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Clio estaba en la recepción, intentaba hacer entender a la recepcionista que no tenía conocimiento de ninguna entrevista de la junta, la urgencia de su caso.

– Llame a la secretaria del profesor Bryan -dijo-. Ella sabrá dónde tengo que ir.

Dios mío. Si al menos tuviera las notas. Si… Estaba desorientada, no podía pensar con claridad.

– ¡Clio! Ven. Te han dejado de margen hasta las cuatro y media. Les he servido un té.

Era la secretaria de Donald. Tendría que mandarle unas flores.

– ¡Clio!

Era Fergus, blandiendo algo en la mano. Sus notas.

– Oh, Dios mío -gritó Clio-. ¿Cómo lo has hecho?

– Una vez gané una medalla en una carrera, el único premio que me dieron en la escuela -dijo-. Toma. Buena suerte. La chaqueta te sienta bien -añadió-. Te sienta mejor a ti que a ella.

– ¿Es tu novio? -preguntó la secretaria de Donald-. Qué cielo.

Todos la miraron con frialdad cuando entró en la sala. Incluido Donald. Eran cinco: algunos conocidos, otros no. El director administrativo del hospital, un asesor externo, el director clínico, uno de los especialistas y Donald.

– Lo siento mucho -dijo, sentándose en la silla que le indicaban-. Puedo explicarlo si lo desean…

– Ahora no -dijo el administrador-. Creo que ya estamos bastante retrasados. Si pudiéramos empezar…

Asombrosamente, una vez comenzó, se sintió cómoda de inmediato. Tenía todas las ideas y teorías ordenadas, la experiencia recuperada, todo en el sitio que le correspondía. Respondió a todas sus preguntas con claridad y sin dificultades, expresó su punto de vista de que para la geriatría era tan importante la medicina como el aspecto social, la importancia de permitir que los ancianos formaran parte de la sociedad, para lo cual debía supervisarse cuidadosamente el tratamiento farmacológico y el apoyo de los servicios sociales. Había investigado por su cuenta la diabetes de aparición tardía y los infartos cerebrales, estaba al día del tratamiento, tanto en el Remo Unido como en Estados Unidos. Se dio cuenta de que les había causado una muy buena impresión. Habló de los días que había pasado visitando los otros hospitales, dijo que le había impresionado favorablemente la atención domiciliaria del Highbury y su política de independencia de los pacientes. Y finalmente, expresó su punto de vista personal sobre las frustraciones de los cuidadores, que no podían administrar fármacos por culpa de regulaciones sin sentido.

– Sé que eso es más política que medicina -dijo-, pero es muy importante. Creo que podríamos tener consultas menos llenas, que se necesitarían menos camas, y habría menos presión en las residencias si pudiéramos superar estas dificultades.

Y entonces se horrorizó al darse cuenta de que le temblaba la voz, y los ojos le escocían, pensando con un terrible dolor que los Morris podrían estar tranquilamente en su casa, juntos, si hubiera podido asegurarse de que tomaban su dosis de medicación correcta y a las horas debidas todos los días.

– Discúlpenme -dijo, viendo que la miraban con curiosidad-, he tenido un día pésimo, por un paciente. Por eso he llegado tarde.

– Tal vez ahora, doctora Scott, sería un buen momento para que nos lo contara -intervino Donald amablemente, viendo la oportunidad de echarle una mano.

Clio esperó fuera con los otros tres candidatos. El que sin duda era el doctor Sabelotodo estaba sentado tamborileando con los dedos sobre la pierna, mirando el reloj. Los otros dos leían el periódico y tampoco eran muy comunicativos. Seguramente porque ella los había retrasado, banalmente, para romper la tensión, Clio habló.

– Siento haber llegado tarde -dijo-, es que…

Se abrió la puerta y, tras un silencio interminable, oyó:

– Doctora Scott, ¿puede volver a entrar, por favor?

Después nunca supo cuándo se había estropeado: cuándo se acabaron los abrazos y los besos frente al hospital, la sensación cálida de euforia y de triunfo compartido, y empezó la frialdad. Incluso le había comprado flores.

– Sabía que te los ganarías. -Insistió en llevarla a Covent Garden-. Es un lugar perfecto para celebrarlo.

Pensó en la cena del sábado y esperó que tuviera razón.

Fergus había pedido una botella de champán.

– A tu salud, doctora Scott. -Fergus levantó la copa-. Estoy muy orgulloso de conocerte.

– Gracias. ¡Toda una botella! Fergus. Tus ojos son más grandes que tu estómago. Como solía decir mi niñera.

– ¡Tu niñera! Eso suena fabuloso -dijo Fergus-. De donde yo vengo, la niñera es la abuela.

– Fergus, yo tenía niñera porque no tenía madre -dijo Clio. Se dio cuenta de que se ruborizaba. ¿Había sido entonces? De repente, sin duda se había sentido rara y menos feliz.

– ¿No tuviste madre?

– No. Murió cuando yo era un bebé.

– Eso es muy triste.

– No tanto. Sé que suena fatal, pero no la conocí. No conocí una vida diferente. Pero no es de eso de lo que quería hablar. ¡Oh, Fergus! Nunca lo habría conseguido sin ti. Nunca. No sé cómo agradecértelo.

– Ni falta que hace -dijo-. Me siento compensado con que lo hayas conseguido. Estuviste mucho rato dentro -añadió-. Empezaba a pensar que te habías escapado por la puerta trasera.

– ¡Fergus! Qué tontería. Hay mucho de que hablar en esas juntas, no se trata de una simple entrevista… -Se interrumpió, temiendo parecer condescendiente.

– Me lo imagino. La única entrevista que me han hecho fue para un puesto de administrativo. Duré un par de minutos y medio. Desde entonces siempre me he abierto camino con halagos.

– Me temo que los halagos no son una técnica de entrevista admitida para los médicos -dijo Clio. Mierda. Lo había hecho otra vez. Le sonrió, temerosa de parecer una institutriz severa.

– Sí, claro, nuestros mundos están bastante alejados -dijo él. Y esa vez no le devolvió la sonrisa.

Clio empezó a sentir pánico. No podía volver a estropearlo. Ahora no. Con todo lo que había hecho por ella.

– Has sido muy amable, Fergus -dijo de nuevo-. Muy amable.

– No te pases con los agradecimientos -dijo-. Es lo que habría hecho cualquier amigo.

Un amigo. Cualquier amigo. Así la veía él. Sólo había ayudado a una amiga.

– ¿Qué vas a hacer esta noche? -preguntó Fergus.

– Pues volver, supongo.

– Pero ¿tienes que volver?

– Oh, sí -dijo Clio rápidamente. No quería que pensara que tenía que entretenerla, seguir invitándola para celebrarlo. Ya se había tomado muchas molestias.

– Muy bien. Yo también debo volver a la oficina.

– Me lo creo. Ya te he robado bastantes horas de trabajo útil.

– Eso sería discutible. Dudo que el trabajo fuera útil.

– ¿Qué? ¿Tu trabajo? No seas tonto.

– No es exactamente un trabajo útil, ¿verdad? No es como ser médico. -Parecía tenso, casi a la defensiva-. De todos modos, ha sido un placer echarte una mano. En serio.

Un largo silencio y después:

– ¿Te acompaño a Waterloo?

– Oh, no. De ninguna manera. Ya has hecho demasiado. Ya me las arreglaré, cogeré un taxi. Es mejor así.

– Bien -dijo Fergus-, como quieras. -Su voz se había vuelto fría y distante.

Estaba saliendo todo mal. Clio echó un vistazo al bar, lleno de chicas guapas, con piernas largas y bronceadas y tops muy escotados. Se sintió por completo fuera de lugar otra vez, con su falda anticuada y los zapatos gastados. Y las medias de color carne, ¡por Dios! Y la chaqueta que le había dejado Fergus le quedaba un poco estrecha. Esa chica, quienquiera que fuera, estaba como un fideo. Tenía que salir de allí.

– Bueno, cogeré un taxi. No me siento capaz de dar un paso más. -Se levantó-. Gracias de nuevo por el champán, Fergus. Y por todo.