Llamaría a Martha por la mañana y quedaría con ella. Esperaba que Martha accediera a verla.
Eran las ocho. Martha había sobrevivido a las horas de cirugía, pero seguía muy grave. Su tensión arterial había bajado de forma alarmante con la pérdida de sangre, y el cirujano había dicho a los Hartley que en cierto momento le había preocupado mucho. Tenía treinta y pocos años y era el prototipo del cirujano, seguro de sí mismo, arrogante y sin ningún tacto.
Sin embargo, también era simpático; salió del quirófano al pasillo donde le esperaban sentados, cogidos de la mano, y habló con ellos inmediatamente para no alargar el miedo ni un minuto más de lo necesario.
– Por ahora vamos bien. Lo que está claro es que si no estuviera tan en forma no habría sobrevivido. Es un ejemplo para todos. No tiene ni un gramo de grasa, y su corazón está como un roble. Por suerte.
Grace pensó en todas las veces que había intentado que Martha comiera más y se sintió avergonzada.
– ¿Está bien ahora?
– No puedo asegurarlo. Ha perdido mucha sangre y tiene el pulso muy errático. En estos casos siempre existe el peligro de las infecciones secundarias. Pero le estamos administrando sangre y antibióticos y otras cosas, y al menos no tiene lesiones cerebrales. Ha tenido mucha suerte. Podría haber sido mucho peor. Un accidente terrible. Es asombroso que no muriera nadie.
– No había bebido ni nada de eso -dijo Grace-. Ha estado trabajando todo el día y había cogido el coche para venir a vernos, y descansar un poco. Oh, mi pequeña…
Se echó a llorar. El cirujano le acarició un hombro.
– No, no, no tenía alcohol en la sangre. No se preocupe por eso. Mire, el cansancio es una de las mayores causas de accidentes de tráfico, tanto como el alcohol. En fin, por ahora ha tenido suerte. Yo en su lugar iría a casa a descansar un poco.
Grace se preguntó si el médico tendría hijos y decidió que no. No habría sugerido una cosa tan absurda. Peter pensó en las horas de plegarias que había dedicado a Martha y supo que no sólo había sido la suerte lo que la había hecho sobrevivir.
– Nos quedamos -dijeron los dos a la vez.
– Bien. Como quieran. Hay una máquina de café en el pasillo. Intenten no preocuparse demasiado.
Y se marchó con otra sonrisa deslumbrante.
A las siete, Peter llamó a su ayudante y le dijo que se encargara de dar la comunión.
– Y del resto también, yo estaré aquí todo el día.
El cura dijo que lo haría encantado y que incluiría a Martha en las plegarias de todos los servicios.
Así fue como se enteró del accidente la señora Forrest, que había ido a comulgar. Se puso muy triste.
Grace estaba adormilada, apoyada en el hombro de Peter, cuando una enfermera pasó corriendo a su lado. Ella la miro medio dormida. Y entonces sintió una punzada de miedo en el corazón.
Había leído muchos libros de Sue Barton cuando era pequeña, la Sue Barton que pasó de estudiante de enfermería a enfermera jefe a velocidad de vértigo. A Sue Barton le dijeron el primer día en el hospital que las enfermeras sólo corrían por tres razones: inundación, incendio y hemorragia. Estaba claro que no había ni una inundación ni un incendio. Por lo tanto…
Nick estaba redactando de mala gana el artículo sobre Martha y Kate cuando Janet le llamó.
– Hola, Nick, ¿cómo te va?
– Bien. Sí. Estoy en ello.
– Sí, claro, qué ibas a decir.
– Janet, es verdad. Te lo juro.
– ¿Has hablado con Chris?
– ¡Por Dios, son las once del domingo! El desayuno dominical de los Pollock está empezando justo ahora. No pienso perder mi empleo por eso. ¿No querrás llamar tú?
– No lo sé. El Sun podría ser mucho más ágil que tú. En fin, ya hablaremos. Sigo en Bournemouth.
– ¿Qué estás haciendo en Bournemouth?
– Anoche di un discurso, en un congreso médico. Estoy trabajando un poco antes de volver al manicomio de mi casa. -Intentaba hacerse la graciosa-. Así que si quieres mandarme algún mensaje…
– Claro.
Era como un maldito hurón, pensó Nick.
Martha estaba de nuevo en el quirófano, tenía una hemorragia interna inexplicable, dijeron a los Hartley, y su tensión arterial había bajado otra vez. De momento no podían decirles nada más.
Ed estaba tomando su habitual desayuno del domingo, un donut y un café en Starbucks, cuando le llamó su madre.
– ¿Edward? ¿Estás ocupado, cariño?
– No, qué va. ¿Estás bien, mamá? -Tenía una voz rara.
– Estoy bien. Vengo de la iglesia.
– ¿Ah, sí? ¿Cómo está el reverendo?
– No estaba, cariño. Por eso te llamo. Andrew ha celebrado el servicio.
– ¿Ah, sí? Bien. -Dio un bocado al donut. Qué raro que llamara para contar eso, no debía de tener mucho que hacer.
– Sí. El pobre señor Hartley estaba en el hospital.
– ¿En el hospital? ¿Qué le ha pasado?
– Nada, cariño, pero pensé que querrías saberlo. Es su hija, la abogada, Martha, ya la conoces. -El donut se estaba volviendo muy amargo en la boca de Ed; escupió lo que le quedaba en una servilleta, y tomó un sorbo de café.
– ¿Qué le ha pasado?
– Ha tenido un accidente terrible. Un accidente de coche. Por ahora sigue viva. Pero parece que es muy grave. En fin, quería decírtelo, porque sabía que la conocías. Una vez te acompañó a la ciudad, un domingo por la tarde. Fue muy amable. Son una familia tan buena.
– Sí, lo sé. ¿Puedes decirme algo más, mamá?
– No mucho, cariño. Chocó con un camión grande. Anoche. Su coche quedó atrapado debajo, dicen. La han operado y está en estado crítico, ha dicho Andrew. Pobrecilla. Con todo lo que ha hecho por Binsmow, y la asesoría legal…
– Consultoría -dijo Ed automáticamente.
– ¿Qué, mi vida?
– Consultarías, las llaman consultorías. ¿En qué hospital está, mamá, lo sabes?
– En el Bury. Está en Cuidados Intensivos. Pareces angustiado, hijo. ¿La habías vuelto a ver?
– Un poco -dijo Ed, y colgó.
Un poco. Un poco bastante. Toda, de hecho. Todo su cuerpo precioso, delgado y sexy, su mente dura, extraña y feroz. Conocía todos sus estados de ánimo, la conocía cariñosa, la conocía risueña, la conocía enfadada, la conocía…, sólo de vez en cuando, tranquila. Casi siempre después de hacer el amor.
Y ahora estaba en Cuidados Intensivos, con el cuerpo destrozado y roto, peligrosa y críticamente enferma. Su coche debajo de un camión: anoche. Después de que hablara con ella, después de que fuera tan cruel con ella. Le había llamado para pedirle ayuda y él se la había negado. Podría ser culpa suya.
De repente Ed se sintió fatal.
– Lo siento, ahora no puede verla. -La enfermera jefa de la UCI fue bastante desdeñosa-. No serviría para nada. Está muy grave, e inconsciente.
– Me doy cuenta. Pero soy su padre.
– Me temo que eso no cambia nada.
– Además soy sacerdote -dijo él con mucha cortesía-, y querría estar con ella mientras rezo por ella.
La enfermera le miró, miró su cara, miró su collar de clérigo y dudó y él vio que había ganado. Sólo había una autoridad más alta que el especialista en la vida hospitalaria: y era Dios. A Dios se le permitía estar con los casos más desesperados, en las situaciones más horribles, a través de sus representantes terrenales, y Dios, ella lo había visto, de vez en cuando, hacía lo que parecían milagros. Los médicos no lo admitían, eso jamás, decían que eran coincidencias, pero la enfermera jefe tenía opinión propia. Había demasiadas coincidencias así.
Ella dudó y al final dijo, mirando un poco nerviosa arriba y abajo del pasillo:
– De acuerdo, pero sólo unos minutos.
Peter Hartley se llevó a Dios con él a ver a su hija.
– ¿Es Jocasta Forbes?