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– No… no sé su nombre. Ningún nombre…

– Eso lo hace más difícil, pero no imposible. Hemos resuelto casos parecidos.

Llovía, era un día gris y deprimente. A Kate, de repente, le pareció que había salido el sol.

– ¿Puede darnos alguna idea de su situación, de dónde podría estar?

Se avecinaron algunas nubes.

– No. Ninguna idea, lo siento.

– Bien, ¿tiene algún punto de partida? Por ejemplo, ¿dónde nació usted? ¿Y cuándo?

– Oh, sí. -Eso era fácil. Muy fácil-. Nací en el aeropuerto de Heathrow. El 15 de agosto de 1986.

Un largo silencio y después:

– ¿En el mismo aeropuerto?

– Pues sí. Y entonces ella… El caso es que me encontraron poco después.

– Creo que debería venir a vernos. Es evidente que tenemos que hablar de esto con calma -dijo la voz.

Sarah se ofreció a ir con ella, pero Kate pensaba que debía ir sola.

– Parece más… más adulto.

Fue al día siguiente, después de la escuela. La oficina estaba encima de una joyería, y era bastante lujosa, no miserable, como esperaba Kate, y el señor Graham tampoco era el vejestorio tristón que había imaginado. Era apuesto, bastante guapo y bien educado. Era bastante mayor, pensó, pero no tanto como sus padres, probablemente rondaba los cuarenta. Le ofreció una taza de café espantoso y le pidió que le explicara lo que quería.

Después de cinco minutos, el señor Graham levantó una mano.

– Veamos. Es posible que pudiéramos encontrarla, a tu madre…

– ¿Podrían? ¡Oh, Dios mío!

Le dijo cosas que la animaron: que sabían dónde había nacido, el hospital al que la habían llevado, que los rastros podían recuperarse incluso cuando parecían fríos. Era como un maravilloso cuento de hadas. Y entonces llegó el golpe: que no podían hacerlo sin cobrar. Que sería un trabajo a largo plazo, con una gran inversión de tiempo. Quería al menos un adelanto de trescientas libras.

Kate se sintió fataclass="underline" la seductora y brillante visión de que le entregaban a su madre se desvaneció lentamente.

– Mira -dijo Richard Graham, que no era mala persona-. Habla con tus padres, con los que te adoptaron. A ver si pueden ayudarte. Y diles que vengan contigo.

Era imposible que sus padres pagaran trescientas libras. No para eso. Le dirían que todo era muy endeble, le advertirían que acabaría siendo mucho más dinero, y que alguien de la Organización Nacional de Asesoramiento a Adoptados y Padres la ayudaría gratis cuando cumpliera los dieciocho.

Cuando cumpliera los dieciocho. Faltaban más de dos años. Se sintió fatal. Era como si le hubieran dicho que su madre estaba a la vuelta de la esquina y que, si se apresuraba, aún la atraparía. Pero alguien la sujetaba en la calle y no podía moverse.

¡No era justo! ¡No era justo!

Capítulo 11

Finalmente se presentó el Partido Progresista de Centro: en las Connaught Rooms, la misma sede que había usado el Partido Socialdemócrata, el SDP, algo menos de veinte años antes. No había ninguna intención oculta en esa coincidencia: era un lugar muy céntrico, lo bastante grande, famoso y espléndido. El trío KFL -como se les conoció enseguida- que lo había hecho posible, eran Jack Kirkland, Janet Frean y Chad Lawrence.

Afirmaban tener 21 diputados en sus filas, y casi todas sus circunscripciones habían aceptado permitirles trabajar para los nuevos colores hasta las siguientes elecciones. La circunscripción de Chad Lawrence fue de las pocas que forzaron unas elecciones y él las ganó con facilidad.

Su calendario era perfecto: con el eslogan «Las personas primero, la política después», habían arrasado sobre una lista más bien de pacotilla, y al menos por un momento histórico todo les había ido de cara. No sólo el momento era perfecto -el presupuesto era en abril y había poco tiempo para preparar las elecciones locales de mayo- sino afortunado. Las luchas internas y la desesperación habían hecho mella en el Partido Conservador, y las historias de horror sobre hospitales, escuelas y delincuencia habían acosado al Nuevo Laborismo.

El funeral de la Reina Madre había encendido una ola de patriotismo. La población estaba predispuesta para algo inspirado y nuevo. En un nuevo partido político, dijo Kirkland, podrían pensar que lo habían encontrado.

Tres periódicos se habían puesto de su parte, el Sketch, el Independent y el News. Otros fueron más escépticos, pero eran receptivos con lo que todos denominaban una brisa fresca en la política. El nombre fue un enorme éxito y los cronistas lo pasaron en grande comparando la primera conferencia de prensa con una sesión fotográfica de la Copa del Mundo y con la meta de los corredores en el Grand National.

Corrieron muchas historias feas sobre los tres y hubo también rumores infundados sobre quién iba a abandonar qué partido para ingresar en el nuevo, y el más disparatado fue que Gordon Brown era uno de ellos, y el más fundamentado que lo era Michael Portillo. Ninguno de los dos lo hizo. Tanto Tony Blair como Iain Duncan Smith dijeron -evidentemente apretados- que eso era la democracia, aunque lamentaran (por parte de Iain Duncan Smith) la deslealtad que había engendrado, y que Tony Blair recordara que el SDP había tenido un nacimiento igual de triunfal y un funeral siete años después.

Todos los protagonistas principales, Lawrence, Frean y Kirkland, salieron en las primeras páginas y muchos también en las interiores. Todos tenían familias atractivas y saludables, que sonreían obedientes por si les sacaban una foto. Gideon Keeble afirmó que estaba orgulloso de participar, lo mismo que Jackie Bragg, que dijo que sabía distinguir una buena idea, y estaba orgullosa de formar parte de ésta. La City había analizado las fortunas de Keeble, Bragg y otros simpatizantes ricos, y hasta qué punto estaban dispuestos a poner su dinero en el proyecto. Se habló mucho también de donantes anónimos.

Viniera de donde viniera, había dinero: unos veinte millones. Un gran porcentaje procedía de personas anónimas, más de cincuenta mil, que habían aportado sumas que iban de las 2.5 a las 1.000 libras con la tarjeta de crédito. Chad Lawrence dijo repetidamente en las entrevistas que eso decía más de la popularidad de su causa que cualquier otra cosa. Más de un comentarista observó que era un equipo que incluía a personas ajenas al mundo de la política, empresarios de éxito que tenían una posibilidad por encima de la media de hacer realidad sus objetivos. Muchas de las personas dedicadas a poner en marcha el partido conservaban sus empleos, y no tenían experiencia personal en política: ése era un factor decisivo para la frescura de las ideas. Y ese grupo, por supuesto, incluía a Martha Hartley.

El viernes 19 de abril, se celebró una gran fiesta en Centre Forward House, un edificio nuevo de Admiralty Row. En parte era una muestra de agradecimiento a todos los trabajadores, en parte una iniciativa de relaciones públicas. Aparte de los políticos y los simpatizantes, un puñado de hombres de la City y tantas celebridades como la combinación de agendas y directorios de correo del equipo central fue capaz de invitar, estaban todos los periodistas del mundo de la prensa escrita, la radio y la televisión. Si no te habían invitado y eras un contendiente obvio, te ibas volando de la ciudad.

Jocasta Forbes estaba en la fiesta. Habría ido de todos modos, acompañando a su novio, pero su editor (que también estaba) le había encargado que escribiera una breve crónica para la columna de chismorreos del día siguiente.

– A ver si encuentras gente rara, no quiero leer nada de Hugh Grant, por favor.

Varias personas habían comentado que Jocasta no estaba tan deslumbrante últimamente, había adelgazado y desprendía un aire de cansancio. Sin embargo, sus crónicas eran mejores que nunca. Ese mismo día había escrito dos: una sobre una mujer que había demandado a la empresa de su tarjeta de crédito -«Si la gente puede demandar a las tabacaleras, por qué no; no deberían prestarnos el dinero con tanta facilidad»-, y otra sobre un científico que había clonado con éxito a su gato y ofrecía sus servicios a dueños de mininos ancianos en Internet.