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Clio no podía quedar, ella y Fergus se iban a París a pasar el fin de semana.

– ¿A que es romántico? Me lo ha regalado por sorpresa. Podría anularlo, pero…

– ¡Clio! -dijo Jocasta-. Ni se te ocurra. Que te diviertas.

Después del almuerzo del sábado fue a Kensington Palace Gardens con su coche. Ni siquiera el almuerzo había sido del todo satisfactorio, ya empezaba a abrirse un abismo entre ella y sus amigas. Ya no pertenecía a su mundo, ya no era la profesional que se pateaba la ciudad con un novio divertido, sino una mujer rica con un marido de mediana edad.

Jocasta sabía la compañía que habría preferido.

Estaba aparcando cuando sonó su móvil.

– Jocasta, hola, soy Nick. ¿Estás ocupada?

– Voy a pedirle que nos veamos. ¿Vendrás conmigo?

Nat la miró; la cara de Kate estaba tensa.

– Sí, si quieres. Por supuesto que iré. Llámala, para ver si está en casa. Tienes su teléfono, ¿no?

– Sí. -Sacó su móvil-. Venga. Allá voy.

Martha estaba a punto de salir para Suffolk cuando sonó su móvil.

Sabía que tenía que hacerlo: decírselo a sus padres. No podía arriesgarse más. Sólo porque la historia no hubiera salido ese día en los periódicos, ni el anterior, no significaba que no saliera al siguiente. Nick se estaba portando de maravilla, pero había otros periódicos, y Janet no esperaría eternamente.

Se sentía fatal. Ed no había vuelto. La había llamado y le había dicho que necesitaba tiempo para pensar, que la quería, pero que necesitaba saber más.

– Si no, no es justo. Me exiges demasiada confianza. Esto es muy sencillo, Martha. Te he apoyado en todo el asunto. Creo que tengo derecho a saber quién es él. Te quiero, pero no puedo seguir. Llámame si cambias de idea. No iré a ninguna parte. Pero necesito que me ayudes en esto.

Martha había llamado a sus padres y les había dicho que iba a verles, que necesitaba hablar con ellos.

– Qué alegría -exclamó Grace-. ¿Cuándo vendrás?

– Oh, tarde, sobre las nueve o las diez.

– Perfecto.

No, no sería perfecto, pensó Martha, sería horrible. Pero no veía ninguna alternativa.

Y entonces llamó Kate.

– Soy Kate Tarrant. Me gustaría que nos viéramos. Dentro de una hora. ¿Estarás en casa?

– Sí -dijo Martha, bastante débilmente-, sí, estaré en casa.

Llamó a sus padres y les dijo que llegaría mucho más tarde, que se acostaran y ya se verían por la mañana. Sería mejor así, mejor que decírselo de madrugada.

– Acabo de recibir otra llamada de Frean -dijo Nick-. Dice que va a dar la historia al Sun si para el lunes no la he publicado. Sinceramente, Jocasta, esto es una pesadilla.

– ¿Has hablado con ella?

– No, tenía puesto el contestador.

– Dios, qué desastre. Bueno, ¿qué vas a hacer ahora?

– Nada. Ponerme de los nervios.

– Bien, ¿por qué no vienes y ponemos las ideas en común? Pediré algo de comer…

– Vaya, ¿vas a dar la noche libre al personal? Qué democrática eres. ¿Dónde está Gideon?

– Fuera -dijo ella.

– Entonces no creo que deba ir a tu casa.

Jocasta sabía que tenía razón, y la punzada de desilusión que sintió fue la prueba.

Pero ella ya no le quería. ¿Verdad? No, por supuesto que no. Tal vez no le había querido nunca. Le gustaba mucho estar con él y la vida que hacían juntos, pero ¿eso era amor? Lo que sentía por Gideon era abrumador y extraordinariamente intenso. Era un niño mimado, sí, podía ser difícil, podía tener mal genio, pero por encima de todo era un hombre generoso, considerado e inmensamente cariñoso. Y él la amaba como ella le amaba a él, sin ninguna clase de reservas.

Valía la pena estar sola por él. En cuanto ese desafortunado asunto con Martha y Kate se calmara, no permitiría que volviera a marcharse sin ella.

– Hola -dijo Kate.

Llevaba vaqueros y una camiseta y mostraba un buen palmo de su estómago plano. Llevaba el pelo recogido y no iba maquillada. Era mucho más alta que Martha. Martha intentó sentir algo, pero sólo experimentó malestar.

– Te presento a Nat Tucker -dijo Kate-. Es un amigo mío.

– Hola, Nat -dijo Martha-. Pasad, los dos. ¿Puedo ofreceros algo de beber?

– Nada, gracias -contestó Kate.

Entró y echó un vistazo alrededor. Nat la siguió.

Hubo un largo y gélido silencio. Nat lo rompió.

– Es un piso muy bonito -dijo-. Una vista preciosa.

– Gracias -dijo Martha-. ¿Queréis… sentaros?

Nat se dejó caer en uno de los sofás bajos de piel negra. Kate se quedó de pie, mirando a Martha.

– Quiero saber quién es mi padre -dijo-. Nada más. Sólo eso.

Martha no se lo esperaba.

– Me temo que no puedo decírtelo.

– ¿No? ¿Por qué no? ¿No lo sabes? -Los ojos oscuros eran muy duros-. ¿Fue un rollo de una noche?

«Es normal que esté enfadada -pensó Martha-, es normal que sea hostil.»

– No… no puedo decírtelo -dijo Martha.

– ¿No? ¿Sigues en contacto con él, entonces?

– No, no. Pero él no tiene ni idea. No creo que sea justo decírselo ahora. Después de tantos años.

– Ah, no crees que sea justo. Ya. Crees que fue justo dejarme a mí en cambio. Abandonarme en el cuarto de productos de limpieza…

– Kate…

– Y crees que fue justo no venir a verme, cuando salí en el periódico y todo eso, y podrías haberlo hecho. Eso estuvo bien, claro. Tienes una idea curiosa de lo que está bien y lo que está mal. Me dejaste, recién nacida, sola, podría haber muerto…

– Esperé -dijo Martha-, esperé hasta que supe que te habían encontrado, hasta que supe que estarías bien…

– ¿Ah, sí? Qué gran detalle por tu parte. Supongo que creíste que eso era suficiente, ¿no?

– Yo…

– No pensaste nunca en cómo me sentiría, sabiendo que a mi madre no le interesaba. ¿Cómo te crees que es eso? Que no te quieran. No ser importante. ¿No crees que debe de ser horrible? En fin, por suerte para mí, he tenido una madre de verdad, una madre como es debido. Ella sí me quería. Todavía me quiere. No tengo ninguna duda de que he estado mejor con ella. No sé qué clase de madre crees que habrías sido tú, pero te lo aseguro, habrías sido una mierda.

– Kate -dijo Nat suavemente.

– Habría sido una mierda -dijo Kate mirándole un momento, y después se volvió a mirar a Martha otra vez-. En realidad debería darte las gracias, por salir de mi vida. Pero quiero saber quién es mi padre. Así que si me dices su nombre, te dejaré en paz. Que es lo que siempre has querido, claro. Siento haberte molestado.

– Kate, lo siento mucho, pero no lo haré. No puedo.

La miró con firmeza, intentando reconocer en aquella hermosa criatura ya crecida al diminuto bebé que había dejado. No pudo.

– Lo siento -dijo Kate-, pero tendrás que decírmelo. ¿No crees que me debes algo?

– Por supuesto. Pero no eso.

– Estúpida. -Kate caminó hacia ella, y por un momento Martha pensó que iba a pegarle-. Idiota.

Nat se puso de pie.

– Kate, esto no sirve para nada. Si no quiere decírtelo, no te lo dirá. Tendrá sus razones, estoy seguro.

– Sí, como las tenía cuando me abandonó. Quiero conocer a mi padre. Quizás es mejor que tú. Imbécil -añadió.

– ¡Kate! -dijo Nat otra vez-. Lo siento -añadió, dirigiéndose a Martha-, no suele ser tan grosera.

Por algún motivo esto hizo gracia a Martha, hasta el punto de que sonrió. Seguramente fue una forma de aliviar la tensión.

Kate se acercó a ella y la abofeteó.

– No te rías de él -dijo-, vale un millón de veces más que tú.

– Kate, no me reía de él -dijo Martha, abrumada-. Me reía… En fin…, qué más da.

– Como yo -dijo Kate-. Como yo. No significo nada para ti. Nunca te he importado. Sólo quieres deshacerte de mí, ¿verdad? ¿Por qué no abortaste? Dímelo. ¿Por qué no me echaste por un retrete? Habría sido mucho mejor.