El organista anciano, que había tocado en el bautizo y en la confirmación de Martha, estaba poniendo todo el sentimiento en el Nimrod de Elgar por ella, con los ojos empañados por las lágrimas. Nick, sentado con Clio y Fergus, miró hacia las filas de los políticos, los únicos a los que realmente conocía, aparte de Jocasta, y se preguntó qué podía haber visto Martha en esas personas, obsesionadas consigo mismas y con el poder, que la hubiera cautivado. ¿Qué tenía la política que la gente encontraba tan irresistible y merecedora de tantos sacrificios? Observar, dejar que te distrajeran, opinar, eso era una cosa; formar parte de ello era otra. De haberse resistido, probablemente ahora seguiría viva. Intentó no pensar en eso, porque era demasiado horrible.
Richard Ashcombe, de pie en ese momento, se dirigía al facistol, muy conmovido porque Grace y Peter le habían pedido que leyera san Pablo a los Corintios. Esperaba no fallarles. Estaba muy afectado. La última vez que había visto a Martha había sido en su fiesta de despedida; de hecho, ella había dado un pequeño discurso. Podía verla ahora, riéndose con él, apartándose el pelo, dándole su regalo (un tapón de botella de champán, de oro, con su nombre grabado), diciéndole que la oficina de Londres sería más sobria y más eficiente sin él «aunque no tan divertida», y dándole un beso. ¿Cómo era posible que hubiera muerto? Llegó al final por los pelos.
Fue con las palabras «la mayor de ellas es la caridad» cuando a Ed se le partió el corazón, como si le explotara de pena; se agarró a la barandilla del banco e inclinó la cabeza, luchando por contener las lágrimas. Jocasta, que estaba sentada detrás de él, alargó la mano y se la puso en el hombro para que supiera que estaba allí, y también lloró. Todos la querían, pensó Grace, ¿cómo podía haberse ido dejándolos solos?
Paula Ballantine, que cantaba en todos los funerales del distrito desde hacía cuarenta años, estaba dedicando un avemaria a Martha con toda la fuerza de su voz, aunque le temblara de vez en cuando. Fergus, que sentía un amor irlandés por la música, y que apenas conocía a Martha, se conmovió profundamente. Era la sensación de desperdicio, pensó, mirando el ataúd, el desperdicio de una vida brillante y plena, aunque también llena de una oscuridad oculta, y pensó que se había llevado con ella sus secretos y que ahora nadie tenía por qué conocerlos. Nadie que no tuviera derecho a conocerlos. Pensó en lo difícil que habría sido para sus padres y se preguntó si, de hecho, desearían saberlo. Era una pregunta difícil.
Entonces, rezando por tener la fortaleza suficiente para hacerlo, Peter Hartley hizo un breve elogio.
– Deben perdonarme -dijo-, si no puedo acabar. Pero con la ayuda de Dios acabaré. Sólo quiero decir unas palabras de despedida a Martha. No era una persona efusiva, y la mayoría sabéis que los ambientes floridos la irritaban. Sin embargo creo que le habría gustado esta iglesia. Era una persona notable, e incluso con mis prejuicios de padre, diría que era amable y buena además de ambiciosa y valiente, al mismo tiempo que tierna. Era una perfeccionista, como muchos de vosotros sabéis, y a veces era difícil estar a su altura. Siempre estuvimos inmensamente orgullosos de ella, y aunque fue duro perderla cuando se fue a la gran ciudad, para dedicarse a su carrera, comprendimos que era su lugar. Pero este año había vuelto a Binsmow, y trabajaba para la comunidad de una forma nueva, en su papel de política en ciernes. ¿Quién sabe adónde podría haber llegado? Tal vez una futura segunda primer ministro creció en esta parroquia y en la casa de al lado. Nunca lo sabremos. Pero lo que sí sabemos es que mientras estuvo -se le quebró la voz-, mientras estuvo con nosotros, por un tiempo demasiado breve, no le falló a nadie. Ni a su familia, ni a sus colegas, ni a sus amigos. Y todos la queríamos.
»No puede haber mejor epitafio que ése. Gracias por venir a despediros de ella. Mi esposa y yo os damos las gracias desde lo más profundo de nuestro corazón.
Kate era consciente de que le sucedía algo raro, algo que había comenzado cuando entraron en la iglesia, como si se le empezara a fundir el hielo que rodeaba su corazón. Esa madre suya, esa mujer que la había abandonado siendo un bebé y desde entonces había seguido con su vida, había empezado a cambiar… un poco. Esa mujer, de haber sido tan fría y egoísta como ella se había imaginado, no podría haberse merecido eso. Todas esas flores, todas esas personas, todo ese amor. No era posible. Tenía que haber habido una Martha diferente, una Martha buena y generosa, que significaba mucho para muchas personas. ¿Quiénes eran esos asiáticos, por ejemplo? ¿Y quién era ese chico tan guapo, que no paraba de llorar, delante de ellas? Era bastante joven, tal vez era un hermano. Martha no debía de ser en absoluto como Kate se había imaginado. Mejor. No estaba mal. Y su pobre madre parecía muy agradable, y su padre también, que había sido tan valiente hablando como lo había hecho. ¿Cómo podían haber tenido una hija que le había hecho a ella lo que le había hecho? ¿Qué dirían si ella decía: «Hola, soy Kate. Soy vuestra nieta, quería saludaros» Lo inapropiado que era aquello, la tensión de la ocasión, de repente ejerció un efecto perverso sobre Kate. Sintió un deseo abrumador de reír. Se mordió el labio, miró a Jocasta, y a Clio, a las amigas de Martha, a las amigas de verdad de su madre. Las dos lloraban y eso la serenó. Las dos eran tan buenas, tan simpáticas: ¿cómo podían haber querido tanto al monstruo que ella había creado en su cabeza?
Dios mío, si al menos la hubiera conocido, si hubiera sido más amable con ella aquel día.
La Tocata y fuga en re menor de Bach llenó la iglesia de música de órgano. Clio, que había estado cogiendo la mano a Fergus todo el rato, escuchando, observando y recordando como en un sueño, lo veía todo desde lejos, como si viera una película, una serie de imágenes raras y desconectadas. Los portadores levantaron el ataúd y se volvieron muy lentamente. Miró a Jocasta, que se secaba los ojos, y a Kate, que tenía la carita paralizada en una expresión de confusión, y pensó, por enésima vez, en lo mucho que se parecían.
Entonces el ataúd empezó a moverse despacio, muy despacio, pasillo abajo, las flores se desparramaron y la luz del sol entró con fuerza. Clio siempre recordaría a Martha a la luz del sol, no sólo allí, en la iglesia, sino en una playa blanca y soleada. Entonces miró a Ed, pálido, con los ojos rojos y llenos de lágrimas, caminando detrás del ataúd, y pensó que nunca había visto una cara joven tan afligida; era pronto, demasiado pronto, y después la madre de Martha, apoyada en el brazo de una mujer más joven, seguramente su hija, sollozando en escalofriante silencio.
Miró a Nick, el bueno y cariñoso Nick, que había intentado ahorrar a Martha tanto sufrimiento, y pensó que era muy especial, y luego miró a Josh, de pie junto a Jocasta, y lo raro que era que hubiera ido, que hubiera querido ir. A todos les había sorprendido, y parecía muy afectado, estaba pálido y tenía los ojos hinchados. ¿Por qué, si apenas conocía a Martha? Cómo se parecían, él y Jocasta, como gemelos, como había creído al verlos por primera vez, y entonces le tocó a ella caminar y empezó a andar lentamente por el pasillo, cogida de la mano de Fergus. Fuera había mucha confusión. El coche que llevaba a la familia ya había salido en dirección al cementerio, y otro coche iba detrás, con más parientes. Se encontró separada de los otros, mezclada con el grupo de políticos. Vio a Eliot Griers y a Chad Lawrence, totalmente hundidos, y a Jack Kirkland, sonándose la nariz sin parar, y a la odiosa Janet Frean. Qué cara tenía presentándose; Clio pensó que debía admirarla en cierto modo, porque habría sido más fácil fingirse enferma y, de hecho, lo parecía, parecía muy enferma, tenía los ojos hundidos en una cara grisácea y demacrada, la boca rígida. Se merecía estar enferma.