– Por supuesto que sí. Pero esa pregunta no puedo contestártela. Lo siento.
– ¿Es que no sabes quién es?
– Sé quién es. Sí. Pero no pienso hablar de eso…, de él. Nunca.
Hubo un largo silencio, y después:
– A mí me parece que no confías en mí. A menos que sigas enamorada de él, claro.
– No estoy enamorada de él. Nunca estuve enamorada de él. Fue algo… algo que pasó. Cuando me enteré de que estaba embarazada, no tenía ni idea de dónde estaba.
– Pero ¿ahora lo sabes?
Martha no contestó.
– ¡Lo sabes! Por el amor de Dios, Martha, ¿no crees que deberías decírselo? ¿No crees que querría saberlo?
– ¿Quién?
– ¿Quién? Kate. Tu hija. ¡Por Dios! Esto está empezando a afectarme, Martha. ¿No crees que esa pobre niña tiene derecho a saber quién es su padre?
– No lo sé -dijo Martha-. ¿Tú crees?
– Por el amor de Dios -dijo él-. Oye, tengo que estar un rato a solas. De repente, todo esto me sobrepasa. Nos veremos más tarde. Te llamaré, ¿vale?
– Vale.
Martha le miró alejarse con los ojos empañados por las lágrimas.
Y deseó poder decírselo.
Había pasado el viaje medio dormida en el barco de regreso de Koh Tao a Koh Samui. El barco era raquítico, incluso para los criterios tailandeses, muy básico, sin servicios a bordo. Tiró su mochila en la pila con las demás, encontró un rincón tranquilo y se puso a leer.
El viaje era bastante largo, unas tres horas, y se levantó viento. Martha, que era buena marinera, se había adormilado. Se despertó y vio que su mochila caía sobre los sacos de correo, en la cubierta inferior. Se inclinó e intentó cogerla, pero no llegaba, y volvió a su rincón. Faltaba media hora para llegar al puerto de Hat Bophut, cuando oyó su voz.
– ¡Hola, Martha! Acabo de darme cuenta de que eres tú. Tienes el pelo diferente.
Martha se sentó y le vio, sonriéndole desde arriba.
– ¡Hola! Ah, las trenzas. Sí, me las hicieron en la playa. ¿Has estado en Koh Tao?
No le sorprendió en absoluto encontrarlo. Ésa era la gracia del viaje. La gente entraba en tu vida, te relacionabas con ellos, después te despedías, y volvías a encontrarlos unos meses después, en un lugar completamente diferente.
– Sí. Haciendo buceo. ¿Y tú?
– No, sólo bañándome. Nada del otro mundo. Pero ha sido estupendo.
– A que sí. ¿Adónde vas ahora?
– Vuelvo a Big Buddha unos días y después he quedado con una chica en que iríamos juntas a Phuket.
– Es muy bonito. Y Krabi. El mar es verde en lugar de azul. ¿Ya has ido al norte?
– Sí, fue alucinante.
– Sí, es increíble. ¿Puedo sentarme contigo?
Ella asintió. Él sonrió, tiró su mochila encima de la de Martha y las sacas de correo y le ofreció un cigarrillo. Martha negó con la cabeza.
– ¿Y tú adónde vas?
– A Bangkok, unos días. Oye, Martha, ¿no hueles a quemado?
– Sólo tu cigarrillo.
– No, no es eso. Estoy seguro de que… ¡Dios mío! ¡Mira, mira cuánto humo!
Ella miró. De la sala de motores salía una gruesa columna de humo gris. El chico que guiaba el barco sonreía con determinación y cualquier cosa que pudiera considerarse tripulación brillaba por su ausencia. El humo se hizo más espeso.
– ¡Mierda! -dijo él-. Esto no me gusta. ¡Dios mío, mira, ahora salen llamas!
De repente Martha se asustó mucho.
Miró hacia tierra, y la consoladora curva blanca de la playa y la imponente figura de Big Buddha, y se sintió mejor. Estaban lo bastante cerca para nadar hasta la costa si fuera necesario. Así lo dijo.
– No, Martha, no, al menos hay un kilómetro de distancia y esto está infestado de tiburones. ¡Mierda, mierda, mierda!
Todo el mundo estaba muy asustado, señalando las llamas y gritando al capitán, que seguía guiando el barco obstinadamente hacia tierra y sonriendo con determinación.
– ¿Qué hacemos? -preguntó alguien.
– Saltar -dijo otro.
– No, estamos demasiado lejos -se oyó.
– ¡Tiburones! -dijo alguien, con voz temblorosa.
Era evidente que el fuego ya estaba descontrolado.
Una chica se puso a gritar y después otra. Una anciana tailandesa empezó a murmurar una plegaria.
Y entonces…
– Dunquerque -dijo Martha señalando-. ¡Mira!
Una pequeña armada de barcas alargadas, con los ensordecedores motores diesel a todo trapo, se acercaba desde la costa. Un piloto por barca con dos niños colgados en la popa de cada una.
«Habrán visto el fuego -pensó Martha- en cuanto ha empezado y han salido a la mar.» Ningún rescate oficial podría haberlo hecho mejor.
Una tras otra, las barcas se pararon junto al barco incendiado y la gente comenzó a saltar por la borda. Las llamas eran cada vez más fuertes y empezaba a haber oleaje. Algunos estaban aterrados, gritaban y lloraban, pero los hombres de las barcas mantuvieron la calma e incluso la alegría, ayudándolos y acompañándolos.
Los mochileros fueron los últimos en abandonar el barco. Por su inherente cortesía (y por ser inglesa) Martha, ocultando su terror, fue la última. Su último pensamiento desesperado al bajar por la escalera fue que debía rescatar su mochila. Pero estaba en el otro extremo del barco, cerca de las llamas.
Mientras las barcas volvían en convoy a Bophut, el capitán y un chico se esforzaban por rescatar el equipaje. Las llamas empezaban a consumir el barco a toda velocidad. Martha les miró con confianza. Seguro que cogían su mochila, seguro que la cogían. Y entonces, consciente de que si hubiera durado cinco minutos más habrían corrido un grave peligro, se echó a llorar.
Todos se quedaron en la orilla viendo cómo el barco se encendía como una bola de fuego. Martha se sintió enferma, temblaba violentamente incluso bajo el fuerte sol.
– Eh -dijo él, acercándose y rodeándole los hombros-, estás helada. Toma, ponte mi jersey.
Se lo puso sobre los hombros.
– Creo que estoy un poco afectada -dijo-. Es que, si hubiera pasado media hora antes, estaríamos todos muertos. No podríamos haber llegado nadando, y sin duda había tiburones.
– Lo sé. Pero no ha pasado media hora antes y no estamos muertos. Piensa en ello como una aventura. Por fin, algo que vale la pena escribir en una postal. Aunque tal vez sea mejor no escribirlo. Mira, recogida de equipajes. Martha, ¿quiénes son los afortunados? Veo nuestras mochilas y las de nadie más. ¿Sabes por qué? Porque estaban en el furgón del correo. ¡Mira!
Era verdad. Cuatro sacas de correo y dos mochilas habían llegado sanas y salvas a tierra. El resto del equipaje estaba evidentemente en el fondo del mar.
Todos estaban muy angustiados. Los turistas se marcharon en taxis, los mochileros se metieron en un café del puerto donde también se vendían billetes, compraron coca-colas, se pasaron cigarrillos y se lamentaron por sus mochilas. La mayoría tenía la mochila pequeña, donde guardaban los objetos vitales, como billetes, pasaportes y dinero, pero algunos lo habían perdido todo. Varias chicas estaban histéricas.
Martha las vio y se sintió mal.
– ¿Qué podemos hacer para ayudar?
– Nada -dijo él-, nada de nada. ¿Qué quieres hacer? No les pasará nada. Irán a la ciudad, a correos, y mandarán un telegrama a su casa, o llamarán por teléfono, o acudirán a la policía turística que probablemente les buscará alojamiento para un par de días gratis hasta que solucionen sus asuntos.
– Me siento culpable. No es justo.
– No es injusto. Hemos tenido suerte. Bien. ¿Qué hacemos?
– No lo sé -dijo ella, y de repente volvió a encontrarse mal, temblorosa y triste-. Es todo bastante… horrible, ¿no?
– Mmm. La verdad es que estás un poco verdosa.
– Me siento verdosa -dijo ella-. ¡Oh, no, perdona!
Corrió al servicio y vomitó.
– Pobre -dijo él, cuando volvió-. Toma, te he pedido un poco de agua. Bebe un poco. Oye, resulta que tengo un montón de dinero encima, porque mi padre me lo mandó hace poco. ¿Por qué no nos regalamos una noche en un hotel? Si te he de ser sincero, yo tampoco me encuentro muy bien.