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– Sí, pero esperará fuera -dijo Martha-. No quiero que esté mientras hablamos.

– Ah, bien.

La guió hasta el salón. Clio había preparado café.

– Hola, Martha. ¿Cómo estás? Esta noche has estado estupenda.

– Gracias. La primera vez y la última, supongo.

– Lo siento mucho, Martha -dijo Nick, estrechándole la mano con formalidad.

Ella se la estrechó.

– No es culpa tuya.

Se sentaron todos.

– Escuchad -dijo Martha, de repente-, esto es bastante difícil para mí. Preferiría no hablar con todos a la vez.

– Está bien -dijo Jocasta-. Sólo estamos aquí porque…, bueno, porque Nick sabía que yo podía contactar contigo. Y evidentemente era urgente. Quién sabe a quién más puede habérselo dicho.

– No está en los otros periódicos -dijo Clio enseguida-. Hemos ido a Waterloo a comprarlos, así que tenemos algunas horas de margen. Con suerte, unos días.

– Pero… sucederá, supongo. Tiene que publicarse.

Después de todo parecía vulnerable.

– Diría que sí, lo siento.

– No, no, es muy amable por tu parte intentar ayudar. No he sido precisamente simpática contigo.

– Ahora ya sabemos por qué -dijo Jocasta.

– En fin -dijo Clio-, pensamos que quizá te sería más fácil hablar conmigo. Soy médico, y he hecho el juramento hipocrático y todo eso.

– De hecho, tienes razón -admitió Martha-. Me gustaría empezar contigo, Clio.

Martha se quedó con Clio, en el silencioso salón, a la hora en que la luz del amanecer de verano comenzaba a filtrarse por las ventanas, y empezó.

Como lo había hecho hacía pocas semanas, fue más fácil, pero aun así tuvo que obligarse a pronunciar cada palabra. Fue como volver a dar a luz, pensó, dar a luz a Kate, y no podía creer que las estaba pronunciando: las palabras que había mantenido en su cabeza, enterradas en su conciencia, dieciséis años. Habló de los días horribles, semanas en Bangkok, en la habitación apestosa y mal ventilada, el aburrimiento, matando el tiempo dando paseos, caminando kilómetros y kilómetros por la maloliente, sucia y calurosa ciudad, y leyendo, leyendo…

– Compraba libros usados baratos de los viajeros.

– ¿Cuánto tiempo estuviste allí?

– Dos meses y medio más o menos. Al principio fue horroroso. Creía que me volvería loca. Pero me acostumbré. Iba mucho a los mercados, me quedaba en el centro, en la orilla izquierda del río, hay una especie de gueto de pensiones muy baratas, y comía en los puestos de la calle. Intentaba comer como es debido, era consciente de que era importante, pero debía gastarme una libra al día como máximo, y esperaba, esperaba a que naciera el bebé…, tenía la esperanza de tenerlo allí yo sola.

– ¡Tú sola! ¿Creías que podías tener el bebé tú sola?

– Pues sí, las mujeres lo hacen. Había comprado un libro de medicina en Australia, y sabía qué debía esperar. Sabía lo de cortar el cordón umbilical y todo eso. Me compré unas tijeras grandes y afiladas y un cordel fuerte…

– ¡Martha, eso es terrible! Eres la persona más valiente que conozco. Debías de sentirte muy mal, muy sola.

– Sí, es cierto. Pero tenía que hacerlo.

– Pero ¿qué tenías pensado hacer con el bebé, Martha? ¿Después? ¿Qué creías que sería de él? En un sitio como Bangkok.

Martha la miró a los ojos con gran dificultad.

– Decidí dejarlo en un hospital. Los investigué todos, y al final me decidí por el Bangkok Christian Hospital. Pensaba que podía dejarlo allí, junto a la puerta principal, y alguien lo encontraría, y cuidarían bien de él. Y seguramente lo adoptaría algún europeo. Lo siento, Clio, me doy cuenta de que crees que es algo horrible, pero tienes que entender que estaba desesperada. Para mí no era de verdad un bebé. Era algo malo que había hecho, que tenía que dejar atrás. Tenía que volver a casa para que todo volviera a estar bien y sentirme segura.

– Sí. Lo entiendo.

– Pero el bebé no nacía. Lo intenté todo, tomé aceite de castor y caminé kilómetros y salté sobre la cama, y me di baños calientes, pero no salía y yo tenía que volver a casa. No me quedaba ni un céntimo, estaba sin blanca. No habría conseguido otro billete, los vuelos baratos estaban llenos hasta muchos meses después. Sólo pensé que tenía que volver y que se me ocurriría algo cuando llegara. Tal vez ir a un hospital al norte de Inglaterra. Entonces me puse de parto en el avión. Cuando aterrizamos, fui al servicio y vi que había un cuarto con un cartel que decía: sólo personal autorizado. Dentro había artículos de limpieza, y un lavabo, y el espacio suficiente para echarme en el suelo, y la tuve allí. Lo hice y ya está. Fue…, bueno, fue horroroso. Pero no tenía más remedio. Si alguien se enteraba, me habría llevado al hospital y habría tenido que dar mi nombre y mis padres se habrían enterado…

– Martha, ¿no podrías habérselo dicho a tus padres? -Su voz era muy comprensiva-. Aunque dieras al bebé en adopción, pero al menos decírselo, para que te ayudaran.

– No, no podía. Clio, tú no sabes cómo era Binsmow, cómo es. No puedes estornudar sin que lo sepan todos y discutan dónde se te ha pegado el resfriado. Era la hija del vicario y había hecho lo peor que podía hacer una chica. Les habría avergonzado totalmente…

– Hablas como una novela victoriana -dijo Clio, y sonrió por primera vez-. ¿Avergonzarlos? Martha, por el amor de Dios, eran los ochenta.

– Pero toda la parroquia respetaba a mi padre muchísimo, él no se habría recuperado nunca, nunca. Creo que habríamos tenido que mudarnos, no lo habría superado…

– ¿Y cómo te sentiste? Cuando la dejaste.

– Bueno, descansé un rato, me lavé un poco, y después pensé: ya está, se acabó, lo he hecho, la tuve un rato en brazos y la envolví bien en una sábana y una manta que le había comprado en Bangkok, y la dejé en una especie de carrito que tenía toallas. Luego salí y me senté en un banco frente a la puerta, y esperé a que alguien la encontrara. Estaba muy preocupada porque había olvidado comprarle pañales, y pensé que se haría pipí en la manta. Después de todo aquello y estaba preocupada por un poco de pipí. En fin, alguien la encontró, una mujer de la limpieza asiática y salió pidiendo ayuda y se armó un gran jaleo, evidentemente, y entró y salió gente y por fin una policía se la llevó.

– ¿No te sentiste angustiada?

– No. Entonces no. Sólo sentí un gran alivio. Pensé «ya está a salvo, y se acabó», y eso fue lo que sentí. Sé que piensas que soy horrible, pero no sentí tristeza, ni esas cosas que se suponen. Más adelante, sí, pero entonces no.

– No creo que seas horrible -dijo Clio-. Sólo estoy triste por ti. Y te admiro muchísimo por ser tan valiente.

– Y entonces pensé: ahora puedo irme a casa. Aunque, claro, no podía, inmediatamente no. No me encontraba muy bien. Sangraba…, sangraba mucho. Fui al servicio y me duché, fue muy agradable, y después me senté arriba, en unos asientos, y dormí muchas horas. Me sentía bastante feliz, en realidad. Sabía que la niña estaba a salvo, y eso era lo más importante. Ya no tenía que preocuparme por ella. Y entonces empezó: sabía que tenía que quitármela de la cabeza y eso fue lo que hice.

– Y… ¿cuándo volviste a casa?

– Un par de días después, bueno cuatro, en realidad. Fui a un albergue en Hayes. Tenía el dinero justo y dormí mucho e intenté cuidarme…

– ¿Y tus padres no sospecharon nada?

– ¿Por qué tenían que sospechar? Cada día me sentía más segura. Sabía que ella estaba bien porque lo leí en los periódicos. Entonces lo enterré y lo enterré. Me esforcé mucho y lo conseguí. Y me convertí en la obsesa del control que tienes delante. Pero cuando estaba sola, en privado, de repente me acordaba de ella, me acordaba de cómo era, me acordaba de cuando la tuve en brazos, sobre todo en su cumpleaños, y eso era difícil, pero tampoco era del todo real. Era como si le hubiera pasado a otra, no a mí.