– Venga ya, Janet, podrías dirigirlo si yo no estuviera. Tal vez deberías -dijo Kirkland.
– ¿Ah, sí? ¿Qué me dices de Eliot y Chad?
– Por lo que a mí respecta, después de lo que ha pasado, eres mejor contendiente que ellos -dijo Jack.
– Bueno, por suerte para mí, sigues aquí -dijo Janet-. No me apetece nada. Lo juro.
Gideon Keeble, que había logrado salir de los arrabales de Dublín por su capacidad de oler una mentira a la legua, los miró a los dos con interés. Estaba claro que Jack la creía y, lo que era más importante, Janet lo sabía.
Antes de irse a la cama, Clio pasó a ver a Martha. Estaba profundamente dormida.
Pobre Martha. Debía de haberle sucedido algo muy traumático para sufrir un ataque de pánico tan grave.
– ¡Oh, mira esta foto de Kate! -Clio pasó el People por encima de la mesa-. Chica traviesa asomándose por la ventana de la limusina y saludando a las cámaras. Creía que la idea era quedarse bien quietecita dentro. ¿A que está mona? El chico parece guapo.
– Es bastante guapo -dijo Jocasta-. Es muy simpático. ¿A quién más han sacado? Oh, mira, ahí están Jamie Oliver y Jules. Espero que les gustara la comida. Y Jonathan Ross. Qué detalle que todos se tomaran tantas molestias.
Eran las diez y media. Gideon ya había nadado y llevaba horas haciendo café. No paraba de entrar gente en la cocina, entre ellos varios hermanos y hermanas de Gideon. Jocasta los saludó a todos con afecto, aunque ya había dejado de intentar saber quién era quién. Beatrice, que era la más desmejorada, se escondía detrás de los periódicos. Josh, injustamente rebosante de vitalidad, había dado un paseo y estaba proponiendo que dieran otro.
– Voy a ver a Martha -dijo Clio-. Me sorprende que no haya bajado.
Volvió al cabo de cinco minutos.
– Se ha largado -dijo-. Se ha ido. Qué comportamiento más raro.
– Muy raro -dijo Jocasta, mirándola-. ¿Por dónde ha salido?
– Dice que ha llamado a un taxi. Ha dejado una nota -dijo Clio, blandiendo un papel-. Es muy cortés: «Siento haberos causado tantas molestias, gracias por vuestras atenciones, pero tenía que volver a casa».
– Qué chica más rara -dijo Jocasta-. Creo que no le gustó que la viéramos tan descontrolada.
Martha había pasado todo el día haciendo un esfuerzo titánico para calmarse. Intentó convencerse de que estaba comportándose como una tonta, de que no corría ningún peligro. Janet Frean era la mujer más amable y más digna de confianza que conocía y, lo más importante, absolutamente discreta. Era imposible que hablara con nadie sobre lo que Martha le había contado. Por supuesto que no. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué sacaría con ello?
Estuvo así todo el día, dándole vueltas en su cabeza dolorida, en círculos concéntricos inútiles, hasta que pensó que estaba volviéndose loca. Por primera vez desde que…, bueno, desde ese día, no dominaba la situación, estaba a merced de otra persona.
Sonó el teléfono. Era Ed.
– Hola, soy yo. Llamaba para saber si lo habías pasado bien en la fiesta. He visto las fotos. ¿Por qué no hay ninguna tuya? Volveré a llamar…
Sin pensar con claridad lo que hacía, desesperada por hablar con alguien, por salir de la cárcel de su cabeza, Martha descolgó el teléfono.
– Hola, Ed, soy yo.
– Hola. ¿Estás bien?
– Sí, sí, estoy bien. Gracias.
– Estupendo. Sólo es una llamada de rutina. Para saber si estabas bien. No querrás salir a tomar algo, ¿verdad?
– No -dijo Martha rápidamente-, no, Ed, no puedo. Gracias. Hoy no, al menos.
– ¿Mañana entonces? -preguntó con voz ilusionada.
Otra cosa que Martha no debería haber dicho.
– No. No, mañana no -se apresuró a decir-. Quería decir que no.
– Martha, estás rara. ¿Te encuentras bien?
– Sí. Sí, estoy bien. Gracias.
– Pues no parece.
– Pues lo estoy. Todo perfecto. Sí.
– De acuerdo. -Martha casi le oyó encogerse de hombros-. Volveré a llamar. Seguramente mañana.
Aquello no la había ayudado mucho. Tal vez debería habérselo contado a Ed. Al menos sabía que él la amaba, y le deseaba lo mejor.
Volvió a sonar el teléfono. Ella descolgó con rapidez.
– Ed, por favor…
Pero no era Ed. Era Janet.
– Hola, Martha, soy yo. Quería saber cómo estabas.
Su tono era amable, cariñoso, de genuino interés. Martha se sintió mejor de repente. Qué absurdo había sido pensar que esa mujer tan amable quisiera hacerle algún daño.
– Hola, Janet -comentó, y ella misma notó el alivio que delataba su voz-. Qué amable eres. Estoy bien, en serio. Mucho mejor. Gracias de nuevo por lo de anoche, estuviste maravillosa.
– Cielo, no fue nada. Puse mi hombro para que lloraras, nada más.
– ¡No! Creo que me salvaste de volverme loca.
– A mí me pareces muy cuerda. Oye…, he pensado…
– Janet -dijo Martha-. Janet, no se lo dirás a nadie, ¿verdad?
– ¡Martha! Martha, por supuesto que no se lo diré a nadie. ¿Por quién me has tomado?
Vaya, la había ofendido. ¿Qué podía hacer ahora?
– No, claro que no. Es que… no sé lo que digo. Es sólo que…
– Martha… -La voz era infinitamente cariñosa-. Martha, escúchame. Necesitabas hablar. No podías guardártelo para ti sola siempre. Aunque… aunque ella no hubiera estado en la fiesta. Es una carga intolerable. No sé cómo lo has aguantado tantos años. Te está matando, eso está claro. Me gustaría pensar que hablar conmigo te ha ayudado… aunque sea un poco.
– Me ha ayudado, Janet, me ha ayudado mucho.
Mentirosa, Martha, no te ha ayudado, te ha aterrorizado.
– Es normal que te inquiete pensar que yo pueda contárselo a alguien. Lo comprendo, en serio. Pero no hablaré. Te lo juro. Sería imperdonable. Me siento muy honrada porque confiaras en mí. Porque me demostraras tanta confianza. No te traicionaré. Te lo juro, Martha. De modo que deja de preocuparte. Por favor.
– Gracias, Janet, te lo agradezco mucho. No me preocuparé más.
No se preocuparía. No se preocuparía más.
Clio llegó a casa y encontró una carta del Royal Bayswater. ¿Estaría disponible para una entrevista con la junta el miércoles 3 de julio, para hablar del puesto de especialista en geriatría?
Se sintió feliz y triunfante. Aún no tenía el empleo, aquello sólo era el principio. Pero era mucho. Para ella, en aquel momento, era mucho.
Quería contarle a alguien lo de la entrevista. Era una de las peores cosas de vivir sola: la rutina diana podía sobrellevarse, incluso los días malos, pero por pequeñas que fueran, necesitaba compartir con alguien las alegrías.
Decidió llamar a Jocasta; tenía el teléfono apagado.
No podía decírselo a Mark, ni a nadie de la consulta, y ya empezaba a sentir que su placer disminuía, cuando, como si lo hubiera adivinado, llamó Fergus.
– Sólo quería darte las gracias por hacerme compañía anoche. Y saber si habías llegado a casa sana y salva.
Clio le dijo que había llegado sana y salva y que la habían convocado a una entrevista para el puesto de especialista.
– No sé por qué, pero no me sorprende -dijo él, y fue como si le viera sonreír.
– ¡Oh, no! -Chad estaba escandalizado-. Dios santo, no me lo puedo creer. ¿Cómo puede haberse filtrado eso, por el amor de Dios?
– ¿Qué? -Abigail se inclinó por encima de su hombro para leer-. ¿Qué pasa? Ah, sí. Ya veo. Oh, vaya.
– ¿Cómo cojones ha pasado? -preguntó Chad-. Nadie lo había visto excepto algunos de nosotros. Nadie. Y la empresa de investigación, claro. Pero ellos no lo harían. ¡Es imposible!
– ¿No harían qué?
– Filtrarlo.
– ¿Tiene que ser una filtración deliberada a la fuerza? -preguntó Abigail.
– Totalmente deliberada. Pero ¿quién? -Sonó el teléfono-. Mierda. Cógelo tú, Abigail, por favor.