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– Clio -dijo-, Clio, lo siento. Lo olvidé. Estoy tan absorta conmigo misma en este momento, soy una imbécil, una estúpida asquerosa, Clio. Lo siento.

– No pasa nada -dijo Clio, y colgó. Cuando Jocasta intentó volver a llamar, saltó el contestador, igual que en el móvil.

Jocasta se sentía muy culpable, se sentía enferma. De hecho pensó que iba a vomitar. ¿Cómo podía haber hecho algo tan brutal? ¿Cómo podía haberlo olvidado? Clio era su mejor amiga, y ella le había hecho daño de esa manera tan perversa.

Pasó un buen rato marcando su número, diciendo «por favor, Clio, coge el teléfono», pero no lo cogió.

¿Qué había hecho? Dios mío, ¿qué había hecho?

Jocasta llamó a Fergus porque le pareció lo mejor si no podía hablar con Clio.

Fergus estuvo expeditivo con ella.

– Clio y yo no nos vemos mucho últimamente.

– Oh, Fergus, ¿por qué? ¿Qué ha pasado? Estabais hechos el uno para el otro.

– Llámalo un choque de ideologías -dijo, con bastante sequedad-, así que de «hechos el uno para el otro», nada de nada.

– Lo siento mucho. ¿Vas a contármelo?

– No, creo que no.

– Oye, la cuestión es que necesito hablar con ella. He hecho algo terrible, terrible, y necesito hablar con ella, pero no quiere hablar conmigo. Ni siquiera se pone al teléfono. ¿Podrías echarme una mano?

– No creo que pueda -dijo él, y su voz era muy triste-. A mí tampoco me coge el teléfono. Lo siento, Jocasta. Me gustaría ayudar, pero no puedo.

– De acuerdo. Tendré que pensar en otra cosa.

Fergus parecía extenuado. Le preocupó.

– ¿Cómo te va la vida, Fergus? Seguro que estás ocupadísimo.

– Pues mira, mal. No tengo mucho trabajo, si te he de ser sincero.

– Lo siento. Y lo de Kate no ha salido bien. Económicamente. ¿No va a hacer el trabajo de Smith?

– No, me temo que no.

– Espero que mi futuro ex marido te haya pagado por ella -dijo Jocasta de repente-. Recuerdo que prometió hacerlo, pero puede que necesite que se lo recuerden ahora.

– No, no me ha pagado, Jocasta. Es evidente que lo ha olvidado, que tiene cosas más importantes en que pensar.

A Jocasta no le engañó su tono deliberadamente ligero y divertido.

– Oh, Fergus, cuánto lo siento. Es imperdonable. Llamaré a su secretaria.

– Ya la he llamado. Seguro que me lo mandará pronto.

– Oye -dijo Jocasta-. Llamaré a Gideon. No pasa nada, ya nos hablamos otra vez. Todavía tenemos una cuenta conjunta. Si lo demás falla, yo misma te extenderé un cheque.

– Oh, no. Mejor que no lo hagas. Podría enfadarse.

– Que se enfade si quiere. Me da igual. Tú necesitas tu dinero. Tienes facturas. Nosotros te endosamos a Kate. Estoy segura de que lo ha olvidado por completo. Seguro que es culpa mía que lo haya olvidado todo. Tiene sus defectos, pero no es avaro. Le llamaré ahora mismo.

Gideon le dijo que lo sentía mucho y que mandaría un mensajero a Fergus inmediatamente con un cheque.

Jocasta pensó que eso podría ayudar a arreglar las cosas con Clio un poco. Al menos había podido echar una mano en algo.

Peter Hartley estaba sentado en la cocina, más desesperado que nunca, cuando llegó Maureen Forrest con un gran ramo de dalias.

– Es para la señora Hartley. Siento venir tan temprano, pero voy camino del trabajo. Ed dijo que no parecía estar muy bien cuando la vio el sábado.

– No lo está, no. Está… está muy frágil. Esta mañana se ha desplomado por un desmayo.

– Oh, lo siento. ¿Está bien ahora?

– La verdad es que está muy desanimada. No consigo que coma nada. El doctor Cummings dice que tendrá que hospitalizarla, si sigue así.

– Lo siento mucho, señor Hartley. Como si usted no tuviera ya bastante.

– Yo estoy bien. Fue muy amable por parte de Ed venir a verla el fin de semana. Me da la sensación de que es el único que la hace reaccionar. Supongo que es porque quería a Martha. Es como un vínculo con ella.

– Me alegro de que sirviera para algo. Ed también está muy triste. Pero… aunque suene mal, es joven. Los dos sabemos que lo superará algún día. No del todo, claro, y nunca la olvidará, pero encontrará a alguien. Por supuesto, a él no se lo diré, porque no me creería y porque suena… -Se calló.

– ¿Cruel? -dijo él sonriendo.

– Sí. Pero no lo es. Sólo tiene veintitrés años. Lo que usted y la señora Hartley han perdido es mucho peor. Cuando John se moría, yo no dejaba de pensar: al menos no es Ed. ¿Suena muy mal?

– Por supuesto que no -dijo Peter, pasándole un brazo por el hombro-. Sí, es la peor de todas las muertes. Yo mismo… me temo que lo encuentro insoportable. Es el orden equivocado de las cosas. No alcanzo a comprenderlo.

– Lo siento mucho. Lo siento por los dos. En fin, pasaré dentro de un par de días. Le diré a Ed lo que me ha dicho. Le gustará.

Jocasta había decidido ir a ver a Clio. Era demasiado importante para dejarlo. Tampoco tenía nada más que hacer.

Estaba a punto de salir cuando llamó Beatrice.

– Jocasta, ¿cómo estás?

– Bien. ¿Y tú? Mujer maravillosa y asombrosamente desinteresada.

– No sé qué decirte. No estoy entusiasmada con Josh.

– Me lo imagino. Pero fue hace mucho tiempo. Hace dieciséis años o yo qué sé.

– Sí, lo sé. Pero duele de todos modos, no sé por qué. Supongo que porque…, oh, no lo sé. Porque no me ayuda mucho a confiar en él. Es una tontería, lo sé. Pero está claro que lo suyo es genético.

– No es una tontería. Yo me sentiría igual. Pero últimamente se está comportando, ¿no?

– Oh, sí -dijo Beatrice-, se está comportando. -Se rió forzadamente-. Parezco su madre. O su hermana mayor.

– Tú tienes mejor opinión de él que su hermana mayor -dijo Jocasta-. Debes de quererle mucho, Beatrice.

– Sí, supongo. En fin, de todas formas es lo mejor para Kate. Josh me ha dicho que está muy contenta.

– Sí, creo que sí. ¿Aún no la conoces?

– No, vendrá a tomar el té el domingo. Quiero conocerla oficialmente y he pensado que sería más fácil si venía a casa.

– Creo que te gustará -dijo Jocasta-, es muy agradable. Muy inteligente. Supongo que no se lo dirás a las niñas.

– No. Por ahora no. Oye, Jocasta, te he llamado para preguntarte una cosa.

– Dime.

– ¿Vas a volver con Gideon?

Eso pilló desprevenida a Jocasta.

– Ni hablar. De ninguna manera.

– Ya. Estábamos preocupados por ti. Esperábamos que las cosas se arreglaran.

– No se arreglarán. Pero volvemos a ser amigos. Seguramente porque hace semanas que no nos vemos. Pero nos divorciaremos. En general estoy bien, estoy muy contenta, de hecho, feliz como una perdiz. No te preocupes por mí, por favor.

– Bien, me alegro de saberlo.

– Gracias por llamar. Ahora tengo que irme, perdóname. Hablaremos pronto. Eres mi ídolo.

– Ojalá -dijo Beatrice.

Ed estaba tomando su tercer café del día y deseando poder sentir algún interés por lo que estaba haciendo, cuando le llamó su madre. Lo hacía casi todas las mañanas. Ed no estaba seguro de si le gustaba o no que lo hiciera.

– ¿Cómo estás hoy, hijo?

– Un poco mal…

– Claro -dijo ella con ternura-. Va y viene, lo sé. Sobre todo viene, al menos al principio.

– Sí. Tú lo sabes mejor que nadie, mamá.

El matrimonio de sus padres había sido especialmente feliz. Así había aprendido lo que era el amor, le había dicho Ed a Martha.

– Amor de verdad. Del que dura. Como tú y yo.

– Sí -dijo Maureen con dulzura-. Y te diré una cosa, Ed: con el tiempo, los recuerdos son más felices. Es verdad.

– Bien -dijo Ed-, algo es algo. Gracias, mamá.