– Ya lo tengo.
– Bien. Siéntate allí, en el taburete, donde estabas antes, así, y lee. Léelo de verdad.
Fue más fácil de lo que esperaba. Iba por la segunda pregunta, pensando en lo que sentía cuando Nat la besaba, si era excitante, muy excitante o totalmente salvaje, cuando Rufus dijo:
– ¡Kate!
Alzó la cabeza sin saber lo que quería de ella. La cámara se disparó.
– Bien -dijo él-. Sigue.
Después de tres disparos, se acercó a ella con algunas Polaroids.
– Mira, ¿qué te parece? -preguntó.
Kate miró. Podría haber sido su hermana pequeña, sin apenas maquillaje, los cabellos cayéndole sobre un hombro. Parecía sorprendida, conmovedoramente distraída, con los ojos abiertos e interrogadores, los labios pálidos un poco separados.
– Es una maravilla -dijo Rufus-. ¿Puedes hacer eso una y otra vez?
– Sí -contestó Kate, satisfecha ahora que ya sabía lo que él quería-, sí, seguro que puedo.
Al día siguiente, Smith hizo su oferta: un contrato de tres años para que Kate fuera el rostro de su nueva línea juvenil, Smith's Club, por un millón de dólares al año. Las condiciones del contrato incluirían una gira de publicidad tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido, así como apariciones públicas en Ascot y en el campo de polo de Smith y varios estrenos de cine, y disponibilidad para acudir a sesiones de prensa de Smith. Fergus les dijo que tendría que hablar con Kate y sus padres y que les diría algo después del fin de semana.
Pasó las siguientes veinticuatro horas pensando cuál sería la mejor forma de presentar las noticias a los Tarrant, para obtener su aprobación, al tiempo que fantaseaba sobre lo que podría hacer con el veinte por ciento de tres millones de dólares. Y sólo de vez en cuando pensaba en lo que podía representar para una adolescente vulnerable de apenas dieciséis años, con unos antecedentes tristes y difíciles…
Nick estaba en el vestíbulo de los diputados el jueves por la mañana, escuchando a medias una historia que había oído demasiadas veces, cuando vio que Teddy Buchanan se dirigía a la Cámara.
Nick lo interceptó y lo invitó a cenar el lunes, en el hotel Stafford, no sólo un gran proveedor de la clase de comida y vino que le gustaba a Teddy, sino un lugar más discreto que el Connaught o el Savoy. Teddy aceptó de inmediato.
Antes de que dieran las siete de la mañana del sábado, Jack Kirkland ya estaba hablando por teléfono.
– Sé que es temprano, pero no quería que te me escaparas. Sé que te vas a Suffolk a primera hora. ¿Has visto el Times?
– Sí, lo he visto.
– Estoy muy contento -dijo Jack-, muchísimo. Realmente transmite un nuevo mensaje. Nos hace humanos, sensatos, conscientes de la vida real. Todas, cada una a su manera, habéis hecho un trabajo estupendo. Bien hecho, Martha. Sé que no te gusta lo de la publicidad, pero tendrás que acostumbrarte. Lo haces de maravilla.
– Oh, no tanto -dijo-. Pero me alegro de haber ayudado. ¿Ya has hablado con Janet?
– No. Bob me ha dicho que estaba durmiendo. Es raro en ella; Janet es como tú, Martha: en pie como las gallinas y a punto para enfrentarse a todos los avatares de la vida. ¿Has hablado tú con ella?
– No, tampoco… tampoco se ha puesto.
– Bueno, se merece un descanso. Igual que tú. No debes agotarte, Martha, pero sé que esas consultorías significan mucho para ti, y para tus votantes. Es un gran gesto. Una gran idea.
La chica del Times también lo había dicho y lo había puesto en su artículo. Era un buen artículo, pensó Martha, echándole otro vistazo. Pero… era muy halagador con ella.
«La directora, la prefecta y la chica nueva», rezaba el titular. Janet, por supuesto, era la directora, y se la describía como una de las líderes del nuevo partido «apasionada con la necesidad de alimentar, educar y mejorar la salud, tanto física como moral». Sonaba un poco… a institutriz. Y Janet parecía la institutriz en la foto, con su «uniforme», y los cabellos cepillados hacia atrás muy tirantes. Por su parte, Mary Norton hablaba del papel de las mujeres en la política, la necesidad de expandir su base de poder, de la discriminación positiva, de las mujeres como una fuerza dentro de los sindicatos, que debían aspirar a doblar el número de guarderías en el lugar de trabajo, conseguir el permiso de paternidad, alargar el permiso de maternidad. Sonaba muy feminista, muy de izquierdas: a Martha le sorprendía que Jack estuviera complacido con su contribución. Mary, con los cabellos rizados y elegantes mechas grises, jersey y chaqueta conjuntados y la cara poco maquillada, estaba imponente. Y después estaba Martha: Martha mirando a la cámara, con los ojos castaños muy abiertos y los cabellos lisos y con mechas, con una camiseta de escote oblicuo y una chaqueta de corte perfecto, diciendo que se preocupaba por los desfavorecidos, hombres o mujeres, mencionando a Lina y el horror de su sala mixta, su escuela pública, destruida por el «ideal de inclusión», hablando de sus asesorías jurídicas en su ciudad natal, y cómo veía la política desde «mi punto de vista de chica».
Se la presentaba encantadora, considerada y modesta. Estaba preciosa. La periodista la había destacado como «Quizá la más humana de las tres, la que todavía vive en el mundo real, la más consciente de lo que quiere de la política y con el carisma a su favor para conseguir su escaño y poner en práctica sus ideas. Jack Kirkland, el líder del Partido Progresista de Centro, la apoya sin tapujos: dice que representa el futuro del partido».
Eso era lo que la había preocupado más -desde el momento en que lo leyó, a última hora de la noche anterior en la estación de Waterloo, y la había tenido despierta toda la noche-, que la destacaran y saliera tan favorecida, y desde que Janet se había negado a ponerse al teléfono, estaba aún más preocupada.
Si fuera Janet, no le habría gustado que la retrataran como la vieja estadista, no le habrían gustado las implicaciones de su papel de niñera, ni las poco halagadoras fotografías. Por mucho que se esforzara en decir que le daba igual su aspecto, sí le importaba. Se cortaba el pelo en Nicky Clarke y se lo peinaban dos veces a la semana, y sus trajes de uniforme eran todos de Jaeger y MaxMara. A Mary Norton le daba igual. Ella tenía integridad política de verdad, y estaba dedicada a sus ideales. La cuestión era que Janet quedaba como la menos carismática de las tres, y el carisma lo era todo en política. Era lo que mantenía a Tony Blair tan firmemente en su puesto.
Martha intentó llamar a Janet por segunda vez, y dejó otro mensaje en el contestador. Por lo visto, Bob se había cansado de hacerle de secretario. Comprobó sus correos una vez más por si Janet le había escrito. No había ninguna noticia.
– Martha, cariño, perdona que no te haya contestado las llamadas antes. He tenido una mañana feroz. El artículo ha salido perfecto, ¿no te parece? Creo que las tres hemos quedado de maravilla. Me gustó mucho, sobre todo que se mencionaran casi todos mis puntos. Y Jack también está complacido. Tú sales preciosa en la foto. Mary y yo no tanto, pero ésa no es la cuestión, ¿verdad? Gracias por haber encontrado tiempo.
Martha conducía por la Mu y sintió que el coche podía despegar y salir volando. Debería dejar de preocuparse por Janet. No había ninguna necesidad.
Clio miró a Fergus, frente a ella en la mesa, y se preguntó si debería decirle que no necesitaba coger el último tren de vuelta, porque una vez más estaba instalada en casa de Jocasta.
Sin embargo, podría parecer un poco atrevido. Como una invitación. Él había dicho un par de veces, muy cortésmente, que tenían que estar atentos al reloj porque ella tenía que irse, y había añadido que no le hacía gracia que tuviera que ir en transporte público a esas horas un sábado por la noche. ¿No le daba miedo? Clio había dicho que no. Y que tenía el coche en la estación. Eso era cierto.