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– Te estás pasando.

– No me estoy pasando. Y me atrevería a sugerir que si quieres dar una cena que no me va a gustar, puedes hacerlo en un restaurante. O en tu sala de juntas. O yo puedo irme.

– Por el amor de Dios -dijo, irritado ya-, mejor será que lo dejemos. Si no estás dispuesta ni a organizar una cena para mí…

– ¿Ni? ¿Qué significa ni?

– Digamos que por ahora no te has tomado muchas molestias en el ámbito doméstico, ¿no?

– ¿A qué viene eso?

– La señora Hutching dice que cuando intenta hablarte de los menús, o de las flores, o de la organización de la casa, o de dónde estaremos y cuándo, siempre le dices que haga lo que le parezca y adelante.

– Eso no es cierto. Dije que me encargaría de las flores.

– Sí, me lo dijo, pero también que últimamente lo habías olvidado.

– ¡Oh, por el amor de Dios! En fin, ¿por qué no puede hacerlo todo ella? Lo hace mejor que yo.

– Esa no es la cuestión. Quiero que lo hagas bien, que organices nuestra vida. A tu manera, claro.

– Gideon, es imposible que organice nuestra vida a mi manera. Vivimos tu vida. En tus casas, con tus empleados, a tu manera. Yo no pinto nada, aparte de intentar adaptarme.

– Pues, por lo que yo he visto, no lo has intentado mucho. La verdad. Oh, déjalo. Ya hablaré con la señora Hutching.

– Sí, y dame las fechas para asegurarme de no estar en casa.

Gideon la miró con inmenso disgusto y cerró la puerta del dormitorio de un portazo sin decir nada más.

Jocasta estaba en la bañera, pensando qué no planes podía hacer para ocupar el día, y sintiéndose fatal. ¿Qué se suponía que era, una especie de ama de llaves secundaria? No sabía nada de esas cosas, menús, listas de invitados, manteles, ni siquiera flores, la verdad. No tenían nada que ver con ella.

¿Qué tenía que ver con ella? Ya no lo sabía. Salió de la bañera, se envolvió en un albornoz y se echó a llorar, sorprendiéndose a sí misma. ¿Qué le ocurría? Tal vez sí estaba premenstrual. Era probable. Sí, debía de ser eso. No le sucedía a menudo, pero cuando le sucedía era espantoso. De todos modos, llevaba semanas sintiéndose así. No podía ser eso. No. Lo que pasaba era que se sentía inútil. Muy perdida.

Se vistió, bajó a la cocina, se preparó un café y se lo tomo rápidamente, antes de que apareciera la señora Hutching y se ofreciera a hacerle el desayuno y le preguntara si almorzaría en casa -Dios, era horrible no vivir en tu propia casa-, y casi salió corriendo por la puerta.

Mientras esperaba un taxi, la llamó Nick. Jocasta se alegró tanto de oír su voz que se echó a llorar otra vez.

– ¿Se puede saber qué te pasa?

– Oh, nada. No lo sé. Perdona. Rebobina, sí, Nick, me alegro de que me llames, ¿cómo estás?

– Estoy bien -dijo-, gracias. Te llamo porque este fin de semana he hecho limpieza y he encontrado unas cosas tuyas. No sabía qué hacer con ellas.

– ¿Qué cosas? -Jocasta se sentía débil de repente, pensando en el claro piso de Nick, con los techos altos, y vistas al parque, donde habían pasado tanto tiempo en los últimos años.

– Pues joyas, sobre todo. Uno de tus miles de relojes, un collar, un brazalete de oro, el que te regaló tu padre…

– Ah, sí. -Se acordaba de aquel episodio: su cumpleaños, su padre había anulado la cena con ella y le había mandado, a cambio, ese brazalete exageradamente caro; Jocasta lo había mirado y había llorado y Nick había intentado consolarla, y habían acabado en la cama.

– Y mucha ropa interior que parece cara…

Jocasta pensó que Nick tal vez querría quedársela como recuerdo. Se le llenaron los ojos de lágrimas otra vez.

– Tíralo todo a la basura, ¿vale? -dijo, y colgó bruscamente.

El teléfono volvió a sonar de inmediato.

– Jocasta, ¿qué te pasa? ¿Quieres que nos veamos? Estoy libre para comer.

– Bueno… -Era muy tentador. Si Gideon la consideraba poco más que un ama de llaves de lujo, ¿por qué no? ¿Por qué diablos no?

– Sí, de acuerdo -dijo al fin-, me encantaría.

Bob Frean llamó a Jack Kirkland.

– Jack, lo siento, pero tendrás que arreglártelas sin tu líder femenina por una temporada.

– ¿Ah, sí? ¿No está bien?

– Me temo que no está nada bien -dijo Bob-. Ha tenido una crisis nerviosa. Está en el Priory.

– ¿Qué? No me lo puedo creer. Es más fuerte, más resistente que cualquiera de nosotros. Es terrible, cuánto lo siento. ¿Qué lo ha provocado?

– La vida, supongo -dijo Bob, y colgó.

Helen estaba cada día más preocupada por Kate. Sencillamente no era la misma. Estaba callada, retraída, susceptible…, bueno, al menos, en eso era la de siempre. No quería salir, decía, no quería hacer nada.

– Me siento fatal -decía a su madre-. No sé explicar por qué. Supongo que es porque la tuve unos días y ahora la he perdido para siempre. Y no sé más de ella que antes. De por qué lo hizo, ni nada. Es peor que antes. Al menos antes podía buscarla.

Helen dijo que no era peor que antes, eso no, y que al menos ahora Kate sabía quién había sido su madre, y sabía algo de ella. Eso a Kate le pareció de lo más irritante.

– Tú no lo comprendes -dijo-, nadie lo comprende.

Le había dicho a Fergus que no podía decidirse en lo de Smith y que quizá no quería dedicarse a ser modelo, sino hacer un curso de fotografía. Jim lo estaba estudiando; pensaba que al menos eso era algo que podía hacer por ella. Aún se sentía más inútil que Helen. Kate no hablaba con él, se limitaba a ser educada.

Nat también había desaparecido.

– No tiene sentido continuar viéndole -dijo Kate a Sarah-, no le quiero, y él me quiere, así que no es justo para él.

Sarah dijo que si era así se lo diría a Bernie, y cuando Kate le preguntó por qué, Sarah dijo que a Bernie le seguía gustando Nat.

– Bueno, a él no le gusta ella -dijo Kate-, y no, no se lo digas.

– Eres como todas -dijo Sarah-. No le quieres, pero no quieres que lo tenga otra. ¡Qué típico!

– ¡Oh, vete a la porra! -gritó Kate.

– Me siento perdida -dijo Jocasta, paseando el tenedor por su plato de ensalada. Estaban en Rumours, en Covent Garden, un local poco frecuentado por millonarios con cadenas de tiendas-. De todos modos, me da igual -dijo, cuando Nick le propuso el restaurante-, me da igual que me vea contigo o no.

Nick no supo decidir si eso significaba que le veía a él como alguien de poca importancia, o si no tenía ninguna consideración por Gideon. Esperaba que fuera lo segundo.

– ¿Perdida en qué sentido?

– No lo sé. Me siento incompetente. Como si me hubieran dado un papel fabuloso en una película y estuviéramos rodando y no me supiera el texto. O no supiera qué hacer.

– Podrías probar a aprendértelo -dijo Nick.

– Nick, no puedo. Y no quiero.

– Eso es otra cosa, ¿no crees?

– No.

– Jocasta, sí lo es. Puedes hacerlo. Si no quieres, es otro problema.

– Pero yo no sé cómo ser una buena esposa. No sé llevar una casa ni dar grandes fiestas y decirles a los empleados lo que tienen que hacer. No soy así.

– Pero, cielo… -se le escapó el apelativo cariñoso-, tienes que serlo, ¿no te parece?

– ¿Por qué?

– Jocasta, te has casado con alguien que quiere esas cosas. Es un marido de alto mantenimiento, y necesita una esposa de alto mantenimiento.

– Pues tiene la esposa equivocada.

– Jocasta, te has casado con él, ¡por el amor de Dios!

Parecía enfadado. Jocasta le miró. Estaba enfadado.

– Oye -dijo-, esta conversación no es demasiado sana, ¿vale?

– ¿Por qué no?

– Jocasta, si tú no sabes por qué, es que eres tonta de verdad. No está bien y no es muy considerado.

– ¿Con quién?

– Conmigo, si necesitas que te lo digan -dijo Nick, y en su voz había un tono que ella no había oído nunca-. ¿No te das cuenta de lo triste que es para mí estar aquí escuchando cómo te lamentas de tu matrimonio y dices que te has equivocado, cuando yo todavía…? -Se interrumpió-. Cuando yo todavía te quiero. A ver si maduras, Jocasta, por el amor de Dios. Intenta pensar un rato en alguien que no seas tú.