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Beatrice había llamado a Jocasta para saber novedades de Martha. Esperaba oír que había mejorado, o al menos que seguía igual. Fue a decírselo a Josh, y él también se deprimió mucho. Era el impacto, se dijeron, mientras bebían más gin tonics de lo habitual antes de cenar esa noche. Ninguno de los dos la conocía mucho, dijeron; de hecho, Beatrice ni siquiera la había conocido, pero era la mera idea de que aquella chica encantadora y brillante, con tanto porvenir y tanta vida por delante, ya no vivía, que su luz se había apagado, y todo por un momento de distracción.

Estuvieron de acuerdo en que no había razón para que fueran al funeral, pero que mandarían flores.

Jack Kirkland llamó a Janet Frean.

– Se trata de Martha. Malas noticias. Ha muerto.

Hubo un interminable silencio hasta que Janet exclamó:

– ¡Muerto! -La palabra se le escapó como un grito.

– Sí, lo siento.

– Pero yo creía… Jack, ¿estás seguro?

– Estoy seguro. Nick Marshall acaba de llamarme.

– ¡Nick Marshall! ¿Qué tiene que ver él?

El tono de Janet fue áspero.

– Él y Jocasta eran novios, ya lo sabes. Y cuando eran jóvenes, ellas viajaron juntas. En fin, ha muerto. Hoy a mediodía. Janet, ¿estás bien?

La línea se interrumpió de golpe. Desconcertado, Jack colgó y esperó que ella volviera a llamar. Luego telefoneó a Eliot Griers y a Chad Lawrence.

Media hora después, la llamó otra vez. Bob Frean cogió el teléfono.

– Ah, hola, Bob. Estaba hablando con Janet hace media hora y se ha cortado. ¿Puede ponerse?

– Me temo que no. -La voz de Bob era rara-. Está echada. No se encuentra muy bien.

– Oh, lo siento. Trabaja demasiado. Ya me ha parecido que no estaba bien cuando le he dicho lo de Martha. Le tenía mucho afecto.

– Mucho.

– Llamaba por el funeral. Evidentemente deberíamos ir todos. Es en la iglesia de su padre, en Suffolk. Él mismo piensa oficiar el servicio, pobre hombre. El lunes. Chad y Eliot y muchos más piensan ir. Sé que Janet querrá ir.

– Sí, claro. Se lo diré. A mí también me gustaría, si te parece bien. Martha me caía muy bien.

– Por supuesto que sí. Dale recuerdos a Janet.

Bob fue al dormitorio que él y Janet compartían de vez en cuando. La mayoría de los días, él dormía en otra habitación, en el piso de arriba. Janet estaba en la cama, mirando al techo, con la cara pálida, y muy quieta. Parecía que estuviera muerta ella también.

– Era Kirkland.

Ella no dijo nada.

– Quería hablar del funeral. Del funeral de Martha.

Más silencio.

– Es el lunes. Jack dice que irán todos y por supuesto espera que tú vayas. He dicho que iríamos los dos.

– No puedo ir -dijo ella, con la voz tan inexpresiva como su cara.

– Janet -dijo Bob-, irás.

Martha no era muy diferente de Janet en muchos sentidos, pensó. Tenía la misma capacidad para el autocontrol. Rayaba también en el fanatismo para obtener el éxito en la vida. Pero era mucho mejor persona. Janet no era buena persona.

No tenía una idea clara de lo que Janet iba a decirle a Nicholas Marshall o al Sun sobre Martha, pero sabía que tramaba algo, por el simple sistema de leer sus correos electrónicos, y desde hacía poco, su BlackBerry. Hacía tiempo que lo hacía de vez en cuando. Así Bob se enteró de muchas cosas aburridas, comisiones especiales en las que le pedían que participara, leyes municipales por las que le pedían que luchara, reformas de la seguridad social, la reforma de los lores, las regulaciones europeas, departamentos importantes; y algunas más interesantes. Como la última, referente a Martha. Le asombraba que ella no pensara nunca que podía leerlos. Tal vez sí lo había pensado, pero le despreciaba tanto que nunca pensó que pudiera hacer nada con lo que averiguara.

– ¿Cómo lo has sabido? -le preguntó ella por la mañana, echada en la cama, con la cara pálida y los ojos hundidos.

– Oh, Janet -dijo él en tono cortés-, realmente me tomas por imbécil. Leyendo tus mensajes, está claro.

– Pero si no es posible. Los más recientes ni siquiera están abiertos.

– Me temo que sí lo están. Ese aparatito nuevo tuyo, el BlackBerry. Me he divertido mucho con él. Te asombraría ver lo que se puede hacer con una contraseña y un poco de práctica. No estaba bien lo que pensabas hacerle a Martha. Bueno, te dejo descansar.

Al volver al jardín, pensó con amargura que podría haber salvado a Martha de Janet, pero que eso ahora ya no le serviría de nada.

A Gideon Keeble se le humedecieron los ojos cuando Jocasta le contó la noticia.

– Soy un viejo imbécil -dijo-, pero era una chica encantadora, y muy inteligente. Es una lástima, una gran lástima.

Jocasta pensaba lo mismo.

– El funeral es el lunes, Gideon. ¿Podrás venir? ¿Estarás en casa? Me gustaría mucho ir contigo.

– Por supuesto que estaré. Si es lo que desean sus padres.

– Creo que cuanta más gente vaya, mejor. No hay nada peor que un funeral con cuatro gatos. Me han invitado, a través de Ed, que parece que lo está organizando todo, y si yo voy, quiero que tú también estés.

– Estaré.

– Gracias. Te quiero, Gideon.

– Yo también te quiero, Jocasta. ¿Dónde estás, por cierto? Te he llamado a casa.

– Estoy en casa de Nick -contestó ella sin pensar.

Antes de ir a casa, en Binsmow, Ed cogió la A 12 hasta la gasolinera donde había llenado el depósito. El mismo hombre estaba en la caja.

– Hola -dijo Ed con voz grave-, ¿se acuerda de mí?

El hombre lo miró, incómodo.

– Sí.

– Quería saber si sería tan amable de devolverme el billete de veinte libras que le he dado antes. A cambio de éste.

Había encontrado la cartera y las tarjetas. Estaban en el suelo del coche, debajo del asiento. De no haber estado tan nervioso, la habría encontrado.

– ¿Quiere que le devuelva el billete? No es tan fácil.

– Me doy cuenta, pero me gustaría que lo intentara. Estaba firmado. Por mi novia.

– ¿Ah, sí? ¿La que estaba en Cuidados Intensivos? ¿Está bien ahora?

– No -dijo Ed con tristeza-. Ha muerto.

Ed no había visto muchas veces una mandíbula a punto de desencajarse, pero la vio entonces. Y cómo la cara del hombre enrojecía desde el cuello hasta la frente.

– Lo siento, chico -dijo-. Lo siento mucho.

– Sí, bueno, tal vez podría tomarse la molestia de buscar el billete. Lo distinguirá si lo tiene, porque está firmado.

El hombre sacó la caja y miró los billetes. Minutos después, extrajo uno y se lo dio a Ed en silencio. Ed volvió al coche, mirando el billete, la letra, la pulcra inscripción «Con amor de Martha».

No era mucho para recordar a alguien, pero era algo. Tenía poco más, unas blusas, un par de libros, dedicados también, de la misma manera, nada efusivo, pero es que ella no era efusiva, y un par de cedes. Un par de fotos de los dos en la terraza de Martha y la que se habían hecho en la cama, la que había enmarcado, todas tomadas con el disparador automático. Y muchos recuerdos. De repente le asaltó la pérdida de Martha casi de una forma física. Se quedó sin respiración, sin fuerzas, totalmente desamparado. Apoyó la cabeza y los brazos sobre el volante y lloró como un chiquillo.

– Creo que quiero ir al funeral -dijo Kate.