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Volando junto a ellos, el drac retaba a Dhamon. Algunos fragmentos de palabras resultaban audibles por encima del lamento de la tormenta.

—Te agarraré —dijo la criatura—. Te cogeré.

El humano se estremeció al mismo tiempo que blandía la espada temerariamente ante su adversario. Puso toda su energía en los mandobles, sin dejar de luchar también contra el viento, y consiguió, por fin, alcanzarlo, aunque fue sólo un golpe indirecto. El drac se lanzó al frente y volvió a descender, lanzando un zarpazo a la vez que reía con voz aguda.

—Te capturaré.

—¡No! —gritó Dhamon—. ¡No cogerás a ninguno de nosotros!

Si su adversario no tenía intención de matarlo, entonces planeaba sin duda llevarlo de vuelta a Shrentak para enfrentarse a algún sórdido castigo o para transformarlo en un drac; Nura Bint-Drax ya había intentado hacerle eso en una ocasión.

—¡Antes moriremos!

Y Dhamon lo decía en serio, pues, de todos modos, estaba seguro de que las escamas de la pierna lo estaban matando poco a poco.

—¡Te cogeremos! —repitió otro, en tanto que el grupo de dracs los rodeaba.

Un remolino negro se movió frente a Dhamon, a la vez que aullaba con el viento. Otro remolino. Dhamon lanzó una estocada a uno, mientras notaba que el manticore daba un tirón y se revolvía. Sintió otra salpicadura de ácido mezclada con la fuerte lluvia, notó cómo la harapienta túnica se disolvía y hacía pedazos y también cómo le ardía la carne. Su montura lanzó un alarido de dolor y forcejeó para mantener el equilibrio, para seguir volando. Entonces, oyó chillar a Ragh. Recibió más salpicaduras de ácido.

El manticore rugió, y Dhamon apenas pudo entender las palabras.

—Ciego, estoy ciego.

«¡Por todos los dioses de Krynn!», pensó Dhamon mientras un nuevo chorro de ácido lo alcanzaba y los rociaba a todos, incluida la montura. Siguió lanzando mandobles a diestro y siniestro, de un modo tan salvaje que Fiona, agarrada a su cinto, estuvo a punto de soltarse.

Detrás de la mujer, Ragh agitaba desesperadamente una zarpa, con la que intentaba golpear sin éxito a un adversario de gran tamaño que lo acosaba. A pesar del temporal, el drac era capaz de maniobrar —aunque con torpeza— pero su punzante ácido fue desviado por el ángulo de la persecución y por el diluvio que caía.

—¡Tierra firme! —masculló el sivak—. ¡Deberíamos haber permanecido en el suelo!

En ese momento sintió cómo le caía un buen chorro de ácido en la espalda. El manticore también lo sintió, y la piel de la criatura se estremeció y crispó, y la cola salió despedida atrás para azotar con las púas a un enemigo que no podía ver.

—¡Te cogeré! —gritó el drac que volaba por encima de Dhamon, y las palabras eran simples susurros en medio de la horrenda tempestad—. ¡Te llevaré ante mi ssseñor!

«Que sin duda es Sable —se dijo Dhamon—. Nosotros no somos nada, algo insignificante —volvió a decirse—; nada comparados con un señor supremo o una señora suprema. La destrucción que provoqué en la zona de Shrentak no significaba nada para los planes del dragón. ¿Cómo es posible que un ser tan enorme sea tan vengativo como para ordenar a sus ejércitos que nos persigan?».

—¡No soy nadie! —aulló a la vez que lanzaba la espada hacia arriba en vertical, con tal energía que estuvo a punto de hacerlos caer a él y a Fiona.

La hoja habría dado en el blanco, pues iba dirigida al lugar donde se encontraba el repugnante corazón del drac. Pero en aquel mismo instante, otra de aquellas criaturas había conseguido desgarrar una de las alas del manticore, que profirió un grito de muerte y se precipitó al vacío, mientras sus pasajeros intentaban desesperadamente mantenerse sujetos.

—¡Coged al hombre! —gritó uno de los dracs.

La orden se repitió, y otras palabras se mezclaron con las primeras.

—¡Órdenesss!

—¡Coged al hombre!

Los gritos eran todos susurros para Dhamon. El mundo a su alrededor se convirtió en una arremolinada masa gris, la cortina de torturante lluvia, el viento que lo azotaba. Debajo de él, el manticore realizó un heroico intento de detener su caída, pero los músculos se esforzaron inútilmente en su lucha por batir las inservibles alas. La criatura agitó la cabeza, frenética, mientras descendía, y la melena empapada de lluvia resbaló de los dedos de Dhamon.

Al cabo de un instante, la espada también escapó de la mano del hombre.

Zarpas de dracs se movieron, torpes y desesperadas, para intentar asir a Dhamon, pero sólo consiguieron cerrarse en el vacío. Dhamon cayó del lomo del manticore, luego, también Fiona y Ragh, segundos más tarde. El viento giró alrededor de Dhamon, y la lluvia lo golpeó con violencia, mientras intentaba enderezarse y sujetarse a… cualquier cosa. Unos cuantos dracs zumbaron a poca distancia, con las zarpas extendidas para cogerlo, pero ninguno consiguió atraparlo mientras giraba y caía en picado.

—Lo siento —gritó Dhamon, dirigiendo la disculpa a Fiona—. Lo siento muchísimo.

Lamentaba haberla engañado, meses atrás, para conseguir que ella y Rig lo ayudaran a él y a Maldred a liberar a unos esclavos ogros. Lamentaba haber permitido que ella y Rig se marcharan solos a Shrentak para intentar salvar al hermano, posiblemente ya muerto, de la solámnica. Lamentaba que la mujer hubiera terminado en las mazmorras de la hembra de Dragón Negro, y también que Rig estuviera muerto y que ella fuera a reunirse con él en aquellos momentos. «Conocerme es morir —pensó—. Co…».

Sus reflexiones acabaron cuando se estrelló contra el mar embravecido por la tempestad.

2

Piel de cordero

La niña estaba sentada en una roca pequeña, cubierta de musgo, y acariciaba con los pies desnudos las aguas estancadas de una poza, en cuya superficie dibujaba círculos perezosamente con los dedos de los pies. Abundaban los insectos a su alrededor, una neblina viva que se mantenía a respetuosa distancia, pues ni siquiera un solo mosquito osaba posarse sobre la criatura.

La niña canturreaba una vieja tonada elfa que había oído meses atrás y a la que se había aficionado, y las moscas zumbaban a su alrededor en aparente armonía. De vez en cuando, se oía el grito agudo de una cotorra, y a lo lejos sonaba el gruñir de un gran felino y el ruido de algo de gran tamaño que chapoteaba en el río; pero todos esos sonidos se adaptaban a la melodía de la criatura y la satisfacían. Una sonrisa distendió las comisuras de la delicada boca, y la pequeña echó la cabeza hacia atrás para atrapar los rayos de sol de la tarde; rayos que quedaban diluidos por el espeso dosel de hojas de la ciénaga, pero cuya intensidad era suficiente para mantener la temperatura alta y húmeda; como la prefería la niña.

Tras finalizar la cancioncilla, la pequeña bajó la mirada hacia su reflejo, teñido de un pálido verde oliva por la espigada vegetación que crecía en el agua. Un rostro de querubín, con enormes ojos inocentes, la contempló desde allí, y suaves rizos cobrizos se agitaron sobre los hombros, importunados por una brisa inexistente. Dejó escapar un profundo suspiro, que alborotó los bucles que colgaban sobre la frente, luego dio unas pataditas, y las diminutas gotas que cayeron sobre la superficie borraron sumariamente el reflejo. Se alisó el vestido, que parecía confeccionado de frágiles pétalos de flores, y se sacudió una gota de agua del dobladillo; a continuación, giró en redondo y descendió por el otro lado de la roca, riendo tontamente cuando los helechos, que crecían en abundancia allí, le hicieron cosquillas en las piernas.