—Intenté detener a Maldred —era la áspera voz susurrante del draconiano—. Intenté… ¡Dhamon!
El arma de Fiona descendía. Todo era tiza que la lluvia emborronaba. Dhamon se desplomó de espalda y contempló cómo un trazo de intenso color azul hacía desaparecer toda la tiza.
El trazo era Maldred, si bien Dhamon era ya incapaz de reconocer la realidad. El mago ogro se precipitó sobre Dhamon y chocó contra Fiona, que, cogida por sorpresa, perdió el equilibrio. El codo del ogro se aplastó contra la mandíbula de la mujer, a la vez que los dedos se cerraban sobre el travesaño de la espada y le arrancaba el arma de las manos, luego arrojó la espada fuera del alcance de la solámnica.
Maldred miró a Ragh.
—Le ha producido unas buenas heridas —respondió el draconiano, y se inclinó sobre Dhamon, con la palma de la mano apretada contra una herida del costado para intentar detener la sangre—. Creía que intentabas engañarme, ogro, cuando dijiste que oías que Dhamon me llamaba. Pensé que sólo querías huir.
Maldred no respondió, pero echó una ojeada a Fiona para asegurarse de que la solámnica no se movía; le había asestado un buen golpe.
—Por mi padre, casi lo ha matado.
—¿Casi? —Ragh meneó la cabeza—. Mira toda esta sangre; yo diría que ha terminado la tarea. Está muerto, ogro; lo que sucede es que su cuerpo aún no lo sabe. Fíjate en toda esa sangre.
Las manos del draconiano estaban cubiertas de sangre, el suelo empapado y la túnica de Dhamon ennegrecida por ella. Maldred dio la vuelta con sumo cuidado a su viejo amigo y descubrió la herida de la espalda.
—Hay más sangre en el suelo de la que queda dentro de él —indicó Ragh, mientras intentaba detener la hemorragia.
—Lo que haces no es suficiente —dijo Maldred al sivak—. Dhamon es una especie de sanador. Me contó que en una ocasión fue médico de campaña con los Caballeros Negros. Aprendí unas cuantas cosas de él, y de un sanador ogro, Sombrío Kedar.
»Consígueme algo de musgo, y deprisa —siguió diciendo—. Cualquier cosa que encuentres. Algunas raíces, de matas de flores de tres hojas, las de color morado y color blanco que crecen pegadas al suelo. Asegúrate de no romper las raíces, porque necesito la savia que contienen.
Maldred desgarró parte de la túnica de Dhamon para conseguir tiras de tela con las que restañar un poco la sangre. Con los ojos siguió al draconiano, que había recogido la espada de doble mano y la alabarda, y transportaba ambas armas torpemente mientras buscaba alrededor de las bases de unos pequeños árboles cortezas peludas.
—Irás más deprisa sin esas cosas —le gritó Maldred—. No intentaré cogerlas. No me harían falta armas para matarte. —Luego, se volvió hacia Dhamon.
»No soy un sanador, querido amigo —dijo, aunque sabía perfectamente que el otro no podía oírlo—, pero observé muy a menudo a Sombrío Kedar, y el viejo me enseñó unas cuantas cosas. Intentaré salvarte…
El mago ogro empezó a tararear desde las profundidades de la garganta. No existía una pauta distinguible en la melodía, ni tampoco resultaba agradable o musical siquiera, pero Maldred perseveró, sin dejar de concentrarse en el tarareo, y mientras lo hacía siguió presionando las heridas.
—Vigila a Fiona —dijo el ogro, que interrumpió por un instante su magia cuando Ragh regresó con el musgo y un par de raíces—. Empieza a recuperar el conocimiento. Siéntate sobre ella si es necesario. No puedo ocuparme de la dama guerrera y de Dhamon a la vez, y él es lo prioritario.
El draconiano frunció el entrecejo, claramente molesto por que le dieran órdenes, pero apartó a un lado la irritación y obedeció. No tuvo que sentarse sobre la solámnica, que estaba aturdida aún por el choque con Maldred, e intentaba incorporarse sin conseguirlo. La mujer pestañeó y volvió la cabeza de un lado a otro, alzando los ojos hacia Ragh al tiempo que gimoteaba lastimera.
—¿He matado a Dhamon? —preguntó.
Ragh miró de reojo a Maldred.
—Tal vez —respondió, y se estremeció cuando los ojos de la dama se iluminaron, acompañados por una sonrisa.
—Es una canción horrenda —comentó ella.
La cancioncilla del ogro continuó durante un buen rato: hasta el anochecer, hasta que casi se quedó sin voz.
—Dhamon debería estar muerto, pero… —murmuró en un cierto momento, con voz tan ronca como la del draconiano.
—Pero…
El sivak aguardó, mientras paseaba la mirada entre Fiona, a la que se había permitido sentarse, y Dhamon, que seguía inconsciente y pálido. Ragh sostenía entre los brazos la alabarda, el espadón, y la ensangrentada espada larga de Fiona, que había recogido.
—Pero está vivo —respondió Maldred—. Desde luego está muy mal, aunque creo que saldrá de ésta. Ha perdido demasiada sangre, y tiene un par de costillas rotas. Me gustaría llevarlo a un auténtico sanador.
—De momento tendremos que contentarnos con conseguir llevarlo de vuelta a la balsa —indicó Ragh—. Preferiría estar en el río durante la noche. —Dio un golpecito a Fiona para que se pusiera en pie e indicó con la cabeza en dirección al agua—. Ojalá supiera qué hacer con ella.
—La llevaremos con nosotros hasta que Dhamon despierte y decida —bufó el mago ogro.
—Dhamon Fierolobo me matará —escupió ella—, igual que mata a todos los que se le acercan. Igual que os matará a vosotros dos algún día. —Luego se puso en marcha, de mala gana, en dirección a la corriente de agua, y sus ojos se encontraron con la fría mirada de Ragh—. Acabarás estando de acuerdo en que ha sido una mala cosa que no lo haya matado.
—Sí, una mala cosa —repuso él en voz baja—. Sería mejor que Dhamon muriera, en lugar de convertirse en un monstruo deforme como yo.
Fiona sonrió.
—¡Muévete, dama solámnica! —le espetó Ragh—, y será mejor que tu peso no hunda la embarcación. Me niego a cruzar el Nuevo Mar a nado.
La balsa se inclinó peligrosamente con el peso añadido de Fiona. Ragh desgarró tiras de tela de la túnica de la mujer para atarle las manos a la espalda, y ordenó a Maldred que la vigilara. No obstante, el ogro tenía que prestar más atención a Dhamon, que se hallaba febril y deliraba.
Tal y como Dhamon había hecho, el draconiano usó el mango de la alabarda para impulsar la embarcación a lo largo de la orilla poco profunda del río. La luna mostraba el camino y facilitaba luz suficiente para que pudiera vigilar nerviosamente a sus pasajeros.
—¿Por qué en honor a la progenie de la Reina de la Oscuridad estoy haciendo esto? —masculló—. Podría estar lejos, a salvo en alguna parte, lejos de esta dama enloquecida y ese ogro traicionero. Lejos de Dhamon, que tal vez estaría mejor muerto.
El herido se revolvía, y gotas de sudor brillaban sobre su frente, que todavía mostraba en gran parte piel humana. Bajo los vendajes oscurecidos por la sangre relucían las escamas. Mientras lo contemplaba, Ragh observó cómo una pequeña zona de piel en la mandíbula de Dhamon se oscurecía y borboteaba. El trozo, más o menos del tamaño de una moneda pequeña, se hinchó, adoptó un brillo oscuro, y se convirtió en una escama.
—Es culpa mía —murmuró el draconiano.
En la primera expedición que realizaron a Shrentak, había entrado en la ciudad con Dhamon, y había ido con él al laboratorio de la anciana sabia. Dhamon había intentado conseguir de la anciana una cura a su dolencia y se había desvanecido durante el proceso a causa de un ataque de dolor provocado por la escama. El hombre nunca supo que el remedio de la mujer sabia funcionaba. Mientras él estaba sin sentido, la mujer había exigido como precio por la curación que Ragh se quedara con ella como su mascota sumisa. El draconiano, ofendido ante la propuesta, había matado a la sanadora y luego había ocultado el cadáver, de modo que cuando Dhamon despertó, le dijo que la mujer se había dado por vencida y marchado, y él lo creyó.