—Supongo —se encogió de hombros—; los pocos miembros de mi raza que son hechiceros se parecen algo a mí. Piel azul, cabellos blancos. Sobresalimos, incluso entre los ogros. —Lanzó una risita—. Aunque mi viejo amigo Sombrío Kedar es tan blanquecino como el marfil, y hay magia en él, también, de modo que no es siempre cierto que los magos ogros sean azules.
—No te gusta demasiado tu gente, ¿verdad? ¿Ni tu país?
Las preguntas lo cogieron desprevenido.
—Por aquí —indicó, señalando el camino, y sin hacer caso del interrogatorio—, y luego al oeste un corto trecho. El palacio de mi padre está allí.
Sólo se encontraron con otro ogro que deambulaba por las desgastadas aceras de madera, un joven jorobado con un andar lento. Se hallaba en la acera opuesta a la de ellos, y echó una ojeada en su dirección, vacilando un instante, antes de proseguir su camino.
—Ese parece triste —comentó Sabar.
—La mayoría de mi gente se siente desdichada —respondió Maldred, y apresuró el paso.
«Pero no siempre ha sido así —se dijo—. No había sido así hasta que los grandes dragones se instalaron en la zona, y empeoró cuando el pantano de la Negra empezó a engullir su país». Los ogros, que eran una raza de guerreros orgullosos y temibles matones, habían sido vencidos por fuerzas que no podían comprender ni derrotar.
Giraron al oeste. Los edificios de esa zona se hallaban en mejor estado, y la mayoría parecían ocupados. Un velón ardía en una ventana, y surgían voces de otra; los edificios estaban recién pintados en la calle y se veían menos escombros.
—Casi toda la gente rica vive aquí —indicó Maldred a modo de explicación—, si es que se les puede llamar así; porque en realidad no poseen gran cosa. —Señaló con la cabeza el final de la calle—. Pero a mi padre sí se le puede considerar rico.
El «palacio» ocupaba toda una manzana y estaba bien conservado comparado con todo lo demás que habían visto. Sin embargo, la hierba seca ocupaba las rendijas de un camino de piedra y cubría lo que en el pasado habían sido amplios arriates de flores. Dos ogros fornidos montaban guardia a ambos lados de una verja de hierro forjado, y se cuadraron en cuanto divisaron a Maldred. El mago ogro distinguió a otros centinelas al otro lado de la verja, pegados a las sombras. Su padre había aumentado la seguridad desde su última visita.
—El jorobado junto al que pasamos en la calle y ahora esos guardias —dijo Maldred a Sabar—. Si es sólo mi mente la que está aquí y no mi cuerpo, ¿cómo pueden verme?
En esta ocasión, la criatura no respondió enseguida, pues se había quedado rezagada unos pasos mientras los centinelas, al reconocer a Maldred, abrían la verja y le indicaban que pasara.
—¿La mujer…? —inquirió uno de los ogros.
—Viene conmigo —le tranquilizó Maldred.
Se encontraba casi ante la puerta del palacio cuando oyó cómo un guardia comentaba en voz baja:
—Ya te dije que el hijo del caudillo prefiere la compañía de los humanos.
Maldred golpeó fuertemente con el puño sobre la madera y permaneció allí, aguardando. Se oyeron sonoras pisadas en el interior, luego el sonido de un cerrojo al descorrerse, y al cabo de un instante, el mago ogro y Sabar se encontraron en un enorme comedor, sentados en sillas desparejadas ante una inmensa mesa de madera de roble.
—No se espera que vuestro padre se levante hasta dentro de unas horas —explicó una criada, mientras depositaba pan y sidra con especias frente a ellos.
Maldred tomó un buen trago de sidra, y mientras lo hacía, observó que Sabar no tocaba la comida colocada ante ella.
—Despiértalo —ordenó a la joven, tras secarse la boca—. Ya me ocuparé yo de las consecuencias.
No hubo consecuencias, y aquello sorprendió al mago ogro. Su padre pareció contento de verlo, y también parecía sorprendentemente anciano. El gran Donnag, gobernante de todo Blode, siempre lucía una multitud de verrugas, manchas y arrugas, pero las líneas que rodeaban los ojos eran más profundas, la piel bajo los ojos colgaba más y se detectaba una lasitud en el caudillo ogro que no resultaba propia de él. Maldred reprimió un escalofrío; necesitaba que su padre estuviera sano y fuerte, ya que tendría que gobernar Blode si su progenitor se tornaba demasiado endeble o moría.
Sabar tenía razón, y Maldred lo sabía en lo más profundo de su ser: a él no le importaba demasiado su gente. Encajaba mejor con los humanos que con los de su raza; le gustaba la compañía de los humanos, y no sentía el menor deseo en ese momento de su vida de convertirse en el gobernante de Blode.
—Ese será un día triste para mí —reflexionó en voz baja.
—¿Qué has dicho, hijo mío?
Maldred sacudió la cabeza.
—He venido a ver cómo os iba a ti y a Blode, padre. Para comprobar si la ciénaga había…
Maldred calló mientras el caudillo ogro se acercaba, y posaba una mano sobre su hombro. La mano atravesó su cuerpo.
—¡Fraude! —exclamó Donnag; dio una palmada, y antes de que su hijo pudiera decir nada cuatro ogros bien armados y con armadura irrumpieron en la habitación—. ¡Engaño! Hemos sido…
—¡No, padre! Soy yo realmente.
Maldred se sentía tan atónito como Donnag de que su figura careciera de sustancia. Desde luego, él podía tocar cosas. ¿Por qué no podían tocarlo a él?
—Bueno, no estoy realmente aquí, de un modo físico. Estoy en el pantano de la Negra y…
Otros cuatro guardianes se unieron al primer cuarteto, y el de mayor tamaño empezó a proferir órdenes e hizo intención de detener al mago ogro.
Justo entonces, Donnag detuvo a sus hombres con un ademán.
Había algo en el tono de súplica de Maldred que hizo vacilar al caudillo.
—Encontré un cristal mágico, padre, y a través de él mi mente… —Maldred miró a Sabar, pero ésta había desaparecido—. Mira, es magia lo que me ha traído aquí.
Donnag pareció aceptar la explicación e hizo una seña para que la mitad de los armados marchara. Tras un prolongado silencio, el gobernante acomodó toda su corpulencia en un sillón situado en la cabecera de la mesa, uno tan opulento, aunque viejo y estropeado, que podría haber pasado por un trono.
—Incluso en las raras ocasiones, Maldred, en que visitas… físicamente nuestra ciudad, nunca te hallas aquí en realidad. Tu mente y tus sueños se encuentran siempre en otra parte. Siempre en otro lugar.
—No me digas eso ahora, padre. Justo en estos momentos… intento ayudarte a ti y a esta miserable ciudad. Intento detener el pantano y a la Negra. Hago exactamente lo que me pediste que hiciera… sin importar el alto precio que tengo que pagar por ello.
Donnag hizo una seña con la cabeza a la sirvienta para que se acercara.
—Algo caliente —indicó—, y sabroso. —A continuación, dijo a su hijo—: Nos lo sabemos. Sabemos que has actuado para entregar a tu buen amigo Dhamon Fierolobo a la naga de modo que éste se enfrente a la hembra de Dragón Negro y salve nuestro país. Pero cambiaste de idea, ¿no es cierto? Tenemos entendido que has antepuesto a tu amigo humano a parientes y amigos…
Maldred se levantó de un salto, lanzando la silla hacia atrás, al tiempo que cerraba la mano alrededor de la vacía copa.
—No he antepuesto a Dhamon a ti o a tu gente, padre. Lo entregué a la naga y a su señor dragón. Hice todo lo que se supone que debe hacer un pelele. —Sus hombros se hundieron mientras posaba los ojos en la mirada legañosa de su progenitor—. Las cosas no salieron como estaban planeadas.
Donnag asintió con expresión apreciativa.
—Algunas criaturas de Sable ya han aparecido por aquí. Nos observan. —Jugueteó nervioso con los aros de oro ensartados en el labio inferior—. No muchos, ni tampoco muy a menudo; simplemente dan a conocer su presencia.
—Esa presencia… —empezó Maldred, entrecerrando los ojos.
—Son dracs. Dracs negros. Ya sabes qué clase de criaturas son. Nuestros hombres han descubierto a unos cuantos en los tejados, vigilándonos.
—¿Dónde?