Gideon se había ido a trabajar a las siete, sin despedirse. Se sentía angustiosamente sola, y enfadada consigo misma por ser tan antipática con Clio, con lo buena que era. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿En qué estaba convirtiéndose? En una niña mimada, que no tenía nada que hacer. Como las otras tres señoras Keeble, quizá. Qué difícil era estar casada, por Dios. De haberlo sabido…
Sonó el teléfono y se abalanzó a contestar. Clio. Gracias a Dios.
– Clio, lo siento…
Pero no era Clio, era Gideon.
– Lo siento, mi amor -dijo Gideon-. Perdóname. Me he comportado como un niño.
– Yo estaba pensando lo mismo -dijo Jocasta, riendo entre lágrimas-, de mí misma, quiero decir.
– No, no, no es verdad. Tuviste un mal día y yo debería haber sido más comprensivo. ¿Qué puedo hacer para que vuelvas a quererme?
– Pues…
– ¿Qué tal si almorzamos juntos?
– ¿Almorzar?
¿Eso era lo mejor que podía ofrecer?
– Sí. He pensado que podríamos ir al Crillon.
– ¿Al Crillon? Gideon, está en París.
– Ya lo sé.
– Pero… si son casi las diez.
– Eso también lo sé. Si puedes ir a City Airport, nos vemos allí dentro de una hora. Tenemos mesa reservada a la una. Por favor, dime que vendrás.
– Puede ser -dijo Jocasta.
Fue un gran almuerzo. Al final ella se incorporó por encima de la mesa y le besó.
– Gracias. Ha sido… fabuloso.
– Bien. ¿Estoy perdonado?
– Del todo. ¿Y yo?
– No hay nada que perdonar. ¿Qué, damos un paseo por la Place de la Concorde? ¿O nos echamos? Tú eliges.
– Lo de echarse suena mejor. Pero ¿dónde?
– Tengo una suite reservada -dijo Gideon-. Si no te parece demasiado cursi.
– Me encanta. -De repente le deseaba mucho. Se levantó y le cogió la mano-. Venga, vamos.
Más tarde, echada en la cama, sonriéndole y pensando en cuánto le amaba, se sorprendía de la rabia que había sentido hacía sólo unas horas. ¿Cómo podía ser que ese simple acto biológico, esa fusión de los cuerpos, curara la herida, apaciguara la ira, restaurara la ternura?
– Es lista la madre naturaleza, ¿verdad? -comentó Gideon.
– Es precisamente lo que estaba pensando. O algo parecido.
– ¿Lo ves? Somos mentes gemelas, como dirías tú. -Se inclinó para besarle los pechos y dijo-: ¿Empezamos de nuevo, señora Keeble?
– Empezamos de nuevo. Y yo intentaré hacerlo mejor.
– No creo que puedas hacerlo mejor, en un aspecto, al menos -dijo Gideon.
Y volvió a besarla.
A las once y media de la noche, una ambulancia paró frente a la casa de los Frean. Janet había tomado una sobredosis: no se sabía si era demasiado tarde para salvarla.
Bob paseaba por el pasillo del hospital una hora después, mientras le administraban fármacos y antídotos a Janet, y pensó que debería haber previsto la posibilidad. Sentía un remordimiento abrumador. A pesar de todo.
Capítulo 40
Grace estaba alimentando una terrible cólera. Estaba enfadada con todos: con su marido, que parecía sobrellevar la muerte de Martha mucho mejor que ella, enterrándose en su trabajo; con Anne, que seguía viva, mientras Martha estaba muerta, y que no dejaba de decirle que debía concentrarse en las cosas positivas de la vida; con su hijo, que no sólo seguía vivo, sino que también tenía una novia nueva, que además era terapeuta y no dejaba de ofrecer sus servicios a Grace, que tenía muy claro que no los quería.
También estaba muy enfadada con todos los parroquianos, que no dejaban de preguntarle con infinita amabilidad cómo estaba, cuando podían verlo perfectamente: en un estado de profunda desesperación. El médico de cabecera había ido a visitarla y le había dicho que quizá tenía que tomar pastillas contra el insomnio, cuando lo único bueno que podían aportarle, desde el punto de vista de Grace, era que si se las tomaba todas de golpe, acabaría con su dolor de una vez por todas. Se lo dijo al médico para que la comprendiera y él le acarició la mano y le dijo que era demasiado buena y sensata para pensar en algo así. Eso también la puso furiosa.
Estaba muy enfadada con Dios, por permitir que aquello hubiera sucedido, y también porque Él estaba negándole a ella todo el consuelo que evidentemente estaba concediendo a mares a su marido.
También estaba enfadada con Ed por no decirles que estaba enamorado de Martha y negarles la felicidad que eso les habría dado, por breve que hubiera sido.
Y por encima de todo, estaba enfadada con Martha: por haber sido tan descuidada, tan tonta, por conducir cuando estaba cansada, con ese absurdo coche que era demasiado rápido, intentando exprimir demasiado su vida, trabajando hasta el agotamiento. Y por no dejar nada tras ella, nada más que ese horrible y sangrante vacío.
Cada día estaba más furiosa.
– Querida, ¿podemos hablar un momento?
Jocasta estaba en la cama, mirando cómo Gideon se vestía. Empezaba a ser una costumbre: no tenía nada por lo que levantarse, de modo que esperaba hasta que Gideon se había marchado, y entonces se daba un baño de una hora, sin hacer planes para el día. Era bastante agradable mirarle: opinaba sobre su ropa, él le consultaba sobre la corbata que debía ponerse, y le decía lo que haría durante el día. Si tenía un buen día, proponía que hicieran algo por la noche, o (a veces) al mediodía; hacía una semana que estaba en Londres y decía que al menos se quedaría dos semanas más, antes del largo viaje a Estados Unidos en el que ella le acompañaría. La vida era más o menos como se la había imaginado.
– Vaya, Gideon -dijo Jocasta-, cuando mi padre me decía algo así, quería decir que me había metido en un buen lío.
Él le sonrió y fue a darle un beso.
– No es nada malo.
– ¿Problemas sin importancia?
– Ningún problema. Pero…
Jocasta empezaba a irritarse.
– Gideon, ve al grano.
– Lo siento. ¿Te encuentras bien, querida? Pareces cansada.
– No estoy cansada, gracias. Estoy, bien.
– Ayer decías que tenías dolor de cabeza.
– Sí, pero ya se me ha pasado.
– ¿Qué crees que fue? De hecho yo también tenía un poco, a lo mejor fue el vino. Tenía un gusto un poco raro.
Gideon se tomaba su salud muy en serio. Jocasta intentaba convencerse de que cualquiera que hubiera sufrido un infarto haría lo mismo, pero le irritaba de todos modos.
– Podría ser -dijo-. No me di cuenta. -Suspiró-. Gideon, ¿de qué querías hablar?
– Ya está -dijo con un tono irritante de triunfo en la voz-, estás premenstrual.
– ¡Oh, Gideon, por el amor de Dios! ¿Estamos en el tocador de señoras o qué? No estoy premenstrual, no tengo la regla, no me duele la cabeza y sólo quiero que sigamos con la conversación. ¿De acuerdo?
– De acuerdo. Lo siento. Mira, se trata de esto. Quiero dar un par de cenas el mes que viene. En Londres. Cosas de trabajo pero con algunos amigos. Podrías arreglarlo con Sarah, y después hablar con la señora Hutching del menú y todo eso. Ya te daré la lista de invitados, claro…
– ¿Qué?
– He dicho que te daría la lista de invitados.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Acabo de decírtelo, porque son cosas de trabajo. Tengo que dar cenas de vez en cuando.
– Has dicho «con algunos amigos».
– Sí, lo he dicho, pero me refería a… -Se calló.
– ¿Te referías a tus amigos?
– Pues sí. Pero espero que lleguen a ser tus amigos.
– ¿Qué tienen de malo los míos?
– Jocasta, por favor. No tienen nada de malo, pero tus amigos no encajarían en una cena llena de gente de mediana edad y más bien seria.
– ¿Y yo qué?
Gideon la miró desconcertado.
– Bueno, tú eres diferente, ¿no? Tú eres mi mujer.
– De modo que no puedes librarte de mí para esa cena tan seria en la que no encajaré. ¡Gracias!