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Vio una puerta con las letras UCI. Intentó abrirla, pero estaba cerrada. Había un panel de números en la puerta. Malditas cerraduras de combinación. Mierda. Golpeó la puerta.

Apareció una cara irritada.

– Creo que mi novia está dentro. Martha Hartley.

– Aunque lo esté, no puede verla. Esto es la UCI. No hay visitas.

– Oh, Dios. ¡Por favor, por favor!

– Lo siento, no. Espere fuera, por favor, y le atenderán enseguida.

– Pero… Oh, señor Hartley. ¿Cómo está? Quiero decir, ¿cómo está Martha? Quiero decir…

La cara de Peter Hartley estaba desfigurada por la pena.

– No está muy bien, Ed -dijo. No demostró ninguna sorpresa al verle-. ¿No podría dejarle pasar, enfermera? ¿Sólo un momento? Ya no tiene mucha importancia…

Bob Frean estaba en el umbral del estudio de Janet. Tenía una expresión muy fría y determinada.

– Janet…

Ella se acercó un dedo a los labios, y tapó el receptor con la mano.

– Perdona, estoy hablando con el Sun. No tardaré…

Bob se acercó y colgó el teléfono.

– ¡Bob! ¿Qué haces? ¿Me has colgado?

– Bien -dijo él-, es lo que pretendía. Antes de que vuelvas a llamar, sólo tengo que decirte una cosa, Janet. Si dices al Sun algo desagradable sobre Martha Hartley, yo les diré muchas cosas desagradables sobre ti. Empezando por tu peculiar relación con Michael Fitzroy. -Le sonrió educadamente. Después se volvió y salió.

Janet se quedó mirando el teléfono y escuchando sus pasos por el pasillo.

Martha estaba en la cama, con los ojos cerrados. Parecía estar en paz, con la cara algo hinchada y amoratada. Le salían tubos de todas las partes del cuerpo, tenía sondas a ambos lados de la cama: una le administraba sangre y las demás, fármacos de toda clase. Un panel de pantallas a la derecha parpadeaba mensajes incomprensibles: el único consuelo que encontró Ed fue que ninguno de ellos era la temible línea recta, la que ven tan a menudo los adictos a series de hospital, señalando el final de una historia.

Pero aquello no era una serie ni una historia. Y la persona en la cama no era una actriz, sino Martha, su Martha, a quien amaba más de lo que habría podido imaginar. Y a la que parecía que estaba a punto de perder.

Miró a los Hartley, presa del pánico. Grace estaba muy calmada, sentada junto a la cama, con los ojos fijos en la cara de Martha. Peter le cogía una mano.

Ed rodeó la cama, y muy despacio le cogió la otra mano. Tenía unas manos muy pequeñas; de hecho, era pequeña, pensó Ed. Era como si se diera cuenta de eso por primera vez. La mano estaba bastante caliente. Eso tenía que significar algo bueno.

– ¿Puedo… puedo hablar con ella? -preguntó, bajito, recordando por la muerte de su padre que el oído era el último sentido que desaparecía.

– Sí, por supuesto -dijo Grace.

Ahora le miraba a él, cómo se inclinaba y espontáneamente decía con mucha ternura:

– Martha, soy yo. Ed. Estoy aquí. Estoy contigo.

Si eso fuera Urgencias, pensó Grace, ahora Martha parpadearía, movería la cabeza, le apretaría la mano. Pero no lo era, era la vida real, donde esas cosas no suceden. La vida real no es como Urgencias; la vida real es mucho más dura, mucho más cruel.

Y Peter pensaba: si se recupera ahora será un milagro. Pero en ese momento, por desesperado que estuviera, no creía en milagros.

Ed seguía hablando, en el mismo tono afectuoso.

– Martha, lo siento mucho. Lo que te dije anoche. Lo siento.

Era la vida real. Sin milagros.

– No me importa lo de Kate. No me importa. Te quiero, Martha. Te quiero mucho. Te quiero de verdad.

Y entonces sucedió, contra todo pronóstico, y Grace y Peter fueron testigos, fascinados, de que los ojos de Martha parpadeaban y que volvía la cabeza, aunque muy ligeramente. Apenas un suspiro, pero suficiente para verlo, en dirección a Ed, y una sombra de sonrisa le cruzó la cara, y dos grandes lágrimas, las lágrimas de Ed, cayeron sobre la mano que, casi de forma imperceptible, había apretado la suya.

Era sólo un pequeño milagro, pero en cierto modo era suficiente.

Luego, la vida real volvió a imponerse y la línea en la pantalla se volvió recta y la historia de Martha fue borrada poco a poco del guión. Pero Ed, que había obrado y experimentado el milagro, todo a la vez, se sintió, al despedirse de ella, un poquito consolado.

Después pensó, sentado fuera de la habitación, atontado por el impacto, mientras los padres de Martha se despedían de ella, que de hecho era el segundo milagro del día.

Capítulo 38

– No sé por qué estoy tan afectada -dijo Jocasta. Estaba en el piso de Nick, en Hampstead, llorando. Él la rodeaba con los brazos, y le acariciaba cariñosamente los cabellos-. No es que fuéramos íntimas, ni nada. Supongo que es por Kate, vino con Kate, en cierto modo. Dios mío, Nick, es tan triste.

– Es triste -dijo él-, muy triste. No lo puedo creer, es increíble.

– Al menos Ed llegó a tiempo. Algo es algo. Estaba destrozado, Nick, no te lo puedes ni imaginar. Dijo que se quedaría con su madre esta noche, en Binsmow, y nos veríamos mañana. Dijo… -tragó saliva y sorbió por la nariz-, dijo que creía que le gustaría que fuéramos al funeral. Dijo que habíamos hecho mucho por ella. Ojalá.

– Lo intentamos -dijo Nick-. Hemos hecho lo que hemos podido. Creo que Janet se estará sintiendo fatal.

– Espero que sí -dijo Jocasta.

– Es horrible -dijo Helen-, estoy atónita. No llegué a conocerla, pero evidentemente… No sé, ahora formaba parte de nosotros. Es una sensación muy extraña. Kate está de un humor muy raro.

– Es normal -dijo Jocasta-, pobrecilla.

– Me siento fatal -dijo Kate-. Fatal, fatal. Mi madre, toda la vida buscándola y, cuando la encuentro, no hago más que decirle cosas horribles. ¡Dios mío, Nat, soy una estúpida!

– No, no lo eres -dijo-. ¿Cómo ibas a saberlo? Y no le debes nada, no lo olvides. No es como si fuera tu madre de verdad.

– ¡Nat! -dijo Kate-. Era mi madre de verdad. Ésa es la cuestión, no seas idiota.

– No, no lo era. No te cuidó, ¿no?, no te ha educado, ¿no? Para mí tu madre está abajo, ella es tu madre de verdad. Piensa cómo te sentirías si fuera ella.

– ¡Oh, no! -gritó Kate-. Preferiría morirme yo.

– ¿Lo ves?

– Ya, pero ella…, Martha, debió de morirse pensando que la odiaba. Eso tampoco está bien.

– No, pero…

– Es que… por fin la había encontrado, por fin podía conocerla, y ahora la he perdido para siempre. No es justo. Nat, ¡no es justo!

Nat se fue poco después. Kate estaba llorando otra vez y él empezaba a pensar que se estaba hartando. Pero antes de marcharse, fue a ver a Helen, que estaba en la cocina, pelando patatas sin mucho ánimo, y le dijo lo que acababa de decir Kate, que de haber sido Helen la que hubiera muerto, habría preferido morirse ella. Pensó que le gustaría oírlo, pero se equivocaba. Helen se echó a llorar. El padre de Nat le había dicho a menudo que las mujeres eran un completo misterio y que era una pérdida de tiempo y energía intentar entenderlas. Nat decidió que estaba de acuerdo con él.

– Oh, es tan triste -dijo Clio.

Tenía los ojos rojos de tanto llorar. Como Jocasta, no era capaz de entender por qué estaba tan afectada. Fergus le dijo que era porque era muy buena persona, pero ella sabía que era más que eso. En pocas semanas Martha había vuelto a entrar en sus vidas, con la misma insistencia que si hubieran celebrado los encuentros anuales que habían prometido hacía tantos años. No dejaba de pensar en Martha como la había visto por última vez en la playa de Tailandia, morena, sonriendo, con el pelo aclarado por el sol, sin tensiones ni inhibiciones, sino feliz y espontánea, y pensó en el terrible final de esa felicidad, los largos días de calor en la sucia ciudad, esperando y esperando con terror a que naciera su hijo, y entonces lo que debió de ser la pesadilla del parto, sola, sin nada ni nadie que la ayudara a sobrellevar el dolor. Después pensó en cómo se había labrado una nueva vida, una vida perfecta de éxito, todo el tiempo soportando su terrible secreto, y pensó que Martha era, sin lugar a dudas, no sólo la persona más valiente que había conocido, sino la más valiente que conocería.