El señor Morris estaba sentado con la señora Morris, cogiéndole la mano. A la señora Morris le habían puesto un camisón limpio y tenía en la cara una sonrisa pacífica de muerte. Clio cogió una silla y se sentó a su lado, cogiéndole la otra mano. Él la miró y dijo, con lágrimas resbalándole por las mejillas:
– Me ha dejado, doctora Scott. Me ha dejado.
– Lo sé -dijo amablemente-. Lo sé y lo siento mucho.
– Me prometió que no lo haría. Me prometió que me esperaría. ¿Qué voy a hacer sin ella?
Eran las dos cuando salió disparada por el camino de entrada, esquivando por los pelos a la camioneta de la carnicería. Se alegraba de haber ido. Aunque le costara el empleo.
¿Qué podía hacer ahora? Si iba derecho a la estación, quizá cogería el de las dos y media. Así llegaría justo a tiempo para arreglarse un poco y ordenar sus ideas, con su falda y su camisa viejas, y los zapatos gastados. Por otro lado, podía aparecer arreglada y decente, pero tarde.
Clio pensó en las personas que probablemente formarían la junta y sus intereses y decidió que no se fijarían tanto en su chaqueta de Paul Costelloe y sus pantalones de Jigsaw. Fue a la estación.
– ¡Qué puta mierda! -exclamó Eliot Griers.
Chad Lawrence le miró; pocas personas habían oído maldecir a Eliot. En general, sus modales no habrían ofendido a un claustro de monjas camino de maitines.
– Pensé que esto… te animaría -dijo.
– Es asombroso. ¿Por qué no me lo habías dicho, maldito inútil?
– ¡Eliot! -Pero sonreía-. Lo siento, lo siento mucho. Lo había olvidado. Ya sabes cómo se esconden las cosas en rincones del cerebro y… allí se quedan. Le he estado dando vueltas a esa noche una y otra vez, intentando recordar algún detalle, y anoche me acordé. Ella volvió, estoy seguro. Había olvidado el móvil. Tú ya te habías ido con tu ligue…
– No era mi ligue.
– No, está bien, tu viuda desconsolada, o divorciada, o lo que sea. Así que es posible, cabe dentro de lo posible, que os viera. Es posible. Y ella también vio las cifras de la encuesta, por cierto.
Clio cogió el tren de las dos y media, por los pelos. Se instaló en un compartimento, recuperó el aliento y buscó un peine en el bolso. No llevaba peine. Por suerte, sí tenía una bolsita de maquillaje y podría…
– ¡Mierda! -exclamó en voz alta.
Tampoco llevaba la bolsa de maquillaje.
Qué desastre…
Encendió el móvil, que había apagado mientras estaba con el señor Morris. Tenía un mensaje de texto de Fergus, que decía: «Suerte con la entrevista. Espero que lleves el vestido de la fiesta». Era un cielo. A lo mejor no la había encontrado tan aburrida, a lo mejor… Le contestó.
«Muchas gracias. Ojalá. Llevo ropa vieja. Estoy espantosa. Clio.»
Él le contestó inmediatamente.
«¿Por qué?»
«Muchos líos. No sé si llegaré.»
Ya llegaba tarde. ¡Mierda!
«Nos disculpamos con los clientes por el retraso. Debido a un fallo en los semáforos de Waterloo, este tren tendrá su final en Vauxhall. Se recomienda a los clientes…»
¡Clientes!
– ¡No somos putos clientes! -gritó a un desventurado revisor que pasaba por el vagón-. Somos pasajeros. Personas que quieren ir a algún sitio. Con sus trenes. ¿Se entera?
Él se encogió de hombros.
– No me culpe a mí, guapa -dijo, y se alejó.
¡Mierda, mierda, mierda! Estaba escrito que no conseguiría ese empleo. Lo estaba. No valía la pena…
Sonó el teléfono.
– ¿Clio? Soy Fergus. ¿Qué pasa?
Jocasta estaba preparando con bastantes nervios el regreso de Gideon el fin de semana. Se sentía como una esposa americana rica. Había llenado de flores la casa, se había cortado el pelo y se había hecho mechas, y se había comprado un salto de cama de Agent Provocateur. Seguramente lo llevaría puesto poco rato, pero seguía siendo muy bonito. Aunque bonito no era la palabra correcta. Sexy. De satén negro y encaje de color crema, y no mucho de cada. A Gideon le gustaría. Era un poco anticuado en cuestión de ropa íntima. Era bastante anticuado en todo.
También había reservado entradas para un concierto de Mozart en el Wigmore Hall, que sabía que él disfrutaría más que ella, y una mesa en el Caprice para cenar.
Estaba satisfecha consigo misma. Eso le gustaría a Gideon, le demostraría que era una mujer madura, una esposa adecuada para él, no una jovencita egoísta e inmadura. Como su dichosa hija. Miró el reloj y suspiró. Aún le faltaba media tarde del miércoles por pasar. ¿Qué podía hacer? Más compras, quizá. No, iría a correr por el parque.
De repente, tuvo una visión de Nick saliendo a correr de su casa un domingo por la mañana, su cuerpo largo y atlético moviéndose ágilmente y con seguridad por la calle, el cabello castaño al aire, saludándola sin darse la vuelta. Y luego volviendo a casa y preparando café, intentando descongelar el zumo de naranja que ella había dejado demasiado tiempo en el congelador y apartando las pilas de periódicos que tapaban la cama. A menudo hacían el amor los domingos por la mañana, con agradable lentitud, perezosamente. Ella nunca llegó a comprender cómo podía salir a correr después de eso.
¡Basta, Jocasta! Todo eso estuvo muy bien, os lo pasabais en grande y el sexo era fantástico, pero no te quería. Al menos, no lo suficiente. Gideon sí te quiere. Y es maravilloso.
Fergus había dicho que recogería a Clio en Vauxhall.
– Puedo cruzar Londres rápido, por Vauxhall Bridge, luego Park Lane, y estoy allí en un abrir y cerrar de ojos. No te preocupes.
Clio había protestado, le había dicho que seguro que tenía otras cosas que hacer, como trabajar, pero…
– Tonterías -dijo Fergus-. Esta tarde soy libre como un pájaro. Tenía una cita movida con una inspectora de Hacienda, pero se ha presentado esta mañana. ¿Necesitas algo más?
– Bueno… -Clio dudó-. La verdad, Fergus, no sé si podrás…
Tenía que gustarle. A la fuerza.
El tren entró en la estación de Vauxhall a las 3:35 y él estaba esperándola fuera, sonriendo y con una bolsa de productos de maquillaje en la mano.
– Detrás tienes una chaqueta. Creo que es de tu talla. No está mal, es bastante bonita. Una chica con quien salía se la dejó en casa. Es de Jigsaw, talla doce.
– ¡Oh, Fergus! -exclamó Clio, y sin pensar que podía avergonzarlo, le dio un beso-. Eres un ángel.
– No tanto, y ella seguro que no está de acuerdo, pero… sube, sube al coche. Puedes arreglarte por el camino.
Incluso le había traído pañuelos de papel.
A las cuatro menos cinco estaban en un extremo del aparcamiento de Park Lane.
– Clio, hola. -Era la secretaria de Donald-. ¿Estás en el hospital?
– No -gimió Clio-. Estoy en Park Lane. ¡En un atasco! ¿No van con retraso, por casualidad?
– Me temo que no. El doctor Sabelotodo, y no te lo he dicho yo, tu único rival de verdad, está dentro. Saldrá de un momento a otro. ¿Qué hago, Clio? ¿Les digo que llegarás tarde?
– Será lo mejor -respondió Clio.
A las cuatro y cuarto se acercaban a Sussex Gardens. El tráfico seguía avanzando a paso de tortuga.
– Creo que llegarías antes andando desde aquí -dijo Fergus-. Yo aparcaré e iré a buscarte. Buena suerte. Estaré esperándote.
Clio abrió la puerta de golpe y echó a correr. Al menos los zapatos viejos servirían para algo. Al llegar a la puerta del Royal Bayswater se dio cuenta de que se había dejado las notas en el coche.
Fergus estaba intentando entrar marcha atrás en un espacio demasiado pequeño, y con rayas amarillas dobles, cuando vio las notas para la presentación de la entrevista en el asiento de atrás. Todas las razones por las que quería el puesto, sobre presupuestos, cómo veía el departamento de geriatría en el marco de la administración del hospital y la política interna. Había estado estudiándolas para no ponerse más nerviosa, por el camino. Evidentemente eran importantes. Pero ya le llevaba cinco minutos de ventaja. Al menos. Y el hospital todavía estaba lejos.