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—¡Ahí, Eben! —El semielfo señaló con el garfio—. Hay algo en los helechos detrás de la mujer.

En ese instante, Ragh salió como una exhalación de su escondite, y pasó a toda velocidad junto a Fiona, a la que derribó a posta al pasar, mientras las afiladas zarpas de los pies desgarraban el cenagoso suelo. En un santiamén estaba ya en el agua y se abalanzaba hacia el semielfo, que iba a su encuentro, haciendo girar el garfio.

—¡No hay motivo para matarlos! —chilló Maldred.

—No te muevas, ogro —le instó Dhamon, tras dirigirle una mirada furiosa—. Quédate aquí quieto hasta que esto haya acabado.

El hombre agarró el espadón con una mano y levantó la alabarda con la otra. Ambas eran armas para empuñar con dos manos, sin embargo, a pesar de las heridas, Dhamon se sentía lo bastante ágil para blandir las dos.

—No hay motivo para matarlos —repitió Maldred.

«Y no tengo intención de hacerlo», pensó Dhamon. El suelo retumbó sordamente bajo sus pies mientras se lanzaba sobre los pescadores.

—¡Monstruos! —chilló el semielfo—. ¡Son dos!

Dhamon se estremeció al sentirse calificado de monstruo.

—Son un par de draconianos —exclamó el llamado Eben, al mismo tiempo que agitaba el largo cuchillo en el aire y corría junto al semielfo—. Tales criaturas son peligrosas, amigos. Peores que los hombres lagarto. ¡Estad alerta!

Ragh alzó la larga espada para detener el ataque del garfio, luego sujetó con fuerza la empuñadura y retorció el arma al mismo tiempo que levantaba uno de los afilados pies y asestaba una patada al semielfo en el estómago. Éste cayó de espaldas al agua, aturdido y desarmado.

—¡No…! —empezó a advertir Dhamon.

—No planeaba matarlos —respondió el sivak mientras se agachaba bajo el agua para esquivar el ataque del largo y reluciente cuchillo de Eben—, aunque creo que sus intenciones son bastante distintas.

Cuando los pescadores vieron a Dhamon, uno de ellos, al advertir las escamas que cubrían su cuerpo, giró en redondo y se encaminó de vuelta al barco, derribando casi al semielfo en su precipitación.

—¡Capitán! —gritó Dhamon, y al mismo tiempo blandió amenazadoramente la alabarda justo por encima del agua—. ¡Suelta el cuchillo! —Indicó con un gesto al otro hombre armado—. Tú, también.

Los dos hombres vacilaron.

—Podríamos mataros fácilmente —amenazó Dhamon—, y creo que lo sabes, pero prefiero dejaros vivir.

Al ver que el capitán vacilaba unos instantes más, el semielfo hizo intención de ir a recuperar el garfio abandonado; pero Ragh fue más rápido, agarró la improvisada arma y la arrojó unos cuantos metros más allá. El semielfo no se rindió, sino que extrajo un cuchillo del cinturón.

—¡He dicho que no os haremos daño! —repitió Dhamon.

—Malditos draconianos —escupió el capitán.

—Ése es un drac —indicó el semielfo, señalando a Dhamon.

—Soltad los cuchillos, Keesh, William —aconsejó Eben a sus compañeros—. No tenemos elección. —Bajó su propio cuchillo—. Ha sido culpa mía, muchachos.

—No deberíamos habernos acercado a la orilla —dijo el semielfo con la enfurecida mirada puesta en el capitán—. Sabías que era una trampa. Eres un pescador ahora, ¿recuerdas? Ya no eres un caballero.

—No tenía elección —repitió el otro.

—Soltad los cuchillos —volvió a advertir Dhamon, y a continuación, apuntó con el espadón al capitán—. Tengo bastante prisa, y no volveré a pedirlo con amabilidad.

El hombre de más edad meneó la cabeza e introdujo el cuchillo en su cinto. Sus dos compañeros imitaron el gesto.

—Ya me sirve —indicó Dhamon—. No os haremos daño; os doy mi palabra. —Alzó la mirada y vio cómo el pescador que huía se izaba a lo alto de la embarcación—. Impide a ése que marche, capitán.

—Si quieres seguir vivo —intervino Ragh.

—¿Un drac que da su palabra? —El semielfo frunció el labio superior en una mueca despectiva—. Me parece que nos matareis de todos modos. Me parece que…

—La mujer —inquirió Eben, acallando al otro con un gesto de la mano—, ¿qué pensáis hacer con ella?

—Tenemos la intención de conseguirle ayuda —respondió Dhamon—, pero es una larga historia y hace falta demasiado tiempo para contarla.

Detrás de ellos, oyeron el ruido de una cadena, el ancla al ser izada. A Dhamon le enfureció que Eben no hubiera ordenado al marinero que se quedara.

—Lo que necesitamos es un transporte. Eso es todo. Debemos cruzar el Nuevo Mar y llegar a la costa de Throt. —Hizo una seña a Ragh, al mismo tiempo que miraba de refilón el barco de pesca.

El draconiano agitó la larga espada ante el semielfo, con actitud amedrantadora, luego pasó rápidamente junto a él, chapoteando en dirección a la nave. El desesperado marinero forcejeaba con la vela en aquellos momentos y ya había conseguido izar la mitad de ella cuando las jarcias se enredaron.

—Pasaje para nosotros. Luego podéis seguir con vuestras cosas.

—No harás daño a mi tripulación.

No se trataba de una pregunta.

—No, no haré daño a ninguno de vosotros… si cooperáis.

Ragh trepaba por el costado de la nave, mientras el pescador se desplazaba poco a poco hacia el otro extremo de la cubierta, sacando un cuchillo.

—Sólo pasaje, y quizás un poco de la comida y el agua que tengas a bordo.

—¿Para vosotros dos? —Eben señaló a Fiona—. ¿Y ella?

—Se llama Fiona. Sí, para nosotros dos, Fiona y un pasajero más. —Dhamon volvió la vista por encima del hombro—. ¡Ogro! ¡Trae a Fiona, tenemos un modo de llegar a Throt!

No soplaba demasiado viento, y por lo tanto no alcanzaron su destino hasta pasados algo más de dos días. Empezaba a oscurecer cuando llegaron, y el cielo de un morado pálido con listas grises que pintaban las bandas de nubes, restaba algo de su aspereza a la desolada tierra de Throt. Los pastos de las irregulares llanuras que se extendían ante ellos estaban secos y quebradizos, y los matorrales que crecían en grupos habían perdido la mayor parte de las hojas. Se distinguía también un bosque de pinos que parecía algo fuera de lugar, pues los árboles que había allí eran todos relativamente pequeños. Al este, y discurriendo casi en línea recta de norte a sur, se veía una escarpada cordillera montañosa. El Dragón de las Tinieblas estaba allí en alguna parte, si la magia del cristal había dicho la verdad. Las montañas no eran especialmente notables o altas o lo que Dhamon imaginaba que un dragón elegiría para su guarida, pero tuvo la impresión de que tenían el aspecto de las púas del lomo de uno de tales seres.

Ya no debía de faltar demasiado, se decía Dhamon. El pueblo cercano a Haltigoth, donde Riki y su hijo aguardaban, no podía estar muy lejos. Si avanzaban deprisa, sin duda llegarían al día siguiente. Estaba ligeramente familiarizado con Throt, pues había librado unas cuantas escaramuzas en aquel país cuando servía con los Caballeros de Takhisis. Tenía que reconocer, no obstante, que no había permanecido mucho tiempo en tierra, pues combatía a lomos de un Dragón Azul llamado Ciclón, pero entre sus recuerdos y la bola de cristal, tenía esperanzas de que supieran hallar el camino.

No había hecho daño a los pescadores, tal y como había prometido. Resultó que Eben era un antiguo Caballero de Solamnia, que había abandonado la Orden hacía más de una década, cuando quedó gravemente herido tras una escaramuza con hobgoblins. El hombre conservaba aún una acusada cojera como recuerdo de aquel enfrentamiento. Dhamon meditó la posibilidad de dejar a Fiona con él y decirle que la mujer estaría a salvo con los solámnicos, pero tenía la seguridad de que la enloquecida dama encontraría un modo de vencer a los marineros e iría tras él de nuevo. Era mucho mejor llevar a Fiona al pueblo, y dejarla con Riki y Varek hasta que se hubieran ocupado del Dragón de las Tinieblas. Entonces él regresaría y la llevaría a alguna ciudadela solámnica, siempre y cuando le quedara aún tiempo suficiente de vida.