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– Oh, no, creo que no.

– ¿Qué? ¿Nunca? -preguntó Kate, mirando a Jocasta con interés-. Porque creo que serías muy buena madre.

– ¿Por qué dices eso? -preguntó Josh.

– Bueno, es muy moderna. No estaría todo el día dando la vara. Sería comprensiva, y entendería lo que siente su hijo. Y es divertida. Mi madre es un sol, pero es un poco… mayor. No se entera mucho.

– Pero si Jocasta tuviera un hijo, también sería mayor cuando él tuviera tu edad -dijo Josh.

Estaba tan interesado en el giro que había tomado la conversación que casi se había olvidado de por qué estaban allí.

– Sí, supongo que sí. Pero creo que Jocasta seguiría siendo joven.

– Bueno, no pienso tener un hijo, y basta -le dijo Jocasta.

Hubo otro silencio.

– Gideon tiene una hija de mi edad, ¿no? Debe de estar muy mimada.

– En algunas cosas, pero en otras, en absoluto. Él no la ve nunca, vive con su madre, cuando no está interna en la escuela.

– ¿Erais mimados vosotros dos? -preguntó Kate, mirándolos-. Vuestro padre es rico, ¿no?

– No tanto como Gideon -dijo Jocasta-, pero no éramos unos mimados. Sí, teníamos todo lo que queríamos. Pero nuestros padres estaban divorciados y nosotros… Yo nunca veía a mi padre. Mi hermanito sí.

– ¿Ah, sí? -preguntó Kate mirando a Josh-. ¿Te llevas bien con tu padre?

– Bueno, sí. Normal.

– Eso es horrible -dijo Kate-. No me puedo imaginar lo que tiene que ser que te manden lejos de esa manera, no ver a tus padres todos los días. Los míos son unos pesados a veces, pero estamos juntos y sabemos que nos tenemos los unos a los otros. Mi madre está obsesionada con que comamos juntos y empiezo a entender por qué. Cuando era pequeña no lo entendía. ¿Tú qué clase de padre eres? -preguntó a Josh-. Tú que tienes hijas, ¿las mandarías internas? Seguramente sí.

Josh respiró hondo. Si alguna vez el Todopoderoso había echado una mano, era entonces.

– ¿Qué clase de padre soy? -dijo-. Es una buena pregunta. Intento ser un buen padre. Me gusta estar con mis hijas y no quiero mandarlas internas. A ver, Jocasta, ¿qué clase de padre dirías que soy?

Jocasta había pillado la intención y había oído cómo respiraba hondo.

– Muy bueno, creo yo -dijo-. Bueno de verdad. Kate, cuando termines tu comida podríamos ir a dar una vuelta si te parece.

Ella les miró, desorientada por aquel brusco final de la comida; le apetecía mucho el postre.

– Vale.

Pidieron la cuenta y Josh pagó en silencio. No recordaba haber tenido nunca tanto miedo, ni siquiera cuando comenzó la escuela primaria a los siete años. Fue el primero en salir a la calle.

– Tengo el coche aquí -comentó-. Podríamos ir al río, si os parece bien.

– Un coche guay -dijo Kate.

Era un Saab descapotable y él subió la capota. Una vez en el río, aparcó de cualquier manera, sobre una línea amarilla, en una esquina.

– No pasa nada -dijo-. Vamos a dar un paseo.

Cogió a Kate del brazo y Jocasta le imitó. Kate les miró y sonrió.

– Parecemos una familia -dijo.

– Es curioso que digas eso -aprovechó Josh.

– ¿Por qué?

– Mira, Kate, esto te va a sorprender. -Estaban ya en el paseo que seguía la orilla del río-. Sentémonos -dijo Jocasta, indicando un banco-. Ven, Kate, cariño, dame la mano. Josh, te toca. Adelante.

Kate escuchó en silencio, mirándole muy concentrada y mirando a Jocasta de vez en cuando. Josh habló con dificultad, le costó mucho. Le dijo que él y Martha habían sido buenos amigos, que habían viajado juntos -él y Jocasta habían decidido que una aventura de una noche era una idea poco atractiva-, pero que después él se había ido a Australia, y ella no había podido ponerse en contacto con él.

– No había móviles entonces. Sólo teníamos direcciones de listas de correos, y nadie sabía dónde iba a estar nadie, ni cuándo.

Kate no dijo nada.

– Supongo que entonces ella decidió arreglárselas sola -dijo Jocasta-, era una chica muy independiente. Eso ya lo sabes. Y como te dije el otro día, creía que no podía decírselo a sus padres.

– Qué raro -dijo Kate-. He pensado tanto en esto. Que decírselo fuera peor que abandonar a su hija, y sigo sin entenderlo.

– Ya -dijo Josh-, entiendo que te parezca raro. Tendrás que aceptarlo tal como fue. Puede que sean personas encantadoras, lo son, pero evidentemente Martha creyó que no podrían aceptarlo, la vergüenza y todo eso, porque él es vicario.

– De eso era de lo que quería hablar con ella -dijo Kate con tristeza-. Sólo ella podría haberme ayudado a entenderlo, sólo ella podía darle sentido. ¿Por qué no se presentó cuando la noticia salió en la prensa? Eso tampoco tiene sentido para mí todavía. Encima cuando la conocí me dediqué a gritarle y a decirle que lo único que quería era saber quién era mi padre.

– ¿Qué te dijo? -preguntó Josh.

– Me dijo que no podía decírmelo. Me dijo que él… tú, no lo sabías, y no creía que fuera justo decírtelo después de tantos años.

Hubo un silencio y después Kate dijo:

– Yo no paraba de gritarle. Grité mucho. Ojalá no lo hubiera hecho. Ella dijo que ojalá la dejara intentar explicármelo. Me dijo: escúchame, por favor, sólo un momento. Dije que no y me marché hecha una furia. Ojalá la hubiera escuchado. -Se echó a llorar-. Ojalá la hubiera dejado intentarlo. Podría haberme ayudado.

Se quedaron un rato en silencio, mirando al río, y finalmente Kate dijo:

– La cuestión es que, dijera lo que dijera, todo se resume en una cosa: se avergonzaba de mí. La avergonzaba haberme tenido. Eso no es muy agradable.

– Yo no me avergüenzo -dijo Josh, y le pasó un brazo por los hombros y le dio un beso en la cabeza-. Yo estoy muy orgulloso.

Cuando Kate llegó a casa, Helen y Jim estaban leyendo. Helen le sonrió, pero Jim no levantó la cabeza del periódico.

– ¿Cómo te ha ido, cariño?

– Ha ido bien. Sí. Supongo que Jocasta ya os lo ha dicho, él es mi padre. Su hermano Josh.

– Sí, nos lo ha dicho. Pero pensamos que debían decírtelo ellos. ¿Cómo te sientes? Vaya, qué pregunta más tonta.

– No, no lo es. Una vez me acostumbre a la idea, creo que me gustará. Es simpático. Simpático de verdad. Y ha hablado conmigo enseguida, en cuanto lo ha sabido. Creo que eso es de agradecer. No como ella. Sin embargo -añadió-, también estoy menos enfadada con ella ahora.

– ¿A qué se dedica? -preguntó Jim-. Ese dechado.

– Jim -dijo Helen en tono de advertencia.

– Trabaja para su padre. No le gusta mucho. Le habría gustado ser fotógrafo.

– Por lo visto, su padre le paga bien -comentó Jim-. Tiene un buen coche.

– Sí, es una pasada.

– Bueno, ahora lo verás a menudo -dijo Jim-, ahora que le has encontrado.

– Bastante, supongo. Eso espero, al menos.

Miró a Jim, se acercó a él y se sentó sobre sus rodillas. Le rodeó el cuello con los brazos.

– Es muy simpático -dijo-, y es bastante guapo y divertido. Pero mi padre eres tú. Tú sigues siendo mi padre.

Capítulo 43

– ¿Qué ha sucedido exactamente? -El doctor parecía nervioso. Para ser un médico, muy nervioso.

– Se ha desmayado. He oído un golpe, he subido corriendo y la he encontrado en el suelo. Debe de haberse golpeado la cabeza al caer.

– Tiene el pulso muy bajo, y tiene una herida bastante fea donde se ha golpeado la cabeza. Pero no creo que sufra conmoción. Ha adelgazado mucho -añadió-. Eso sí me preocupa.

– Ya lo sé. No come nada. Es una pesadilla, Douglas. Lo he probado todo. Es como si…

– ¿… no quisiera seguir viviendo? Pobre Grace. No sé cómo lo aguantas. -Douglas Cummings era de su generación y había cuidado sus hijos.

– Bueno -dijo Peter Harley suspirando-, yo tampoco lo sé. Sigo adelante y basta. Pero Grace no puede. Está obsesionada con que yo tengo la fe para sostenerme, y ella no. Dice que ha perdido la fe. Que para mí es más fácil. Puede que tenga razón. Aunque no diría que fácil sea la palabra. Un poco menos horrible, quizá. De todos modos, eso la pone furiosa, y se siente totalmente desconsolada. Adoraba a Martha. Las madres no tienen favoritos, pero…