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¿Y si no se le ocurría nada que decir? Respiró hondo, intentando calmar el estómago revuelto.

Entonces oyó que uno de los cámaras la llamaba, bajito.

– Martha. Aquí.

Le miró, era el cámara 2 o lo que fuera: estaba sonriéndole y gesticulando hacia debajo de la cámara. Había un largo rótulo escrito a mano que decía:

«Hola, Martha. ¡A por ellos! Ed. Besos.»

Martha se echó a reír y, de repente, todo le pareció mucho mejor.

– ¡Nick! ¿Por qué me llamas a estas horas? Estoy en la cama. ¿Qué? No, estoy sola. Gideon ha salido. No, claro que no, me mandaría los papeles del divorcio… ¿Qué? ¿Qué? Dios mío, Nick. Sí, por supuesto. Ven enseguida. Te abriré. De acuerdo, adiós.

Clio estaba en la cocina cuando sonó su móvil. ¿Quién podría llamar a esas horas?

– ¿Diga? ¡Jocasta! No, me estaba preparando un chocolate. Oh, calla. No todos vivimos de champán y… No, te escucho. ¿Qué? ¿Qué? Dios mío, Jocasta. ¡Dios mío!

Una hora después, ella y Fergus llegaron a Kensington Palace Gardens. Gideon no había vuelto todavía.

– Me alegro de que estéis aquí -dijo Jocasta, abrazándolos-. Lo de estar sola en casa con Nick es un poco comprometedor. ¿Un chocolate? ¿O algo más estimulante? Vaya con vosotros dos, me alegro muchísimo.

– Un chocolate está bien -dijo Fergus, sonriéndole-, y nosotros también nos alegramos. Y todo gracias a ti.

– Tonterías -dijo Jocasta-. Pasad, Nick está en el salón. Iré a buscar el chocolate.

Volvió con una bandeja. Parecía absurdamente fuera de lugar en aquella inmensa habitación, pensó Clio, con las gruesas cortinas de brocado, el papel pintado en relieve, las lámparas, los muebles Antiguos (con A mayúscula), vestida sólo con una camiseta enorme, pisando la alfombra de origen indio (sin duda de incalculable valor) con los pies descalzos. Era como un resumen de su matrimonio. No tenía nada que ver con ese sitio, no iba con ella. Pero Gideon sí, se dijo con firmeza. Eso era lo importante…

– Lo único que puedo decir, Nick -dijo Jocasta, dejando la bandeja-, es que Martha ha tenido mucha suerte de que Janet te haya elegido a ti. No a alguien del Sun. O del Mirror. ¿Tú qué le has dicho, por cierto? ¿Lo tienes todo grabado, espero?

– Sí. En este bolsillo. -Se golpeó el pecho-. Sólo le he dado las gracias por la noticia, le he dicho que no estaba seguro de lo que pasaría y me he marchado lo más rápidamente posible. Estaba aterrado de que cambiara de opinión y me pidiera que le devolviera la cinta. Aunque tampoco habría cambiado mucho, porque es evidente que ha perdido el juicio.

– ¿Ah, sí? -preguntó Clio-. ¿Por qué lo dices?

– Lo que ha hecho es muy raro. Si lo que quiere es desacreditar su partido, lo está haciendo muy bien. Esto puede ser su final, con todos los escándalos que le han caído encima últimamente. De hecho, estoy bastante seguro de que ella está detrás de la filtración de las encuestas. En cambio, ella habla del partido como si fuera otro hijo al que adora. No lo comprendo. En fin, ¿qué podemos hacer ahora? Concretamente, ¿qué hago yo ahora? Chris me matará si se entera de que retengo esta información. Ella podría estar hablando con el Sun ahora mismo. Puede que yo sólo fuera un ensayo. Qué desastre, por Dios.

– Debemos decírselo a Martha -dijo Jocasta-, eso es lo que debemos hacer.

– ¿Y cómo lo hacemos? -preguntó Nick-. La llamamos y decimos: hola, Martha, has salido estupenda en la tele, y sabemos que eres la madre de Bianca Kate.

– Y hay otra cosa -dijo Jocasta-. ¿Quién va a decírselo a Kate?

– Debería hacerlo Martha -dijo Clio-. Dios mío, no me extraña que la pobre se desmayara.

– ¿Pobre? -exclamó Jocasta-. ¿Martha? No me digas que te da pena.

– Por supuesto que me da pena. Piensa en lo que habrá tenido que pasar estos dieciséis años. Creo que es una de las historias más tristes que he oído en mi vida.

– Yo también -dijo Fergus.

Jocasta lo miró sorprendida.

– La relación con Clio te está ablandando, Fergus Trehearn. Y ahora, ¿quién va a hacer esa llamada?

Martha estaba medio dormida en el coche cuando sonó su móvil.

– Oh, no contestes -dijo adormilada-. Seguro que no es nadie con quien quiera hablar. Seguro que es Jack, que tiene otro orgasmo.

Kirkland ya la había llamado dos veces, la primera para felicitarla en general; la segunda para decirle lo bien que había expuesto la filosofía del partido. Chad, Eliot, Geraldine Curtis y sus padres también habían llamado.

– De acuerdo. Hablando de orgasmos, espero que estés un poco más espabilada cuando lleguemos a casa.

Martha se volvió, tiró de él y le besó con mucha pasión.

– Esto a cuenta. Una especie de adelanto. Estoy muy espabilada para el asunto relevante.

Habían hablado de quedarse en Birmingham, pero Ed dijo que tenía que estar en Londres a primera hora.

– ¿Y qué te crees? -había protestado Martha indignada-. ¿Que yo no trabajo?

– El problema es que mi coche se ha calentado en el viaje de ida. No creo que aguante el de vuelta.

– Podemos ir en el mío y volvemos a recoger el tuyo el sábado. Oh, no, estaré en Binsmow. El domingo, entonces. No, tengo una fiesta. El domingo por la noche, quizá. No…

– ¿Qué te parece el miércoles de la semana que viene?

– Hecho.

– Has estado fantástica. De verdad, espectacular.

– No lo habría estado -dijo Martha- de no ser por tu mensaje de ánimo. Oh, Ed, ¿qué estaría pensando para mantenerte alejado de mí tanto tiempo?

– Si no lo sabes tú -dijo Ed-, ya me dirás lo que vamos a hacer. ¿Cuándo vas a explicarme por qué?

– Nunca.

Llegaron a Canary Wharf justo antes de las dos.

– Lo siento -dijo Martha al entrar en el piso-. Tengo que ducharme. He sudado como una cerda con esos focos.

Se ducharon juntos. Ed empezó a besarla, lenta, amorosamente. Martha empezó a encumbrarse, hacia un lugar oscuro y cómodo, perlado de felicidad y promesas. ¿Por qué se había negado aquello tanto tiempo? ¿Cómo había podido soportarlo? Las manos de Ed estaban en sus nalgas, apretándola contra él. Le sentía duro y fuerte, y su propia respuesta, líquida y lánguida. Él la levantó ligeramente, para entrar dentro de ella.

– Te quiero -decía a través de los besos, a través del agua, y casi antes de que estuviera lista, se corrió; de repente, muy rápido, se preparó y se tensó, y se liberó con una explosión que casi pudo visualizar, tan intensa y brillante fue.

– Yo también te quiero -dijo, sonriendo, y apoyándose suavemente en él-. Te quiero muchísimo.

– Bien -dijo-, has recuperado el juicio. Vamos a la cama.

La envolvió con ternura en una toalla y casi la llevó en volandas a la cama. Le retiró la toalla y se echó, mirándole la cara, embelesado por el cansancio y el sexo, el cuerpo, su esbelto y tenso cuerpo, su pubis perfectamente depilado.

En ese momento sonó el teléfono fijo y el contestador se puso en marcha.

– Por fin -dijo Jocasta-, me ha dicho que acababa de llegar. Es evidente que había alguien con ella.

Fergus se había marchado. Habían acordado que sería mejor que lo hicieran los tres solos. Gideon había vuelto a casa, y se había ido directamente a la cama. Si sentía curiosidad por la presencia del ex amante de su esposa y su mejor amiga en la casa, no lo demostró.

– Que os divirtáis -fue lo único que dijo.

– Lo siento, Gideon, mañana te lo explicaré todo.

– Perfecto. Buenas noches a todos.

Se marchó saludando con la mano y con su sonrisa curiosamente tierna.

Jocasta abrió la puerta. Se había puesto unos vaqueros debajo de la camiseta enorme y parecía que tuviera diecisiete años. Sonrió a Martha.

– Hola. Pasa. ¿Viene…? -Echó un vistazo al coche-. ¿Viene alguien contigo?