Nick estaba redactando de mala gana el artículo sobre Martha y Kate cuando Janet le llamó.
– Hola, Nick, ¿cómo te va?
– Bien. Sí. Estoy en ello.
– Sí, claro, qué ibas a decir.
– Janet, es verdad. Te lo juro.
– ¿Has hablado con Chris?
– ¡Por Dios, son las once del domingo! El desayuno dominical de los Pollock está empezando justo ahora. No pienso perder mi empleo por eso. ¿No querrás llamar tú?
– No lo sé. El Sun podría ser mucho más ágil que tú. En fin, ya hablaremos. Sigo en Bournemouth.
– ¿Qué estás haciendo en Bournemouth?
– Anoche di un discurso, en un congreso médico. Estoy trabajando un poco antes de volver al manicomio de mi casa. -Intentaba hacerse la graciosa-. Así que si quieres mandarme algún mensaje…
– Claro.
Era como un maldito hurón, pensó Nick.
Martha estaba de nuevo en el quirófano, tenía una hemorragia interna inexplicable, dijeron a los Hartley, y su tensión arterial había bajado otra vez. De momento no podían decirles nada más.
Ed estaba tomando su habitual desayuno del domingo, un donut y un café en Starbucks, cuando le llamó su madre.
– ¿Edward? ¿Estás ocupado, cariño?
– No, qué va. ¿Estás bien, mamá? -Tenía una voz rara.
– Estoy bien. Vengo de la iglesia.
– ¿Ah, sí? ¿Cómo está el reverendo?
– No estaba, cariño. Por eso te llamo. Andrew ha celebrado el servicio.
– ¿Ah, sí? Bien. -Dio un bocado al donut. Qué raro que llamara para contar eso, no debía de tener mucho que hacer.
– Sí. El pobre señor Hartley estaba en el hospital.
– ¿En el hospital? ¿Qué le ha pasado?
– Nada, cariño, pero pensé que querrías saberlo. Es su hija, la abogada, Martha, ya la conoces. -El donut se estaba volviendo muy amargo en la boca de Ed; escupió lo que le quedaba en una servilleta, y tomó un sorbo de café.
– ¿Qué le ha pasado?
– Ha tenido un accidente terrible. Un accidente de coche. Por ahora sigue viva. Pero parece que es muy grave. En fin, quería decírtelo, porque sabía que la conocías. Una vez te acompañó a la ciudad, un domingo por la tarde. Fue muy amable. Son una familia tan buena.
– Sí, lo sé. ¿Puedes decirme algo más, mamá?
– No mucho, cariño. Chocó con un camión grande. Anoche. Su coche quedó atrapado debajo, dicen. La han operado y está en estado crítico, ha dicho Andrew. Pobrecilla. Con todo lo que ha hecho por Binsmow, y la asesoría legal…
– Consultoría -dijo Ed automáticamente.
– ¿Qué, mi vida?
– Consultarías, las llaman consultorías. ¿En qué hospital está, mamá, lo sabes?
– En el Bury. Está en Cuidados Intensivos. Pareces angustiado, hijo. ¿La habías vuelto a ver?
– Un poco -dijo Ed, y colgó.
Un poco. Un poco bastante. Toda, de hecho. Todo su cuerpo precioso, delgado y sexy, su mente dura, extraña y feroz. Conocía todos sus estados de ánimo, la conocía cariñosa, la conocía risueña, la conocía enfadada, la conocía…, sólo de vez en cuando, tranquila. Casi siempre después de hacer el amor.
Y ahora estaba en Cuidados Intensivos, con el cuerpo destrozado y roto, peligrosa y críticamente enferma. Su coche debajo de un camión: anoche. Después de que hablara con ella, después de que fuera tan cruel con ella. Le había llamado para pedirle ayuda y él se la había negado. Podría ser culpa suya.
De repente Ed se sintió fatal.
– Lo siento, ahora no puede verla. -La enfermera jefa de la UCI fue bastante desdeñosa-. No serviría para nada. Está muy grave, e inconsciente.
– Me doy cuenta. Pero soy su padre.
– Me temo que eso no cambia nada.
– Además soy sacerdote -dijo él con mucha cortesía-, y querría estar con ella mientras rezo por ella.
La enfermera le miró, miró su cara, miró su collar de clérigo y dudó y él vio que había ganado. Sólo había una autoridad más alta que el especialista en la vida hospitalaria: y era Dios. A Dios se le permitía estar con los casos más desesperados, en las situaciones más horribles, a través de sus representantes terrenales, y Dios, ella lo había visto, de vez en cuando, hacía lo que parecían milagros. Los médicos no lo admitían, eso jamás, decían que eran coincidencias, pero la enfermera jefe tenía opinión propia. Había demasiadas coincidencias así.
Ella dudó y al final dijo, mirando un poco nerviosa arriba y abajo del pasillo:
– De acuerdo, pero sólo unos minutos.
Peter Hartley se llevó a Dios con él a ver a su hija.
– ¿Es Jocasta Forbes?
¿Quién era? La voz le sonaba un poco. Jocasta, emergiendo de un profundo sueño, dijo:
– Sí, bueno, Jocasta Keeble, si nos ponemos pedantes.
– Jocasta, soy Ed. Ed Forrest, el amigo de Martha.
Claro, el chico cañón. Nada les había sorprendido más que la elección de novio de Martha. Se esperaban a un abogado rico y estirado y se habían topado con un chico guapísimo e informal que además era mucho más joven que ella. Y que no disimulaba que la adoraba.
– Ah, hola, Ed. ¿Qué pasa?
– No sé -dijo Ed-, pero he pensado que querrías saberlo. Martha ha sufrido un accidente terrible. Un accidente de coche y está… está en Cuidados Intensivos. No sé más…
– ¡Oh, Ed, no! Lo siento.
– Ahora voy para allá -dijo- a verla. Pero he pensado que debías decírselo a Nick…, perdona, pero no me acuerdo de su apellido, el periodista…
– Sí, sí, claro.
– Para que se lo diga a esa mujer. Para quitárnosla de encima, digo. No hará nada ahora, ¿no?
– Diría que no -dijo Jocasta rápidamente-. Dios mío, qué horror. ¿Dónde está? ¿En qué hospital?
– En el Bury St. Edmunds. Está lejos, así que tengo que irme.
– Claro. Ed, dale recuerdos. Seguro que se pondrá bien. No te preocupes por Janet Frean. Ya lo arreglaremos. Llamaré a Nick enseguida.
– Gracias.
El corresponsal local en Colchester del Sun había recibido la noticia del accidente de Martha. Llamó a la redacción.
Chad Lawrence tenía uno de los números de móvil más conocidos de Westminster: también era una de las caras más conocidas.
A mediodía llamó un periodista del Sun.
– Supongo que ya se habrá enterado de lo de Martha Hartley, señor Lawrence.
– No -dijo Chad secamente-. No sé nada.
– ¿No? Está en el hospital. En estado crítico. Un accidente de coche terrible. Sacaremos un artículo corto en el periódico de mañana, ¿querría hacer un comentario sobre ella?
– Estoy abrumado -dijo Chad, y lo decía de corazón-. No tenía ni idea. ¿Está bien?
– Ya le he dicho que está en estado crítico. No está nada bien, por lo que me han dicho.
– ¡Dios mío!
– ¿Puede hacer algún comentario? Sé que es una de las estrellas de su partido.
– No, no puedo -dijo Chad, y colgó.
Llamó a Jack Kirkland.
– Martha ha tenido un accidente de coche. Un accidente grave. Me han dicho que está en Cuidados Intensivos. He pensado que debía decírtelo.
– ¡Dios santo, qué horror! ¿Cómo te has enterado?
– Me ha llamado alguien del Sun. Quería un comentario sobre ella. He dicho que no podía.
– ¿Por qué no?
– No lo sé. No me ha parecido apropiado.
– Qué tonterías Es muy apropiado. ¿Tienes su nombre?
– No.
– Les llamaré yo mismo.
A hacer puñetas, pensó Chad, colgando. Estaba sinceramente apenado. Le había cogido afecto a Martha.
Jack Kirkland habló obsequiosa y extensamente sobre Martha, sobre lo inteligente que era, lo mucho que prometía y hasta qué punto era el futuro del partido, y el periodista, que sólo tenía pensado escribir un párrafo, se impacientó.