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– ¡Jocasta, no seas niña!

– ¡No me digas eso! Es muy desagradable. Es insultante y horrible.

– Esta es una discusión desagradable.

– Lo siento, pero has empezado tú. Diciendo lo que hacía yo a cambio de tu dinero, joder. Y hablando de joder, ¿qué me dices del sexo, Gideon, eso también tiene precio? ¿En cuánto lo deberíamos valorar? ¿Cuánto cobra una puta de lujo hoy en día? Seguro que lo sabes.

– ¿Podemos dejar esta horrible conversación? -dijo él, y la línea blanca apareció alrededor de su boca.

– No, no lo creo. Quiero dejar las cosas claras. Cositas como los viajes a París para almorzar, ¿se restan de mi cuenta también?

Gideon se le acercó con la cara tensa de rabia. Ella pensó que iba a pegarle. Se levantó rápidamente y tropezó con su bolso, que se abrió. Cayeron un montón de recibos de tarjeta de crédito. Gideon los recogió y se puso a mirarlos.

– No hagas eso, Gideon, por favor. Son míos, no tienen nada que ver contigo.

– Por desgracia, sí tienen que ver. Mira esto, miles de libras en un montón de estupideces…

– Bueno, perdóname. Lo devolveré todo mañana.

– Y almuerzo para dos en el Caprice. Muy caro, incluso para sus precios. Champán, ochenta libras. ¿Con quién fuiste, Jocasta? ¿Con Nicholas Marshall?

– No -gritó Jocasta-, no, no, no. Fui con mi madre.

– ¿Llevaste a tu madre al Caprice y la invitaste a champán caro? No me lo puedo creer.

– Pregúntales -dijo Jocasta ofreciéndole el teléfono-. Ve a preguntárselo. ¿De verdad crees que llevaría a Nick al Caprice si tuviera una aventura con él? ¿Qué pasa, Gideon? ¿Te estás obsesionando con esa idea? ¿Por qué tendría que tener una aventura con nadie?

– Digamos que tu comportamiento no inspira confianza -dijo él.

Jocasta subió, preparó una bolsa con cuatro cosas, ninguna de ellas la ropa nueva que había comprado, y volvió a bajar al estudio de Gideon.

– Me voy -anunció-, y no pienso volver. No puedo. Hasta que no te disculpes.

Gideon dijo que a su modo de ver no tenía que disculparse por nada y añadió que reflexionara un poco y madurara. Por primera vez, Jocasta sintió una punzada de comprensión hacia Aisling Carlingford. Salió y llamó a un taxi, porque no podía llevarse su coche nuevo de ninguna manera, y se fue a Clapham.

Capítulo 42

Se pasó tres días encerrada en casa esperando a que la llamara. No la llamó. No recordaba haberse sentido nunca tan sola. En otras circunstancias habría llamado a algún amigo, pero le daba la sensación de que no podía hacerlo.

No podía enfrentarse a ellos. No dejaba de pensar en la fiesta, hacía sólo unas semanas, en aquel excesivo despliegue de lujos de la nueva Jocasta y su nueva vida, y en que todos se reirían de ella, o al menos la compadecerían, y dirían que había sido tonta e inmadura, que todos sabían que no podía funcionar, y que había dejado a Nick por resentimiento. No podía soportarlo.

Más que nada temía que Nicle se enterara: Nick, que la había regañado, que le había dicho que madurara, que estaba claro que la despreciaba. ¿Qué pensaría de esa última demostración de su infantilismo, como él lo vería, al romper un matrimonio después de tres meses, quejándose de que Gideon se portaba terriblemente con ella y que no era justo? Por algún motivo, esa idea era la que más le molestaba.

Al fin llamó a Gideon y le dijo que sentía su parte en la discusión y le pidió que quedaran para hablar. Fue un martirio; tuvo que tomarse varias copas antes de reunir suficiente valor, pero lo hizo. Si algo podía demostrar que había madurado, pensó, era eso.

Gideon dijo que estaba en una reunión y que la llamaría más tarde.

– ¿Una reunión? Gideon, son las ocho de la tarde.

– Lo sé. Ya te he dicho que te llamaré.

Eso fue todo. Ni el más mínimo gesto en su dirección, ni siquiera había dicho «gracias». Se tomó dos copas de vino, diciéndose que el orgullo de Gideon estaba herido, y que a ella le tocaba ser tolerante. Pasó otra hora antes de que la llamara.

Aún tenía trabajo por delante, preferiría quedar mañana. ¿Le iría bien por la noche? Esperaba que estuviera libre. Jocasta respiró hondo y dijo que sí, que estaba libre.

– Bien -dijo-, podemos cenar. Te llamaré. -Y después añadió-: Gracias por llamar.

Colgó y Jocasta, sin saber si reír o llorar, tuvo una revelación. Lo vio todo claro, como siempre que estaba bebida; de repente supo qué había pasado con su matrimonio. Lo había hecho todo mal. Se esforzaba demasiado. Estaba convirtiéndose en alguien diferente, ya no era la persona de la que Gideon se había enamorado. Era tan evidente que se echó a reír.

La persona en la que estaba convirtiéndose no habría escalado el muro de Dungarven House para penetrar en su santuario, ni habría caído al suelo bailando en el congreso, ni le habría dicho cómo tratar a su hija. Lo único que tenía que hacer era volver a ser Jocasta y todo iría bien. Gideon se enamoraría de ella de nuevo. Era fácil.

Y la vida volvería a ser divertida. Llenaría la casa con sus amigos, que a Gideon le caían muy bien, se lo había dicho, y los infiltraría en aquellas aburridas cenas, y todos se reirían mucho, y se emborracharían. Incluso le diría que quería trabajar otra vez.

Se duchó, se puso su top más escueto, unos vaqueros unos zapatos de tacón alto y llamó a un taxi para ir a Kensington Palace Gardens.

– Ha sido horrible -le dijo a Clio, con la voz rota por las lágrimas al día siguiente, por teléfono-, un desastre. Estaba frío y distante y no quiso hablar conmigo, me dijo que estaba borracha y no quiso acostarse conmigo. Yo había ido haciendo un esfuerzo, para ahorrárselo a él, y me he portado tan bien, Clio, no tienes ni idea. He organizado sus horribles cenas, e incluso aceptado participar en un programa para mujeres…, ¿habías oído hablar de algo tan absurdo en este siglo?, no puedo creer que un hombre tan bueno y tan cariñoso sea en realidad un monstruo. Es un dinosaurio, Clio, quiere una esposa del siglo pasado.

Clio no dijo que había participado en varios programas para mujeres por Jeremy, ni dijo que si te casabas con un hombre casi veinte años mayor que tú, era fácil que te pareciera anticuado. Sabía que era inútil.

Intentó calmar y consolar a Jocasta, le dijo que iría a verla si quería. Jocasta se aferró a eso y le pidió que fuera a pasar la noche.

– Iré -dijo Clio-, pero sólo si me prometes que hablaremos con sensatez.

– Clio, lo he intentado con Gideon, ¡y mira de lo que me ha servido! Te aseguro que ha perdido el juicio. Pero te lo prometo.

Clio pasó la velada con ella, intentando no tomar partido y diciendo que Gideon estaba siendo poco razonable, pero que sin duda Jocasta se daba cuenta de que él también estaba haciendo esfuerzos importantes para adaptarse a ella.

– No lo intenta, Clio, ése es el problema. No intenta adaptarse a mí para nada.

– Yo creo que sí lo intenta -dijo Clio-, aunque tú no lo veas. Como él no ve tus esfuerzos. Estabas muy enamorada de él, Jocasta, y eso no puede haber desaparecido así, sin más.

– ¡No ha desaparecido! Le adoro igual que antes. Por eso volví anoche, y se portó de una forma… horrible.

Clio podía imaginar la escena con bastante claridad: Gideon cansado y exasperado, y Jocasta sobreexcitada y emocional, un poco fuera de sí por la bebida, esperando que él se sintiera conmovido y agradecido por su regreso. No debió de ser un escenario ideal para que las cosas se arreglaran.

– Está bien. Llamaré otra vez por la mañana. No, llamaré ahora, sólo son las diez. A ver qué pasa. Así sabrás que lo he intentado al menos. Verás a lo que me enfrento. -Se echó a llorar.

– Jocasta, no llames ahora. Has bebido mucho vino y volverá a pasar lo mismo.

– Piensas que soy una borracha, ¿verdad? -dijo Jocasta con una sonrisa débil.

– Por supuesto que no. Pero ahora mismo, en el estado en que estás, no vas a llegar a ninguna parte. Vamos a acostarnos.