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No le dejó ningún mensaje; eso también le parecía humillante.

A las diez, agotado, se fue a la cama. A las once y media oyó un taxi que paraba fuera. La oyó entrar, oyó que se paraba, seguramente mientras la señora Hutching le decía que él había vuelto, la oyó subir corriendo. Entró en la habitación, ruborizada; era evidente que había tomado más de una copa de vino. Le sonrió insegura.

– Hola.

Se agachó para darle un beso. Él olió el vino en su aliento. No era muy atractivo.

– Hola, Jocasta. ¿Dónde has estado?

Logró que sonara despreocupado. Vio que se relajaba.

– Nada…, cenando.

– ¿Con quién?

– Con amigos.

– Ah, claro. ¿Qué amigos? ¿Nicholas Marshall entre ellos?

– Sí, era uno de ellos.

– ¿Y había más?

– Claro que había más. Gideon, he tenido un día horrible. Tú no estabas, no quería estar sola en casa…

– ¿Qué amigos?

– Gente del periódico. No les conoces. ¿Qué pasa? ¿Eres de la Inquisición?

– Creo que tengo derecho a saber con quién has estado.

– No me digas. ¿Derecho? Suena muy anticuado.

– ¿De verdad? Resulta que yo creo que como marido tengo derechos. Anticuados, sí. Pero también razonables. Veo que tienes un punto de vista diferente.

– Oh, Gideon, para. -Parecía agotada; se sentó en la cama. Ya no estaba ruborizada y parecía muy cansada-. He tenido un día terrible. No te puedes imaginar lo triste que ha sido, el funeral y todo eso.

– Me lo imagino. Pero yo también he tenido un día terrible. Intentando encontrar un vuelo, cambiando en lugares absurdos como Múnich, y todo para llegar antes a casa. ¿Qué me encuentro? Una casa vacía, sin una nota, sin ningún preparativo para mi llegada y tú fuera con tu anterior amante…

– Gideon, no. Por favor, no.

– ¿No qué?

– No hagas eso. Es muy peligroso.

– ¿Qué?

– Insinuar que he vuelto con Nick.

– Pero no es peligroso, supongo, que estés con él. Como estuviste el otro día.

– ¿Que yo qué?

– Estuviste con él el domingo por la mañana. Te pregunté dónde estabas y dijiste que en su piso.

– Gideon, joder, no estaba en su piso.

– No me hables así.

– Es que me sacas de quicio. Estaba disgustadísima, necesitaba estar con alguien. Fuimos a tomar un café.

– Ah, claro. Y esta noche reconoces que has estado con él.

– Sí, he estado con él. Y con diez personas más. En un bar del Soho. Si quieres les llamamos para que hagan de testigos.

– Sal de aquí -dijo él de repente, apagando la luz y dándole la espalda-. Vete. Estoy muy cansado y necesito dormir.

Jocasta salió.

– No sé si podré soportarlo -dijo llorosa a Clio al día siguiente por teléfono-. Empiezo a pensar que he cometido un gran error.

Clio tenía la consulta llena y no podía dedicarle la atención que el asunto requería. De todos modos le parecía una tontería.

– Jocasta, no seas tonta. Me has dicho mil veces que le querías, que no supiste lo que era el amor hasta que…

– Sí y es cierto. Le quiero. Mucho. Pero no sé cómo puedo vivir con él, ser su esposa. Es una vida horrible, espantosa, inútil, y no la soporto.

– Pero, Jocasta, ¿no te parece un poco… infantil?

– Oh, no empieces tú también. Es lo mismo que dice Gideon.

Clio sintió una punzada de simpatía por Gideon.

– Oye, Jocasta, ahora no puedo hablar. Tengo pacientes esperando. Te llamaré más tarde. Tranquilízate. Te sentirás mejor más tarde.

– ¡Estoy muy tranquila! -dijo Jocasta alzando la voz-. Y no me voy a sentir mejor. Si llego a saber que vas a decir esas chorradas no te lo cuento.

Y colgó. Casi agradecida, Clio apretó el intercomunicador para que pasara el siguiente paciente.

Cinco minutos después, Jocasta intentó llamarla otra vez. La recepcionista le dijo que la doctora Scott estaba con un paciente y que le daría el recado de que la llamara. Jocasta se echó a llorar.

Gideon se había ido a trabajar a las siete, sin despedirse. Se sentía angustiosamente sola, y enfadada consigo misma por ser tan antipática con Clio, con lo buena que era. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿En qué estaba convirtiéndose? En una niña mimada, que no tenía nada que hacer. Como las otras tres señoras Keeble, quizá. Qué difícil era estar casada, por Dios. De haberlo sabido…

Sonó el teléfono y se abalanzó a contestar. Clio. Gracias a Dios.

– Clio, lo siento…

Pero no era Clio, era Gideon.

– Lo siento, mi amor -dijo Gideon-. Perdóname. Me he comportado como un niño.

– Yo estaba pensando lo mismo -dijo Jocasta, riendo entre lágrimas-, de mí misma, quiero decir.

– No, no, no es verdad. Tuviste un mal día y yo debería haber sido más comprensivo. ¿Qué puedo hacer para que vuelvas a quererme?

– Pues…

– ¿Qué tal si almorzamos juntos?

– ¿Almorzar?

¿Eso era lo mejor que podía ofrecer?

– Sí. He pensado que podríamos ir al Crillon.

– ¿Al Crillon? Gideon, está en París.

– Ya lo sé.

– Pero… si son casi las diez.

– Eso también lo sé. Si puedes ir a City Airport, nos vemos allí dentro de una hora. Tenemos mesa reservada a la una. Por favor, dime que vendrás.

– Puede ser -dijo Jocasta.

Fue un gran almuerzo. Al final ella se incorporó por encima de la mesa y le besó.

– Gracias. Ha sido… fabuloso.

– Bien. ¿Estoy perdonado?

– Del todo. ¿Y yo?

– No hay nada que perdonar. ¿Qué, damos un paseo por la Place de la Concorde? ¿O nos echamos? Tú eliges.

– Lo de echarse suena mejor. Pero ¿dónde?

– Tengo una suite reservada -dijo Gideon-. Si no te parece demasiado cursi.

– Me encanta. -De repente le deseaba mucho. Se levantó y le cogió la mano-. Venga, vamos.

Más tarde, echada en la cama, sonriéndole y pensando en cuánto le amaba, se sorprendía de la rabia que había sentido hacía sólo unas horas. ¿Cómo podía ser que ese simple acto biológico, esa fusión de los cuerpos, curara la herida, apaciguara la ira, restaurara la ternura?

– Es lista la madre naturaleza, ¿verdad? -comentó Gideon.

– Es precisamente lo que estaba pensando. O algo parecido.

– ¿Lo ves? Somos mentes gemelas, como dirías tú. -Se inclinó para besarle los pechos y dijo-: ¿Empezamos de nuevo, señora Keeble?

– Empezamos de nuevo. Y yo intentaré hacerlo mejor.

– No creo que puedas hacerlo mejor, en un aspecto, al menos -dijo Gideon.

Y volvió a besarla.

A las once y media de la noche, una ambulancia paró frente a la casa de los Frean. Janet había tomado una sobredosis: no se sabía si era demasiado tarde para salvarla.

Bob paseaba por el pasillo del hospital una hora después, mientras le administraban fármacos y antídotos a Janet, y pensó que debería haber previsto la posibilidad. Sentía un remordimiento abrumador. A pesar de todo.

Capítulo 40

Grace estaba alimentando una terrible cólera. Estaba enfadada con todos: con su marido, que parecía sobrellevar la muerte de Martha mucho mejor que ella, enterrándose en su trabajo; con Anne, que seguía viva, mientras Martha estaba muerta, y que no dejaba de decirle que debía concentrarse en las cosas positivas de la vida; con su hijo, que no sólo seguía vivo, sino que también tenía una novia nueva, que además era terapeuta y no dejaba de ofrecer sus servicios a Grace, que tenía muy claro que no los quería.

También estaba muy enfadada con todos los parroquianos, que no dejaban de preguntarle con infinita amabilidad cómo estaba, cuando podían verlo perfectamente: en un estado de profunda desesperación. El médico de cabecera había ido a visitarla y le había dicho que quizá tenía que tomar pastillas contra el insomnio, cuando lo único bueno que podían aportarle, desde el punto de vista de Grace, era que si se las tomaba todas de golpe, acabaría con su dolor de una vez por todas. Se lo dijo al médico para que la comprendiera y él le acarició la mano y le dijo que era demasiado buena y sensata para pensar en algo así. Eso también la puso furiosa.