamas azules, o puede que cosas peores. Probablemente peores. No consigo identificar la magia.
—Porque es antigua —dijo Ragh.
—Y por lo tanto peligrosa —añadió Dhamon, que había perdido a un amigo, un desastrado kobold llamado Trajín, por culpa de la magia arcana, por culpa de un estanque hechizado que había pertenecido a hechiceros Túnicas Negras algunas décadas o siglos atrás—. Hemos perdido el tiempo. Vayamos…
—A lo mejor no.
Ragh ya no se acordaba de Maldred. El draconiano se había acercado y estaba absorto en la contemplación de unos pequeños objetos depositados en una estantería. Los tomó en la mano libre y los colocó sobre una mesa; luego, se inclinó sobre el tablero y sopló, en un intento de eliminar una parte del polvo, tras lo cual, regresó al estante y recogió más objetos.
Dhamon empujó al mago ogro hacia allí, aunque el enorme ladrón se mostró reacio a acercarse a los curiosos objetos.
—¿Qué has encontrado, Ragh?
—Esto y aquello. No conozco los nombres. Sin embargo, estoy seguro de que un hechicero sabría qué nombres darles. Son cosas; he encontrado cosas mágicas.
Empezó a extenderlas por la superficie. Eran estatuillas talladas en madera del tamaño del pulgar de un niño, y todas representaban a una mujer con una amplia túnica.
—Hay una palabra tallada en la parte inferior de cada una. «Sabar». Podría ser el nombre de quien las talló, aunque también podría tratarse del nombre de la mujer. Siento un cosquilleo en los dedos, de modo que puedo asegurar que hacen… algo mágico.
—Bien, y ¿qué hacen? —Dhamon empezaba a perder la paciencia, pues se le agotaba el tiempo.
El draconiano se encogió de hombros, y miró a su alrededor hasta que encontró una bolsa de cuero. Introdujo las figuras en su interior.
—Tendré que averiguar que hacen más tarde.
Hurgó entre el resto de objetos, que incluían un adorno para el pelo de marfil, un grueso anillo de jade, que deslizó en el más pequeño de sus afilados dedos, y varias esferas redondas de cristal y cerámica.
—De acuerdo, coge todo eso —indicó Dhamon—. A lo mejor resultarán útiles. —Localizó otra bolsa de cuero y metió un puñado de polvo dentro como protección para los objetos, por si eran frágiles—. Ponlos aquí dentro, y ten cuidado. Vi a Palin con algo parecido a esas cuentas de cristal. Si son las mismas cosas que recuerdo, estallaban en llamas cuando golpeaban contra algo.