—¿Qué busco? —repitió con voz monótona.
«Belleza y verdad», respondió la hoja.
La espada la condujo al linde de un pequeño claro. Había un manto de helechos en el centro, y una niña de cabellos cobrizos estaba sentada entre ellos con las piernas cruzadas, acariciando las frondas con los dedos. La criatura resultaba familiar, y a Fiona le pareció que la había visto en dos o tres ocasiones con anterioridad, y que en cada una de ellas habían sucedido cosas desagradables; pero al fin y al cabo no era más que una niña, allí sola, probablemente asustada, y aquello despertó el instinto maternal de la solámnica. La pequeña le hizo una seña para que se acercara.
«Lo que buscas».
—¿Quién eres? —preguntó Fiona.
—Soy lo que buscas —respondió la niña.
La mujer se arrodilló junto a ella, y la pequeña le pasó las manos por el rostro. Los diminutos dedos estaban calientes, y producían un hormigueo agradable.
—¿Quién…?
—Magia, Fiona —musitó la niña—. Soy magia.
Revolotearon insectos alrededor de la pequeña y la dama solámnica pero no se posaron en ninguna de las dos. La niña empezó a canturrear una melodía rápida en la que intercaló gorjeos, y al poco sus dedos se pusieron a tirar y empujar de los rizos de la mujer, luego a hacerle cosquillas en los párpados, y también a alisarle la túnica. Cuando la canción finalizó, la niña se puso en pie e hizo una seña a la dama para que la siguiera.
Con la espada envainada, Fiona tomó la mano de su acompañante y se dejó conducir hasta un estanque de aguas cristalinas situado más allá de los helechos. La niña señaló con el dedo, y la solámnica inclinó el rostro para ver mejor.
—¡Oh, en el nombre de Vinas Solamnus!
Vio su rostro reflejado en las tranquilas aguas, pero aquella Fiona aparecía sin mácula, con los ojos límpidos y los cabellos como recién peinados. También parecía más joven. Perfecta.
—Soy hermosa.
—Claro que eres hermosa; yo he hecho que lo seas.
Resultaba curioso, pero la pequeña ya no tenía la voz de una niña.
—Rig se sentirá feliz cuando me vea tan hermosa —le dijo Fiona.
—Rig no puede sentirse feliz —respondió la otra, tajante—. Rig está muerto. Muy muerto.
Fiona empezó a tartamudear, a la vez que sacudía la cabeza y decía que aquello no era cierto, que Rig había estado con ella no hacía mucho tiempo.
—Muerto. Muerto. Muerto —arrulló la niña con una sensual voz seductora.
—¡No!
La mujer se apartó de ella, pero uno de sus talones tropezó en una raíz y cayó al suelo. La niña alargó las manos, la sujetó, y los dedos volvieron a revolotear sobre el rostro de la solámnica para que la magia penetrara en ella. En esta ocasión los dedos no apaciguaban; esta vez le proporcionaban una visión horrible, y mostraban una y otra vez los acontecimientos de aquella noche en Shrentak, cuando Dhamon los había rescatado de la mazmorra situada bajo las calles de la ciudad.
Una y otra vez, contempló cómo Rig la aupaba sobre el lomo del manticore, y luego, a menos de un metro de distancia de ella, caía derribado, salpicándola con su sangre.
—¡No! —Enterró el rostro entre las manos y sollozó—. ¡Oh, por favor, no!
—Muerto. Muerto. Muerto. —La niña sonrió perversa—. Y aquél que como si dijéramos lo mató, Dhamon Fierolobo, vendrá a por ti pronto. Huye, Fiona. Si te encuentra, te matará también a ti. Corre. Corre. Corre. No debes permitir que Dhamon te alcance. Tienes que asegurarte de que Dhamon, Maldred y ese Ragh sin alas no vuelven a verte jamás. ¡Corre!
Nura Bint-Drax se dio la vuelta y echó a correr alegremente entre los helechos, mientras dirigía una última mirada de reojo a la dama solámnica.
—¡Huye, hermosa Fiona! ¡Rig está muerto, y tus enemigos vienen a por ti!
Transcurrieron varios minutos antes de que la mujer recuperara algo parecido a la compostura. Temblando, intentó regresar a donde creía haber dejado a sus compañeros.
—Debo hablarles de la extraña criatura y…
—¡Fiona! —llamó Maldred.
El ogro mentiroso.
—¡Fiona!
Dhamon debía estar con él. Y entonces también Ragh empezó a llamarla.
—¡Fiona! ¿Dónde estás? —Volvía a ser la voz de Maldred.
—¡Fiona! —chilló Dhamon.
—¡Oh, Rig! —exclamó ella—. Rig, tú estás muerto, y tu asesino me llama.
Confiando en todas las habilidades aprendidas con los caballeros solámnicos, la mujer dio la vuelta y echó a correr, y consiguió despistar a sus perseguidores hasta que oscureció, momento en que ellos dejaron de buscarla. Cuando reanudaron la búsqueda de la solámnica al día siguiente, ella se encontraba ya mucho más lejos y había conseguido ocultar a la perfección sus huellas. De vez en cuando, se les acercaba furtivamente para vigilarlos, riéndose tontamente ante su necedad, aunque volvía a moverse de inmediato en cuanto volvían a acercarse a ella. Se esmeró en esconder sus huellas de modo que ni siquiera el experto rastreador que era Dhamon pudiera encontrar el más leve indicio de su paradero.
Finalmente, los tres enemigos se dieron por vencidos, y marcharon en dirección este.
—Estoy a salvo —musitó Fiona para sí.
Al igual que había estado la pequeña cuando Fiona la encontró en el claro, la dama solámnica se hallaba en esos momentos completamente sola.
La pequeña estaba sentada sobre una repisa rocosa, con los pies balanceándose por encima del borde mientras las piernas pateaban distraídamente el aire. Se encontraba a unos treinta metros por encima de un sendero sinuoso, contemplando una pequeña caravana de comerciantes mientras consideraba si debía hacerles una visita bajo su apariencia de ergothiana seductora. Podría haber algo dentro de uno de los carros que agradara a su amo, y tal vez algo que pudiera complacerla a ella.
El Dragón de las Tinieblas yacía en las profundidades de la montaña, dormido. Había estado durmiendo más de lo normal, y los intervalos en que permanecía despierto eran cada vez más cortos. Pasado el mediodía del día anterior, el dragón le había hablado apenas unos breves instantes antes de sumirse en uno de sus intermitentes sopores que hacían estremecer la cadena montañosa. Había llegado el crepúsculo ya, y el ser no había despertado todavía.
Vigiló los carros hasta que desaparecieron de la vista, sin dejar de preguntarse si no habría dejado escapar algún bocado exótico y sabroso o una chuchería especialmente atractiva, y siguió observando mientras el cielo se oscurecía y las estrellas aparecían poco a poco. Todo en Throt era seco y aburrido. Las escarpadas montañas pardas recordaban la columna vertebral de alguna enorme bestia muerta, y el aire olía a… a nada. No flotaba el menor indicio de lluvia en la atmósfera. Nura echaba de menos el calor húmedo y asfixiante del pantano con su fuerte olor a vegetación putrefacta y su diversidad de animales repugnantes y hermosos. Había aves en ese lugar, pero no había variedad, todas eran negras y pardas, todas con el mismo gorjeo fastidioso. Se veían lagartos, unos que eran pequeños y con colas rizadas, pero la mayoría lucían el mismo color pardo de las montañas. No resultaban nada apetitosos.
Si Dhamon no se hubiera mostrado tan rebelde, ella y el Dragón de las Tinieblas estarían aún disfrutando del glorioso clima de la ciénaga. Si Maldred hubiera sido más digno de confianza… si al menos ella hubiera previsto que tendrían un problema con aquel estúpido.
Caviló respecto al ogro hasta que el cielo se iluminó y las rocas se estremecieron bajo ella. Se levantó de un salto, y corrió hacia una amplia hendidura en la montaña. Se detuvo justo traspuesto el umbral, para despojarse de la imagen de niña, y se deslizó al interior de la polvorienta caverna como la serpiente Nura Bint-Drax.
Apenas quedaba lustre en las escamas del dragón, y éste aparecía más gris que negro.
—Amo —salmodió ella—, vivo para servirte.
La naga se enroscó, pegada casi al suelo, frente a la criatura, sin osar moverse otra vez hasta que notó que el suelo retumbaba en respuesta. Entonces se alzó muy erguida, para recostarse sobre la cola, con la caperuza bien desplegada alrededor de la cabeza y los ojos bien abiertos con expresión satisfecha.