La caverna tembló a causa de toda la energía contenida en ella: la energía procedente de las estatuillas mágicas de Maldred, la existente en los conjuros del Dragón de las Tinieblas y de Nura, y la producida por la magia que había liberado el montón de riquezas.
El ruido y los constantes temblores finalmente resultaron excesivos para Nura Bint-Drax, que giró a un lado, luego a otro, como torturada por la necesidad de tener que elegir. Se revolvió contra enemigos invisibles, se alargó en dirección al Dragón de las Tinieblas, meditó la posibilidad de realizar un conjuro, y luego lo desechó mientras pensaba en otro.
Durante aquellos instantes de indecisión, los dedos de Ragh se cerraron alrededor de la caperuza de su garganta de serpiente.
—Dhamon cree que yo debería conocerte y odiarte, mujer-serpiente —escupió el draconiano—. Bueno, pues realmente te odio, pero no deseo conocer algo tan repugnante como tú. —Apretó con fuerza, a la vez que sujetaba con las piernas los costados del cuerpo de serpiente para inmovilizarla—. Sólo quiero verte muerta.
Metros más allá, Fiona se detuvo, repentinamente paralizada. La indecisión reflejaba claramente la división de su espíritu. Su honor de Dama de Solamnia la impelía a atacar al Dragón de las Tinieblas, pero también deseaba con desesperación llevar a cabo su venganza contra Dhamon.
—¿Adónde has ido, Dhamon Fierolobo? —chilló—. ¿Dónde está mi venganza? —Una lágrima recorrió el rostro cubierto de polvo—. ¿Cómo sé contra quién debo luchar?
Una parte de ella reconoció el centelleo en los ojos del dragón, el centelleo de su oscura y misteriosa mirada. Era el mismo brillo que había observado en el bebé que había sostenido en brazos horas antes. Los ojos de Rig también habían sido oscuros. ¡Cómo echaba de menos al marinero!
—Jamás tendré un hijo —dijo, bajando ligeramente la espada—. Jamás tendré…
En ese instante, Dhamon se movió por fin, arrastrándose al frente. Sentía aún como si su alma se sumergiera en dirección a la oscuridad, pero luchó contra la pérdida de consciencia con las pocas onzas de humanidad que le quedaban.
«No puedo permitir que venzas», dijo al Dragón de las Tinieblas; pero no podía permitirlo sólo por Riki y su hijo, sino también por Fiona, Ragh y Maldred, y por las innumerables otras víctimas que habían perecido y perecerían a mano de aquel renacido Dragón de las Tinieblas durante los siglos que el ser vagaría por Krynn.
«Puede que ésta sea mi única oportunidad de redimirme —siguió, mientras proyectaba sus pensamientos hacia el Dragón de las Tinieblas—. Impedir que recorras la faz de este mundo».
El otro se defendió mentalmente, con las fuerzas divididas entre las dos formas.
Dos dragones combatían en la mente de Dhamon: uno tenía escamas negras que brillaban como espejos y una figura ágil, el otro era una enorme bestia gris, lenta y agotada, pero aun así formidable.
La criatura vieja lanzó al frente una enorme garra de uñas como cuchillas, para asestar un golpe al dragón nuevo.
—Ríndete —siseó el viejo—. No tienes elección. Y no consigues otra cosa que encolerizarme al resistirte.
El dragón nuevo rugió una palabra que sonó como «Jamás», una palabra que resonó en los confines de la mente de Dhamon. La nueva criatura alargó una zarpa, también, para apartar de sí a la otra, sin herir al Dragón de las Tinieblas, aunque lo mantuvo a raya.
A medida que Dhamon se deshacía del profundo aturdimiento que lo embargaba, su objetivo se tornaba más claro.
«Has querido abarcar demasiado», indicó Dhamon al Dragón de las Tinieblas en tono amargo.
«Venceré a tu espíritu —replicó el otro—. Luego venceré a tus amigos».
En la mente de Dhamon, el viejo dragón se abalanzó sobre el reflejo del otro, con ambas zarpas extendidas y las fauces bien abiertas, para mostrar unas hileras de afilados dientes oscuros. Una lengua sinuosa surgió al exterior, y azotó con violencia el aire, antes de golpear el hocico del nuevo dragón.
Dhamon retrocedió ante la imagen mental. «Ya no tienes más objetos mágicos, dragón —maldijo con vehemencia—. No hay nada que pueda facilitar energía a tu postrer hechizo».
«Sí que tengo algo —repuso el otro al instante—. Hay magia en el sivak sin alas, y más en el mago ogro. También en la naga. Sus muertes liberarán la energía que necesito».
Entonces el Dragón de las Tinieblas empezó a retirarse de nuevo al interior de su viejo cuerpo.
—Ya habrá tiempo para dominar tu espíritu más adelante, Dhamon Fierolobo —siseó la criatura—. Primero debo reunir más de la esencia necesaria… empezando por tus amigos.
«¿De modo que no posees poder suficiente para aniquilar mi humanidad? —manifestó Dhamon—. Debe haber algo en mí que resulta demasiado difícil de vencer. ¿Qué será?».
¿Por qué tenía tantos problemas el Dragón de las Tinieblas?, se preguntaba Dhamon. ¿Podría ser que llevaba con él una pizca de la locura de Fiona, legada por el ser de Caos que había invadido su mente? Tal vez su adversario era incapaz de hacer frente a aquel inesperado fragmento de demencia instalado en el cuerpo que había estado sustentando para sus propios propósitos.
«Sí, esa locura es la última barrera —admitió su contrincante—. Pero con más magia, derrotaré esa locura. Una vez que tus amigos estén muertos, su energía será mía. Cuando se hayan ido, yo regresaré. Y entonces te destruiré».
Maldred acuchilló con las garras al hinchado Dragón de las Tinieblas. Había utilizado magia para afilar las garras, y ahora empezó a cortar a través de las escamas de la criatura hasta hacer brotar la oscura sangre.
—¡Matar al dragón es la clave! —exclamó exultante—. ¡Estoy seguro!
El draconiano forcejeaba con la naga, con las garras cada vez más apretadas alrededor del cuello del ser. Entre tanto, la dama solámnica se apartaba despacio de Ragh y Dhamon, sin dejar de contemplar como hipnotizada cómo el Dragón de las Tinieblas revivía, alzaba una zarpa y apartaba de un manotazo a Maldred igual que si se tratara de una muñeca hecha con vainas de mazorca.
El Dragón de las Tinieblas avanzó al frente, con los apagados ojos amarillentos fijos en Ragh, mientras abría las mandíbulas.
—Rig está muerto —murmuró Fiona en tono taciturno—. Y Shaon, y Raph y Jaspe. Todos muertos. Ragh estará muerto pronto. Y también Maldred. Todo el mundo estará muerto.
El Dragón de las Tinieblas apenas se molestó en echar una ojeada a la solámnica, mientras se acercaba al draconiano y a la naga, con los labios echados hacia atrás en una sonrisa cruel, que dejaba al descubierto los dientes.
A la bestia ni siquiera le importaba ella, se dijo Fiona. Primero acabaría con Maldred, luego con Ragh. Y finalmente, sólo quedaría ella con vida… sólo ella… allí sola.
La mujer dio un paso al frente, con la espada centelleando bajo la luz mágica que todavía se arremolinaba por la cueva. Pasó junto a Ragh y se aproximó al Dragón de las Tinieblas, blandió el arma en un poderoso y amplio arco, y la hundió en una gruesa placa cubierta de escamas situada en el estómago de la criatura.
El ser se volvió hacia ella, estupefacto al verse atacado por un humano solitario, y contempló con ojos entrecerrados la mágica arma.
—Tu espada —exclamó—, me la quedaré.
—¡Fiona! —gritó Maldred.
—Me quedaré con la magia de la espada —repitió el dragón—, y acabaré contigo.
Fiona escupió a la bestia y retrocedió, lanzando una nueva estocada contra la zarpa extendida de la criatura, que se hundió con fuerza en la carne e hizo brotar un chorro de sangre negra.
—¡Ven a cogerme, dragón! —aulló.
—¡Fiona, apártate! —volvió a gritar Maldred.
El ogro se había arrastrado hasta colocarse detrás del dragón, y, una vez allí, juntó los pulgares e intentó apresuradamente lanzar un conjuro. Las manos adquirieron un tenue fulgor verdoso, y él se puso en pie y apuntó con los dedos, como si se tratara de armas, al Dragón de las Tinieblas.