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—No existe ninguna cura. Jamás debería haber ido a Shrentak en busca de una.

Los dracs negros no los perseguirían ahora si hubiera permanecido apartado de la ciudad de Sable, y tampoco se encontraría sobre el lomo de esa bestia herida que se dirigía hacia el gélido territorio del Dragón Blanco, señor supremo. Maldred seguiría a su lado planeando algún proyecto de envergadura que les reportara riquezas a ambos. ¿Rig y Fiona? Bueno, si Dhamon no hubiera ido a Shrentak, probablemente estarían muertos los dos, víctimas de las palizas y de la inanición.

Sintió que Fiona volvía tiritar pegada a él. No obstante su demencia, el coraje de la mujer resultaba admirable; no se quejaba, no temía a los dracs, y desde luego tampoco al frío.

«Pero tendrás más frío aún antes de que acabe el día», pensó Dhamon. Aquello sólo sería así, siempre y cuando consiguieran escapar de los perseguidores y alcanzar por fin Ergoth del Sur. La isla continente —excepto un trecho de terreno en la costa occidental— estaba cubierta de hielo y nieve, por cortesía del Dragón Blanco señor supremo, y los vientos que azotaban el territorio eran glaciales. Pero tenían que sobrevolar la gélida isla, o como mínimo una de sus bahías cubiertas de glaciares de la zona sur, para alcanzar el puesto avanzado solámnico de la orilla occidental.

Si no conseguían perder a los dracs, ya no tendrían que preocuparse ni por el frío, ni por el hielo ni por nada.

El manticore rugió a la vez que ascendía más, y Dhamon consiguió comprender las palabras.

—Una posibilidad —dijo el animal.

Eran las primeras palabras que la criatura había pronunciado desde que Dhamon la había rescatado de la horrible ciudad de Shrentak, y como pago, el ser había aceptado transportarlos hasta Ergoth del Sur. El animal viró hacia el sudoeste, en dirección al lugar donde las lejanas nubes eran más oscuras. Aunque había salido bien parada del enfrentamiento con el trío de dracs de la noche anterior, la bestia sabía que los que se acercaban ahora eran demasiados para poder ocuparse de ellos, y volvió a rugir, con un sonido fuerte y prolongado y, también, inquietante.

—La tormenta —interpretó Dhamon que decía—… los perderemos en la tormenta. O acabaremos muertos.

Durante la mayor parte del día, el manticore se las apañó para mantener una buena ventaja sobre sus perseguidores, y durante un tiempo Dhamon creyó que podrían dejar atrás a las repugnantes criaturas. Pero con el ocaso, el animal empezó a cansarse, y a jadear por el esfuerzo. Habían sobrevolado la calzada que discurría entre Solace y Nuevo Puerto, por la que viajaban sólo unos pocos comerciantes en aquel día tan deprimente, y su ruta los llevó, también, sobre el Bosque Oscuro y más allá de Haven, luego por encima de Qualinesti, el antiguo territorio forestal de los elfos. El aroma del fértil mantillo era tan potente que ascendía lo suficiente como para que los agudos sentidos de Dhamon lo captasen. Casi habían dejado atrás el bosque cuando un grito procedente de Ragh les indicó que los dracs ganaban terreno.

—¡Son más de tres docenas! —aulló el draconiano con todo el volumen que su voz susurrante pudo reunir—. ¡La Negra tiene que odiarte con ferocidad, Dhamon Fierolobo, para enviar a un pequeño ejército en tu persecución!

La sensación de cosquilleo era más fuerte, y el draconiano estaba seguro ahora de que se trataba más de un vínculo que de una advertencia, una señal de que los dracs que había «engendrado» se hallaban cerca. Algunos miembros de la partida que se acercaba debían haber sido creados con su sangre y el infame conjuro de Nura Bint-Drax. El sivak alzó una zarpa para tocarse las gruesas cicatrices de su cuello y pecho, allí donde la naga le había extraído sangre para crear a las criaturas.

—¡Dhamon! ¡Pide a este animal que vaya más deprisa! —chilló enojado Ragh, a la vez que daba un puñetazo al manticore en el costado—. ¡No moriré a manos de dracs! ¡Debo vivir para ver a Nura Bint-Drax muerta!

El manticore hacía esfuerzos denodados por ir más deprisa, sus costados se alzaban y descendían veloces, y profería sonidos que parecían jadeos humanos. El animal avanzaba sin pausa en dirección a la zona más espesa de las nubes de tormenta. A juzgar por el fuerte olor a lluvia que flotaba en el aire, la mayor intensidad del viento y el frecuente retumbar del trueno, Dhamon comprendió que iban a enfrentarse a una tormenta formidable. En realidad no sentía ningún deseo de volar a su interior, pues, cuando era caballero negro había montado en un Dragón Azul, uno que podía invocar las tormentas, y sabía por experiencia que no era nada agradable atravesar una de ellas con los relámpagos danzando por todas partes.

Por un instante pensó en ordenar al fatigado manticore que aterrizara para que pudieran tentar a la suerte en tierra, como había sugerido el draconiano. Entonces, el manticore dejó atrás por fin el bosque y la costa, y voló a mar abierto. Al poco rato se encontraban bajo las nubes de tormenta, y la lluvia y el viento los abofetearon.

Las gotas de lluvia parecían dardos de hielo arrastrados por un viento más fuerte que el que habían encontrado el día anterior, y el manticore tenía dificultades para mantenerse en el aire. Dhamon gritó a Ragh, pero el draconiano no podía oírlo. Justo en el momento en que su montura viraba, Dhamon se esforzó por mirar a su espalda, pero se encontraban ya en el interior de las nubes, y todo lo que pudo ver fue una enfurecida masa de arremolinados tonos grises y algún que otro centelleo allí donde saltaban los relámpagos. Cuando retumbó el trueno, el estampido fue tan potente que los zarandeó, y el viento sopló con tal fuerza que los tres estuvieron a punto de verse arrancados del lomo de su montura. Dhamon se sujetó con desesperación a la melena del animal, y Fiona se agarró a él con más fuerza que nunca.

«Esto es una locura», pensó él, preguntándose de nuevo si debería haberse quedado en tierra, pues al menos los dracs eran un enemigo al que podía enfrentarse. Esta tormenta —un enemigo peor, en su opinión— los azotaba sin piedad y no podían hacer nada para defenderse.

Dhamon no estaba muy seguro de cuánto tiempo llevaban en medio de las nubes, minutos probablemente, aunque parecía mucho más tiempo. Los dedos le dolían de sujetarse con tanta fuerza a la melena de su montura, y cada vez que inhalaba aspiraba lluvia helada. Finalmente, el frío empezó a apoderarse de él, a filtrarse en sus huesos, y se preguntó cómo Fiona, incluso Ragh, podían soportar aquella tortura.

«¿Cuánto tiempo piensa el manticore permanecer en el interior de la tormenta?», se preguntó. El grupo de nubes había parecido inmenso, y daba la impresión de que la tormenta podía extenderse hasta Ergoth del Sur. ¿Cuánto tiempo podía seguir volando el manticore en medio de aquel espantoso tiempo?

Como en respuesta a la pregunta, la criatura lanzó un rugido y dio la vuelta, luego se dejó caer, con las alas plegadas con fuerza contra el cuerpo, y se escabulló bajo las nubes para mirar hacia el este. El animal quería ver si los dracs se habían dado por vencidos.

Dhamon intentó atisbar por entre la neblina, la lluvia y también la ondeante melena, inclinándose para mirar más allá de la cabeza del manticore.

—¡Por la memoria de la Reina de la Oscuridad! —maldijo.

Allí seguían aún, todavía iba tras ellos casi una docena de dracs que se esforzaban por abrirse paso por entre la abominable tempestad. Bueno, al menos habían perdido a algunos de sus perseguidores, se dijo, hasta que Ragh chilló una advertencia, y sintió una salpicadura de ácido sobre la espalda. Algunos de los malditos seres habían conseguido colocarse por encima de ellos y atacaban al manticore.

Contorsionándose, Dhamon desenvainó su espada justo en el momento en que su montura volvía a girar en redondo. La lluvia le cayó entonces lateralmente y lo cegó, de modo que todo lo que podía ver eran cambiantes masas grises, el centelleo de los relámpagos, y el destello de la negra zarpa de un drac. El grito sibilante del drac se fusionó con las ráfagas de viento al arañar el brazo derecho de Dhamon, y, al mismo tiempo, el ser soltó un chorro de ácido casi sobre el rostro del manticore. El animal dio una sacudida y se balanceó, pero consiguió mantener el equilibrio, a la vez que intentaba esquivar al atacante.