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Por mucho que rezara pidiendo orientación a Dios, Peter empezaba a resentirse.

– Ojalá me dijeras qué te pasa -dijo Nat-. No puedo ayudarte si no me lo cuentas.

Había llamado para preguntar a Kate si le apetecía salir. Ella le había dicho que mejor que no.

– Y no puedo decirte lo que me pasa porque no lo sé ni yo. Excepto que es peor que nunca…

– ¿Qué?

– No saber nada de mi madre. Al menos antes de encontrarla, tenía esperanzas.

– ¿Esperanzas de que?

– Bueno, de que sería la clase de persona que me gustaría. Y no lo era.

– Eso no lo sabes. Sólo la viste una vez.

– Sí, y fue un éxito, ¿no? Y ahora ha muerto, y nunca sabré nada de ella, ni por qué lo hizo, ni nada. No tengo respuestas, Nat, sólo más y más preguntas. ¡Estoy harta!

– ¿Y no te apetece ir al cine, al menos? Ponen Matrix, te gustaría.

– No -dijo Kate con un suspiro-, no, Nat. Vete tú. Ah, he rechazado el contrato, además. Eso me hace sentir mal.

– Pero no querías hacerlo.

– Ya lo sé, pero he rechazado tres millones de dólares. Da miedo.

– Prefiero no pensarlo -dijo Nat con un escalofrío.

Kate salió al jardín. Su madre estaba regando las rosas.

– Hola, mamá.

– Hola, mi vida. ¿Te encuentras mejor?

– No mucho. No sé qué me pasa.

– Yo sí -dijo Helen-, te han sucedido demasiadas cosas, eso es lo que te pasa. Descubrir quién era tu madre, y después lo que le sucedió, y toda esa preocupación con el contrato. Es demasiado para cualquiera, y más para alguien de tu edad.

– Sí, supongo que sí. También me siento mal por Nat. Se ha portado tan bien conmigo y yo no puedo…, no lo sé, no puedo ser buena con él. No me siento positiva con nada.

– Creo que eso mejorará -dijo Helen-, estoy segura. De verdad. -Sonrió a Kate-. Le echo de menos. A él y a su padre.

Kate sonrió y le rodeó los hombros con el brazo.

– Gracias, mamá. Eres un sol. No sé qué habría… Mierda, si es Nat otra vez, ¡dile que estoy durmiendo o algo! ¿Por qué llamará al fijo? A veces es un plasta.

– No hables así, cariño -dijo Helen débilmente.

Nick estaba haciendo la maleta. Había empezado el descanso parlamentario de verano y se iba a casa un par de semanas para estar con sus padres. Lo hacía todos los años y nunca se le había ocurrido que fuera raro: sus amigos iban a hacer submarinismo a las Maldivas o a navegar por la costa de Irlanda o a hacer excursiones por el Himalaya. A Nick, en cambio, le hacía feliz ayudar en el campo, descansar en el jardín, caminar por las colinas de Somerset, hacer picnics con los sobrinos que estuvieran en la casa, charlar con sus hermanos y desafiar a cualquiera al Monopoly o al backgammon después de cenar. Eso era lo que le gustaba hacer, decía, ¿por qué fingir que quería hacer otra cosa? Con sus vacaciones, como en todo el resto, todos estaban de acuerdo en que Nicholas Marshall era de piñón fijo.

Cogió la vieja bolsa Gladstone de piel que tenía en un estante de su dormitorio y vació su contenido sobre la cama. Ese era un momento interesante siempre. Nunca se molestaba en acabar de deshacer la maleta cuando volvía de los viajes a los que le mandaba el periódico -por lo general para seguir a algún político por el mundo- y la cosecha de esa noche, producto de un viaje a Washington a principios de primavera, no fue una excepción. Un par de libros a medio leer, tres periódicos estadounidenses, varios paquetes de chicle -que eran para Jocasta y su lucha bianual para dejar de fumar-, un par de calcetines -limpios, gracias a Dios- y unos gemelos de oro que le había regalado su padre. Qué suerte, creía que los había perdido.

Y una grabadora todavía dentro de la caja. Un regalo de Jocasta para el viaje.

– Es muy moderna. Ese trasto tuyo te dejará tirado cualquier día, seguramente cuando estés entrevistando a Bill Clinton -había dicho.

Nick no la había usado nunca, prefería la vieja, por destartalada que estuviera, y aunque se lo había agradecido mucho, nunca la había usado.

Era muy bonita, un cuarto del tamaño de la vieja, funcionaba con unas cintas diminutas. Una tenía escrito «Ponme» en la etiqueta. Sintiendo curiosidad, la metió en la grabadora y la puso en marcha. Oyó la voz de Jocasta.

«Hola, Nick, cariño. Ésta es tu enamorada, bueno, sí, bastante enamorada, novia, que te desea bon voyage y bonne chance y todo eso. Que te diviertas, pero no demasiado, y no te olvides de los bares de Hershey. [Evidentemente lo había olvidado.] Te quiero mucho mucho y gracias por lo bien que lo pasamos anoche. Una cena estupenda, y todo estupendo. Besitos.»

Nick lo escuchó una y otra vez. Pensando en ella, en que la grabación era como ella, dulce, simpática y cariñosa. Y pensando cuánto la había querido. Cuánto la quería todavía. Y que no se había portado muy bien con ella, la última vez que la había visto. Peor aún cuando le había devuelto sus cosas. Era terrible pensar en todo ese amor, evaporado en frialdad y distanciamiento. Para siempre.

Cogió el teléfono y la llamó.

Jocasta estaba en la cama, compadeciéndose de sí misma. Había pasado un fin de semana largo y solitario, y el sábado por la noche había pedido que le trajeran un curry. Era la primera comida que hacía en varios días, y se dio un buen atracón, que regó con una botella de vino tinto bastante áspero y terminó con helado, con el que había mezclado una barra de Mars, uno de sus postres favoritos. Ya fuera por el curry, por el atracón o por el vino, se encontró fatal toda la noche y buena parte del domingo. Empezaba a encontrarse un poco mejor. Pero igual de sola.

Así pues, la voz de Nick fue aún más irresistible de lo que habría imaginado.

– Hola -comentó Jocasta cautelosamente-, qué bien que hayas llamado.

– Hola, Jocasta. He pensado que debía llamarte. Para saber que estás bien.

– Estoy bien, sí. Gracias. Es un detalle por tu parte.

– Pareces… cansada.

– El sábado por la noche tomé curry y me sentó mal.

– Lo lamento. Nunca se me habría ocurrido que un curry pudiera estar en el menú de la señora Keeble.

– No, la verdad es que normalmente no lo estaría. Pero él… él no estaba. Me apetecía. Ya ves.

– Claro. En los viejos tiempos te habrías tomado un helado mezclado con una barra de Mars de postre.

– Lo hice -dijo ella sin pensar.

– ¡Jocasta! Eso quiere decir que los empleados tenían el día libre.

– ¿Qué? Ah, sí. Sí, lo tenían. ¿Dónde estás, Nick?

– Haciendo las maletas. Para ir a Somerset a pasar un par de semanas. Y he encontrado la grabadora que me regalaste. En la bolsa.

– Ah, sí. Creí que te sería útil. Evidentemente no, si aún sigue en tu bolsa.

– Sí lo ha sido. He puesto la cinta que grabaste. Otra vez, quiero decir. Fue un detalle, sólo quería darte las gracias.

Jocasta se acordaba de la cinta. Quería que Nick la tuviera, que tuviera algo de ella. Se acordaba de todo, de cuando grabó la cinta y se la mandó, porque había sido su último viaje al extranjero, justo antes de que empezara el drama. El Partido Progresista de Centro, Gideon, Kate, Martha. Dios, había pasado un año. Menos de un año. Parecía que fueran cinco. En fin, quería darle la cinta, y habían salido a cenar pero había bebido demasiado vino, como siempre, y se había puesto muy triste porque Nick se marchaba. Luego se habían ido a casa y habían hecho el amor como unos locos, y ella la había olvidado por completo hasta el día siguiente, cuando la había encontrado en su bolso y la había mandado por mensajero a la oficina de Nick. Después de grabar la cinta.