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Aquella noche llamó Gideon.

– Jocasta, querida, voy a fallarte. No llegaré a tiempo para mañana.

Ella sintió un disgusto y un enfado desproporcionados.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

– Una avería en algún control de tráfico aéreo. Por eso no puedo alquilar un avión. Querida, no sabes cuánto lo siento. Hace rato que intento encontrar una solución. No he querido llamarte hasta que he visto que era inútil.

– Sí, pues ya lo has hecho -dijo Jocasta.

– Por favor, no te enfades.

– Estoy enfadada. Si hubieras salido un día antes, con tiempo para llegar, ahora estarías aquí.

– Jocasta, no he estado precisamente de vacaciones.

– Ya lo sé y sé que nunca lo estarás. Qué más da, déjalo. Me las arreglaré sin ti. Todos van a ir. Incluso Josh.

– ¿Josh? ¿Por qué va a ir él? No conocía a Martha.

– Sí la conoció. Por poco tiempo. Estuvo con nosotros los primeros días del viaje. Y volvió a encontrarla en la fiesta de nuestra boda. Quiere despedirse de ella. Presentar sus respetos, dijo. No te preocupes, Gideon, me las arreglaré.

– Jocasta…

Pero ya había colgado.

Fergus se preguntó si podía hablar con Kate sobre el contrato con Smith antes del funeral y decidió que no. Helen le había dicho que estaba muy afectada por todo lo sucedido. Fergus dijo que lo comprendía, pero que no podía retrasarlo mucho más tiempo.

– Creen que les damos largas y se están poniendo impacientes -había dicho a Kate a principios de semana.

– Que se impacienten. Me da lo mismo. En serio. Tengo el trabajo de la revista, ¿no?

Dos correos electrónicos de Smith más tarde pusieron a Fergus nervioso. No era sólo que Smith se desencantaría de Kate pronto, sino que se correría la voz de que era difícil, imprevisible, de poco fiar. No tenía suficiente éxito para poderse permitir jugar con la gente. Acababa de empezar.

Además, Fergus tenía sus propios intereses, aunque no le gustara reconocerlo: su comisión por el trabajo en la revista era calderilla comparada con el contrato de Smith. Por otro lado, Fergus sabía muy bien lo que significaba: mucha publicidad no deseada, cada vez más presión de los medios sobre Kate: «¿Cómo te hace sentir no saber quién es tu madre, Kate? ¿Crees que algún día sabrás quién es tu padre?». En el fondo sabía que Kate estaba mejor sin el contrato. Pero tres millones de dólares para comenzar en la vida significaban mucho. Siguió intentando apartar la idea de lo que podía significar para él su veinte por ciento.

Había intentado hablar de su dilema con Clio, pero ya habían tenido una fuerte discusión por eso.

– No sé ni cómo te atreves a presionarla en un momento como éste. Esos desgraciados pueden esperar.

Fergus dijo que intentaba no presionarla, pero que no era una decisión que pudiera tomar por ella, y que en Smith, por muy buena voluntad que tuvieran, no podían saber que Kate estaba pasando un mal momento y sencillamente necesitaban dejar el asunto resuelto.

– Es un asunto comercial, Clio, tienen fechas límite y tienen que cumplirlas.

– Pues diles tú que está pasando un mal momento, por el amor de Dios. Tienen que comprenderlo. Y si no, no se merecen tenerla.

Era en momentos como ése cuando Fergus se preocupaba por su relación, al ver lo diferentes que eran sus actitudes respecto a su profesión. Para Clio era algo claramente vergonzoso, para él era la única forma de ganarse la vida que conocía, y que en general disfrutaba.

Una cosa no casaba con la otra.

– Vosotros id por vuestra cuenta -dijo Jocasta a Clio-, y Nick puede llevar a Josh. Beatrice no va y no vale la pena que vaya solo en coche. No entiendo por qué quiere ir, pero es un detalle. Yo llevaré a Kate. Creo que es mejor que esté sola conmigo, podría estar muy disgustada. Casi mejor que Gideon no venga.

– ¿Josh conoce a Kate? -preguntó Clio-. ¿Sabe quién es?

– Sabe que es Kate Bianca, pero no tiene ni idea de que tenga algo que ver con Martha. Le he dicho que la conoce de la fiesta y que quiere venir. Es un poco duro de mollera, nunca les da vueltas a las cosas.

– Jocasta -dijo Clio-, ¡qué tonterías dices! Es muy inteligente, sacaba matrículas, ¿no? Desde niño.

– Sí, pero es muy tonto cuando se trata de la vida real -dijo Jocasta-, no se entera de nada.

– Ya -dijo Clio-. ¿Estás bien, Jocasta?

– Sí, claro. Estoy bien. ¿Por qué?

– No lo sé. No pareces la misma.

– Soy la misma de siempre.

Clio decidió dejarlo.

El funeral comenzaría a las dos. Poco después de la una, los coches empezaron a llenar St. Andrew's Road. A la una y media había gente de pie fuera. Se saludaban unos a otros y sonreían a los desconocidos. A las dos menos veinte, entraron todos en la iglesia.

El ataúd de Martha estaba en el porche de la vicaría. Como siempre, las mujeres del Instituto de Mujeres habían arreglado las flores de la iglesia: grandes ramos de lilas y lisianthus, y rosas blancas en el altar y en los grandes nichos a cada lado de la nave, jarrones de rosas en cada ventana y, junto a todos los bancos, un ramillete de guisantes de olor, las flores preferidas de Martha, atadas con cintas blancas.

Era un día casi perfecto de verano inglés. El cielo azul estaba salpicado de nubes blancas que se deslizaban rápidamente con la brisa. Grace, que estaba despierta desde antes del amanecer, escuchaba a los pájaros en su coro de despiadada alegría y esperaba que llorar tanto le ahorrara llorar después. No fue así.

St. Andrews no era una iglesia grande, pero tampoco pequeña. A las dos menos diez estaba llena. Los miembros más viejos de la parroquia habían acudido en masa, deseosos de despedirse de la niña que habían visto crecer, y los electores de Martha también, para mostrar su gratitud por la ayuda que les había prestado de forma gratuita, aunque fuera por tan breve tiempo. Geraldine Curtis estaba allí, con aspecto severo, y el señor Curtis, dócil, detrás. Colin Black, el agente político de Martha, también estaba, con expresión triste.

Había varias señoras de mediana edad, profesoras de Martha en la escuela.

– Era tan inteligente -decían a todo el que quisiera escucharlas-, la más lista de un año de alumnos muy brillantes. Fue un privilegio ser su profesora.

Después había la Otra Gente, como les llamaba Grace, la gente de Londres, coches llenos: un montón de empleados de Sayers Wesley, muchos de sus socios más jóvenes, los coetáneos de Martha, y también los mayores, todos encabezados por Paul Quenell, con expresión seria. El Partido Progresista de Centro había acudido casi al completo: Jack Kirkland, por supuesto, y Chad Lawrence y Eliot Griers y sus esposas, Janet Frean, terriblemente pálida y casi demacrada, acudió con su marido. Estaban Malcolm Farrow, el director de publicidad del equipo, y otra fila entera llena de miembros del partido, además de candidatos y secretarias. Una pequeña familia asiática, una bonita adolescente y un chico con aspecto avergonzado, y su padre, sonreían con torpeza: la familia de Lina, deseosa de presentar sus respetos a Martha por lo que había intentado hacer por Lina.

Finalmente sus amigos: Jocasta, Kate con aspecto afligido, Clio, Josh, Fergus, Nick, todos juntos. Ed los vio enseguida, cuando entró caminando detrás del ataúd, junto con los padres de Martha. Le dieron ánimos cuando se oyeron las horribles palabras, en la hermosa voz de Peter Hartley, «Yo soy la resurrección y la vida», y se preguntó sinceramente desconcertado cómo podía aplicarse eso a la persona que había amado tanto, la persona que era tan importante y una parte tan amorosa de su vida, que estaba en el ataúd rebosante de flores, con la pequeña guirnalda de Ed junto a la más grande de sus padres, un aro de rosas blancas con las palabras «Martha, mi amor para siempre, Ed» en la tarjeta, escrita con su letra, apresurada e ilegible.

Jocasta pensó que tenían razón al decir que una iglesia llena hacía más soportable un funeral. Toda aquella gente había decidido ir por Martha. Cogiendo a Kate de la mano cantó Lord of all Hopefulness, y pensó que tal vez diera un poco de consuelo a los Hartley. Los dos eran buena gente. Había abrazado a Grace y le había dicho que Martha había sido una gran amiga: esas cosas nunca se decían demasiado a menudo. Vio a Peter Hartley mirando a su congregación por encima del ataúd de su hija y se preguntó de dónde sacaba el valor. Sonrió a Kate para darle ánimos, pero ella no le devolvió la sonrisa.