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– Queda mucho champán -dijo él señalando la botella.

– Oh, seguro que te las arreglarás sin mí. -Vaya, ahora pensaría que le estaba llamando alcohólico.

– ¿No puedes quedarte a tomar otra copa? -preguntó Fergus.

Entonces debería haber dicho que sí, sabía que debería. Él debía de pensar que le había utilizado toda la tarde y ahora quería deshacerse de él, pero no podía impedir que todo lo que decía fuera de mal en peor.

– No, no, no puedo. Me gustaría, pero… tengo que volver. Volver a… a The Laurels…, ¿sabes?, a la residencia. He dicho que volvería.

– De acuerdo, lo entiendo. Eso es importante. Bueno, te pararé un taxi.

– No hace falta.

– Sé que no hace falta -dijo Fergus-, pero lo haré de todos modos. Me han educado como es debido, aunque no tuviera niñera.

– Fergus, eso es… es una tontería.

– Soy bastante tonto. Vamos.

¿Adónde había ido a parar tanta felicidad, el triunfo, la intimidad? Pensó en él comprándole rímel y una barra de labios, corriendo por Sussex Gardens, con el único objetivo de darle sus notas. ¿Cómo se las había arreglado para estropearlo, y tan deprisa? Dios mío, era un desastre. No tenía remedio. Era un caso perdido.

– Ahí viene un taxi -dijo él.

– Gracias. Gracias por todo. Fergus. Espero… -¿Qué esperaba? Nada que no sonara aburrido. O como si le obligara a salir con ella-. Espero que puedas hacer todo lo que tenías que hacer.

¿Cómo podía haber dicho aquella estupidez?

– Lo haré -dijo él.

Clio subió al taxi y se inclinó hacia el conductor.

– Waterloo -dijo, y se volvió a decir adiós a Fergus, pero él había abierto de nuevo la puerta y se sentó a su lado.

– El taxímetro corre -dijo el taxista poniéndolo en marcha.

– Está bien -dijo Fergus.

– Fergus, qué…

– Quiero hablar contigo -dijo-. Llegar al fondo de este… este cambio de personalidad que experimentas. Ya ha pasado varias veces. Tan pronto eres tú, espontánea y simpática, como te encierras y me mantienes a distancia. ¿Qué pasa? ¿Qué te he hecho?

– No eres tú -dijo ella rápidamente-. En serio, soy yo.

– ¿Qué quieres decir con tú?

– No lo sé explicar -dijo con un hilo de voz, y se horrorizó al darse cuenta de que los ojos se le llenaban de lágrimas. Buscó un pañuelo en el bolso y se sonó la nariz-. Es alergia al polen -dijo, a modo de explicación.

– No veo mucho polen -dijo él, quitándole el pañuelo para secarle los ojos cariñosamente-. Vamos, Clio, cuéntame lo que te pasa, por favor. Si no… -miró por la ventana y vio que cruzaban el puente de Waterloo- me tiraré al río.

Clio se rió sin ganas, y después sorbió por la nariz de forma muy poco romántica.

– No te lo puedo decir -dijo.

– Tonterías -dijo Fergus, e intentó abrir la puerta.

– No lo intente, señor, he puesto el seguro -dijo el taxista.

– ¡Clio! ¡Venga!

– Bueno, ¡oh, Dios mío! -Las lágrimas ya caían libremente-. Es que soy… soy tan aburrida, tan anticuada y…

– ¿Qué estás diciendo? -dijo él absolutamente atónito.

– Soy sosa, no soy divertida. De verdad. No soy como la gente que conoces. Como esa Joy de la otra noche. No sé por qué querías cenar conmigo, Fergus. Supongo que hoy sólo querías ser amable conmigo, y lo has sido, y mucho, pero…

– ¿Qué entrada? -preguntó el taxista.

– La del Eurostar nos va bien -contestó Fergus-. Clio, quería cenar contigo porque me encanta estar contigo. Me lo paso de maravilla contigo. Eres tan interesante y tan considerada…

– Ah, sí -dijo-, eso sí suena apasionante. Interesante y considerada…

– Para mí lo es, bruja lianta -dijo Fergus.

Ella le miró sorprendida.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que te encuentro apasionante. Que me pareces muy excitante. Y hoy estaba tan orgulloso de ti y…

– Sí, pero ¿qué más has dicho?

– He dicho que eres una bruja lianta. ¿De acuerdo? Lo siento.

– Siete libras -dijo el taxista.

Fergus buscó en la cartera, sacó un billete de diez y se lo tendió bruscamente.

– Quédese el cambio.

– Fergus, qué tontería -exclamó Clio, fastidiada con aquel dispendio gratuito-. No puedes dar tres libras…

– Puedo. Por supuesto que puedo. Vamos. ¡Fuera!

Clio bajó del taxi, le siguió sumisa a la terminal del Eurostar y subió la escalera mecánica. Arriba, él se volvió y la miró.

– Mira -dijo Fergus-, no sé lo que tengo que hacer para convencerte de que te encuentro muy atractiva. Me estás volviendo loco. ¿Qué quieres, chica? ¿Una declaración firmada? Toma… -sacó una hoja de papel de una pequeña agenda que llevaba en el bolsillo-, toma. Yo, Fergus Trehearn, te encuentro a ti, Clio Scott, no sé cuál es tu apellido de casada, pero si pillara a tu marido le cantaría las cuarenta por haberte hecho lo que te ha hecho, te encuentro increíblemente estimulante e interesante y deseable y me gustaría quitarte toda la ropa aquí mismo. -Arrancó el papel, y se lo dio-. Aquí tienes. ¿Servirá? Venga, vamos a ver si encontramos tu maldito tren.

Clio se quedó inmóvil mirándolo, primero a él, y después al papel, y finalmente dijo:

– Fergus, no quiero subir a ningún maldito tren. Ni tengo que irme. Quiero quedarme contigo. Y quiero que me quites toda la ropa. Cuanto antes, mejor. Pero aquí no, mejor.

– ¿Dónde, entonces? -dijo él, hablando lentamente. Alargó una mano y le levantó la cara hacia la suya.

Clio sintió un vuelco en lo que sólo podía describirse como sus entrañas. Una sacudida brutal y profunda. Despertó una parte de su anatomía que había estado dormida mucho tiempo. Ya no lo estaba. Parecía estar totalmente desbocada.

– Creo que tienes un piso -dijo bajito-. ¿Puedes repetirlo?

– ¿Qué?

– Lo de que soy una bruja lianta.

– ¿Por qué?

– Porque demuestra que no estabas siendo cortés. Es el mejor cumplido que me han hecho.

– Puedo hacerlos mejores -dijo Fergus-, bruja lianta.

Y la besó.

Capítulo 34

Martha se despertó el jueves y pensó que, pasara lo que pasara, era la última mañana que Question Time pendería sobre su cabeza, como un depredador al acecho. Al día siguiente se habría acabado. Quedaría como una idiota, a lo mejor la sacarían de antena, pero al menos ya no tendría que temerlo.

Estaba muy asustada. Se preguntó si alguien habría vomitado ante la cámara. Sería una primicia interesante.

Se levantó, se puso la ropa de correr, se ajustó la radio diminuta a los pantalones cortos y fue hacia el Tower Bridge, escuchando a John Humphrys despotricando sobre Tony Blair y el funeral de la reina madre, que todavía duraba. Y sobre el inacabable asunto Hinduja. Y el debate también inacabable sobre los carnés de identidad. Y Cherie y sus comentarios sobre los terroristas suicidas. Y quién podría ser arzobispo de Canterbury. Y por qué era eso importante. El problema era, como le había dicho Janet, que podías pensar que estabas en el candelero de las noticias, y esa misma noche el tema candente podía ser algo de lo que no sabías casi nada. Eso no la había ayudado a sentirse más segura.

Por alguna razón, la otra pesadilla, la realmente horrible, parecía haber cesado un poco. Imaginaba que era sólo porque no tenía más espacio. Volvería, pero estaba agradecida por el respiro.

Janet le había pedido a Nick que quedaran para cenar temprano en el Savoy.

– En el Grill no. En el Savoy Upstairs. Es un sitio tranquilo y podemos hablar cuanto queramos. Así llegaré a tiempo de ver Question Time. ¿Sabes que esta noche sale Martha Hartley?

Nick dijo que lo sabía. Y que también pensaba verlo.

– Es muy lista. Hemos coincidido un par de veces. Estuvo viajando con Jocasta, en los ochenta, ¿lo sabías?