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Dhamon no podía permitirse descansar. Tampoco sentía hambre, y su apresurado ritmo de marcha no había permitido que sus compañeros tuvieran tiempo de comer. Comerían más tarde; a lo mejor, también él querría comer algo entonces. Ya no necesitaba demasiado descanso, ni comida. Sus sentidos eran agudos, su energía notable; resultaba sorprendente lo poco que hacía falta para sustentarlo.

La mayor parte del tiempo se sentía más fuerte que nunca, rebosante de energía; pero por la misma razón, ¡en cada centímetro de su cuerpo sentía un dolor sordo! Los pies le dolían constantemente, ya que crecían y forzaban los límites de las botas. «¡Maldito sea el Dragón de las Tinieblas!», juraba para sí con cada aliento que tomaba. Por suerte las mangas de aquella vieja túnica de hechicero eran largas y ayudaban a ocultar su horrible figura. Cuando se encontrara con Riki y la criatura, no quería que vieran lo que le estaba sucediendo. «Si al menos consigo verlos mientras todavía hay algo de humano en mí», pensó.

Sabía que Ragh lo miraba a hurtadillas, mientras seguían el sinuoso curso del río bajo un sol menguante; pero estaba decidido a no permitir que el draconiano supiera que sufría debido a la magia del dragón, de modo que se pasó el tiempo mirando a todas partes excepto a los dos pasajeros. La vista del territorio de la Negra resultaba mejor desde el río, e imaginó que podría haber disfrutado del viaje si las circunstancias fueran distintas. Las hojas de los cipreses eran de un brillante color esmeralda y estaban decoradas con cotorras de vivos colores, cuyas largas colas parecían cintas atadas a las ramas. A pesar de que se hallaban a cierta distancia, Dhamon distinguía el delicado detalle de los pájaros, y oía sus suaves silbidos. El sonido que producían tenía altibajos y en ocasiones aumentaba el martilleo de su cabeza. Distinguía los bordes y venas de las hojas, y oía cómo susurraban, oía cómo las diminutas olas chapoteaban contra la balsa, contra la orilla, oía a animales invisibles que correteaban por entre los matorrales, y por los sonidos que emitían adivinaba de qué clase de bestias se trataba. Oyó el rugido de una pantera, la suave pisada de un ciervo, el rugido de… algo que no era una criatura normal.

Extrajo el mango de la alabarda del agua y escudriñó a la derecha. No era barullo suficiente para tratarse de un dragón, pero sí excesivo para un drac o un draconiano. La criatura volvió a rugir.

—¿Qué es, Dhamon?

Ragh también miraba fijamente a la derecha, teniendo buen cuidado de no balancear la embarcación, y su expresión se enfureció cuando Maldred despertó, se inclinó a un lado, y estuvo a punto de hacerlos volcar.

Dhamon vio moverse una rama, situada al menos a más de ciento cincuenta metros del río. Probablemente no era nada de lo que preocuparse, pero por alguna razón era capaz de ver muy bien a aquella distancia, incluso entre las diminutas aberturas del espeso follaje, y por lo tanto continuó con la mirada fija en aquel punto. Una enorme mano cubierta de escamas verdes movió una rama, y distinguió el torso color oliváceo de una criatura lagarto, con una lanza sujeta en una de las zarpas. ¿Un hombre lagarto? No, se dijo tras un examen más prolongado. Era demasiado grande, las escamas estaban más marcadas. No veía a toda la bestia, tan sólo algunas partes que lo intrigaban, pero al cabo de un instante consiguió descifrar de qué se trataba.

—Un bakali —refunfuñó en voz baja—. Un apestoso bakali.

Los bakalis eran una raza antigua y hubo una época en que se la consideró extinguida. Habría sido mejor para todos si la totalidad de los bakalis hubiera muerto, se dijo Dhamon. A pesar de ser astutos, aquellos seres no eran demasiado inteligentes, si bien eran fuertes y brutales, y solían servir al amo que mejor pagaba. Existían pequeñas tribus desperdigadas de aquellas criaturas en las tierras de la hembra de Dragón Negro, y Dhamon sabía, debido a un encuentro con una partida de caza unos cuantos años atrás, que al menos algunos trabajaban para Sable. Ese bakali estaba solo, y probablemente buscaba algo que comer. Por el modo en que avanzaba sigiloso, iba tras alguna presa.

—No es asunto mío.

Empezó a impulsar la balsa con la pértiga otra vez, un poco más despacio, mientras observaba a la criatura con curiosidad. Fue entonces cuando descubrió que el ser no se hallaba solo; había al menos otros tres bakalis, un grupo pequeño, nada que pudiera detenerlo. Sin embargo, el corazón le dio un vuelco a los pocos instantes, cuando la extraordinaria visión que poseía le mostró qué era lo que perseguían aquellos seres.

—Ragh —llamó Dhamon en voz baja, si bien sabía que los bakalis no habían advertido la presencia de los tres ocupantes de la balsa, y desde luego no podían oírlos a tanta distancia—. Ahí está Fiona.

Esta vez, la reacción de sorpresa del draconiano casi volcó la embarcación.

—¿La solámnica? ¿No está muerta?

—Aún no —comentó Dhamon con frialdad—, pero parece que unos enormes y feos bakalis intentan cambiar la situación.

Aunque Dhamon, igualmente sorprendido de ver a la dama, se alegraba de que Fiona estuviera viva, también se sentía resentido contra ella porque su reaparición en esos momentos retrasaba el viaje.

—Maldita sea.

De todos modos, estaba decidido a impedir que acabara en los estómagos de los bakalis.

¿Había conseguido encontrar ella las huellas de sus compañeros y los seguía por alguna razón? Se apresuró a impeler la balsa hacia la orilla, al mismo tiempo que indicaba con un dedo colocado sobre los labios que el draconiano y Maldred debían mantenerse en silencio. Señaló con la mano en dirección a los bakalis, aunque había perdido de vista a Fiona, y se concentró, para intentar diferenciar los sonidos del pantano.

Los ruidos se intensificaron. El alboroto de los pájaros y de otras criaturas invisibles creció de un modo pavoroso, a pesar de que los animales no parecía que se aproximaran. Todos los sonidos empezaban a tornarse fastidiosamente indistinguibles para los oídos extra sensibles de Dhamon.

—Ragh, quédate aquí y vigila al ogro. Mantente ojo avizor por si hay problemas.

Era evidente que ni Ragh ni Maldred habían detectado un cambio en los sonidos del pantano… Dhamon oía la respiración chirriante del draconiano con una cierta excesiva claridad, también oía el palpitar del corazón del sivak, y el de Maldred, que latía más despacio y con más fuerza que el suyo o el de Ragh.

—Necesitarás ayuda.

El draconiano hablaba en voz baja, Dhamon lo sabía, pero las palabras sonaron como un grito en sus oídos.

—Son poca cosa —respondió él, negando con la cabeza—. Puedo ocuparme de cuatro bakalis yo solo. —Incluso sus propias palabras le parecieron atronadoras—. Vigila al ogro. No podemos permitirnos que escape y advierta al Dragón de las Tinieblas.

Tras esto arrastró una esquina de la balsa sobre la orilla para vararla, luego se echó la alabarda al hombro y marchó hacia el interior.

Todo empeoró rápidamente en cuanto desapareció entre los árboles y dejó de ver la embarcación. Los sonidos del pantano no tardaron en resultar abrumadores, casi ensordecedores. El zumbido de los insectos y el parloteo de los pájaros resultaba casi violento, el susurrar de las hojas atronador. Dhamon se tambaleó y soltó el arma para llevarse las manos a los oídos; pero no sirvió de nada. Un felino de gran tamaño gruñó, y fue como si profiriera un potente rugido; el discurrir del río era como un chapoteo atronador contra la orilla. Apretó los dientes y echó la cabeza atrás. «¿Cómo podía ayudar a Fiona si no era capaz de hacer nada por sí mismo? En el nombre de todos los dioses desaparecidos ¿qué le estaba sucediendo?».

—Ragh —jadeó, con la intención de decir al draconiano que fuera en busca de Fiona en su lugar.

¿Hablaba lo bastante alto? ¿Lo oía el sivak? Gritó el nombre del draconiano, y aquella solitaria palabra fue como una daga clavada en sus oídos; además las cotorras chillaron en las alturas, lo que acrecentó la agonía que sentía. El chirriar de los insectos se acrecentó hasta extremos imposibles, mientras las finas ramas se rozaban entre sí y resonaban con brutalidad en su cabeza.