Nick se levantó de la mesa, pagó la cuenta en la caja y salió del restaurante sin decir una palabra más.
Cuando Gideon llegó a casa aquella noche, con un ramo de flores inmenso en la mano, Jocasta estaba en la cocina con la señora Hutching y una serie de menús desplegados frente a ellas. Se levantó, fue a abrazarle y le besó apasionadamente.
– Siento mucho lo de esta mañana -dijo.
– Yo también. Mucho, mucho, mucho.
La señora Hutching recogió los menús y se marchó corriendo.
Kate no dejaba de pensar en los Hartley. Sus abuelos. Ellos no sabían que eran sus abuelos, pero lo eran. Parecían muy agradables y le daban mucha pena. Debía de ser espantoso que se muriera tu hija. Le habría gustado poder hacer algo para que se sintieran mejor. Sin duda no podía decirles quién era, pero podía escribirles una nota, decir que esperaba que se sintieran mejor, que la ceremonia había sido muy hermosa y cosas así.
Lo consultó con su madre y Helen dijo que era una idea estupenda.
– Una nota breve bastará, seguro que les agradará.
– Entonces lo haré. Te la enseñaré para ver si está bien.
Cuando terminara, llamaría a Fergus.
– Hola, Fergus, soy Kate.
– Hola, Kate, cielo. ¿Cómo estás?
Logró parecer mucho más animado de lo que estaba. Había tenido una mañana pésima. Un cliente a quien creía que tenía en el saco, un jugador de fútbol acusado de difamación, se había ido con Max Clifford finalmente. Se había quedado con esa cantante tan mona que se peleaba con su padre por sus ganancias, eso sí, pero con eso no pagaría muchas facturas. No le llegaba ni para el alquiler de su piso, y mucho menos para la hipoteca del piso de Putney a la orilla del río. Y se había gastado bastante dinero en Kate. Por ahora ella no tenía ganancias, y aunque Gideon se había ofrecido a pagar los gastos preliminares, el orgullo profesional de Fergus no le permitía aceptarlo hasta que hubiera conseguido algo para ella.
– Estoy bien. Pero ya me he decidido. No quiero el contrato.
– Bien. -Fergus intentó disimular la desilusión-. Bien. ¿Estás segura?
– Del todo. Sé que es mucho dinero y todo eso, pero no me veo con ánimos de aguantar todo ese rollo.
– ¿Cómo qué, Kate?
– Pues la publicidad. Volvería a empezar todo de nuevo, ahora que ya se había olvidado. Me preguntarían por mi madre y todo eso. Y ahora me siento menos capaz de afrontarlo. Lo siento.
– No te preocupes, lo comprendo.
– En fin, la verdad es que no me gustaba. De hecho, no lo soportaba.
– ¿Qué? ¿Hacer de modelo?
– Bueno…, sí. Al menos lo de los cosméticos. Es muy aburrido. Y la gente no me gusta, están todos locos. La moda es mejor, eso podría hacerlo.
– ¿Sí? -En fin, algo era algo, pensó. Una comisión de unos cientos, en lugar de unos miles, pero…
– Sí, creo que sí. Pero ahora mismo no.
– Kate, lo siento, pero tienes la primera sesión de portada con Style dentro de dos semanas. Tendrás que hacerla.
– No creo que pueda. Lo siento, Fergus, estoy muy deprimida.
Fergus contó hasta diez en silencio. Era una pesadilla. Una niña tonta y arrogante, que creía que podía jugar con la gente, echar a perder un contrato de tres millones de dólares como un pañuelo de papel usado, y decía que creía que no podía hacer una sesión de fotos para una de las revistas de más tirada porque estaba deprimida. ¿Quién se creía que era? ¿Naomi Campbell?
– Kate, cariño, tienes que hacerla. Está todo reservado, me lo han confirmado esta mañana, el maquillador, el peluquero, el fotógrafo, no puedes…
– Fergus, te digo que no puedo. ¡Déjame en paz! Ya encontrarán a otra. Lo siento -añadió de mala gana.
Fergus estaba mirando por la ventana, intentando animarse para llamar a Style y decírselo, cuando llamó Clio. Se sintió mejor inmediatamente.
– ¿Cómo estás?
– Bien -dijo ella-, muy bien. Te llamaba por lo de esta noche. ¿Sigue en pie lo de ir a cenar?
– Espero que sí. Por Dios, espero que sí. No sé qué más podría animarme un poco.
– ¿Qué ha pasado?
– Kate está imposible. Totalmente imposible. Se niega a firmar el contrato con la marca de cosméticos, y ahora no quiere hacer tampoco la sesión para la portada de Style. Está todo preparado, es una mala jugada por su parte, en serio. Muy poco profesional.
– Fergus, sólo tiene dieciséis años. No esperarás que…
– A los dieciséis, yo hacía un año que trabajaba, aprendiendo a no dejar colgada a la gente.
Clio pensó en eso, como hacía a menudo. En la difícil infancia de Fergus y en lo lejos que había llegado en la vida a pesar de todo. Había sido un ascenso increíble, por mucho que le desagradara la forma en que lo había obtenido.
– Lo siento -dijo con tacto-, de verdad que lo siento. A lo mejor Jocasta puede hablar con ella. Kate la tiene en un pedestal. Al menos puede hacer que piense bien lo que hace.
– Es una buena idea -dijo Fergus, animándose un poco-. Clio, eres un sol. Ojalá ya fuera hora de cenar. Te echo muchísimo de menos.
– Fergus, sólo hace dos días que no nos vemos.
– Tienes el corazón de piedra. Son cuarenta y ocho horas. ¿A qué hora podemos quedar?
– Si vienes tú aquí, a las seis.
– Ahora mismo salgo.
Clio estaba contentísima con él, dejando aparte su trabajo. Era cariñoso, bueno, considerado. Aquella tarde estaba esperándola frente a la consulta, con un plato semipreparado que había comprado por el camino. Clio se sentó en la cocina viendo cómo se afanaba con la comida, y pensó en la suerte que tenía de haberlo conocido.
Ella tampoco estaba muy animada. Mark se había disgustado mucho al saber que los dejaba, y aunque se había portado muy bien, Clio había notado que estaba molesto. Lo comprendía; la había readmitido una vez después de que ella se despidiera, y ahora le dejaba otra vez. Ella también se habría enfadado. El caso es que le había robado un poco el placer de conseguir el empleo. Después había visitado al señor Morris en The Laurels aquella mañana y se había preocupado mucho al verlo tan triste. Fergus la escuchó pacientemente mientras se quejaba de la enfermera jefe de The Laurels y su forma autoritaria de tratar a los pacientes, como insistía en llamarlos -«No son pacientes, Fergus, sólo son personas mayores que necesitan un poco de ayuda»-, y de la hija, que había estado demasiado ocupada y se había mostrado demasiado indiferente para buscar a alguien que los ayudara para que hubieran seguido viviendo en su casa. Fergus le dijo que los Morris habían tenido suerte de tenerla a ella de médico.
– No lo creo, Fergus, no lo creo, al fin y al cabo, ¿qué puedo hacer yo contra el maldito sistema? Es todo una puta mierda y…
– Eh -dijo Fergus-, no seas mal hablada.
Ella le sonrió entre lágrimas.
– Lo siento. Es que me cabrea mucho. ¿Qué puedo hacer yo?
– No estoy seguro. Presentar una petición; montar una campaña. Interesar a algunos políticos. A lo mejor alguno de esos tipos del Partido Progresista de Centro te echa una mano. Es la clase de cosa que les gusta a los políticos, una causa que les da una imagen noble y altruista, y oculta lo egocéntricos que son en realidad. Te ayudaré, si quieres, redactaré un borrador, mandaré un dossier a la prensa.
– Oh, Fergus… -Clio le miró con seriedad-. Eres un completo misterio para mí. Te pasas la vida ayudando a personas mimadas y codiciosas a manipular a los medios…
– Eh -dijo él-, eso no es del todo verdad. ¿Llamarías a Kate mimada y codiciosa?
– No. Claro que no. Pero ella es un caso raro entre tus clientes, tienes que reconocerlo. En fin, a pesar de todo, tienes un corazón de oro, ahí dentro.