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– Oh -dijo-, prefiero hablar de ti.

– Gracias. Y también por acompañarme. Y por la cena, por supuesto. Yo… -vaciló. No, se lo preguntaría. ¿Qué mal había?-. ¿Quieres subir a tomar una copa?

– Oh, eso sería muy peligroso, ¿no te parece? No lo creo sensato en absoluto. Eres demasiado guapa y demasiado seductora para que pueda estar solo contigo en una habitación. A menos, claro, que algunas cosas fueran distintas. En cuyo caso no desearía otra cosa. Obviamente.

– Sí…, supongo que sí -dijo ella-. Sí. Pero… -Se calló y se quedó mirándole indefensa.

– En fin, es tarde y estás muy cansada. -Se inclinó y la besó muy ligeramente en los labios-. Vete. Que duermas bien. Y dile a Nick que creo que es el hombre más afortunado del mundo cristiano. Buenas noches y felices sueños.

Ella le observó alejarse por la calle en ese coche tan hermoso y deseó con fervor que siguiera a su lado.

A la mañana siguiente se sentía fatal; no sólo por la resaca, sino por la culpabilidad. Al menos debería habérselo dicho a Nick. Debería haberle llamado. Él sin duda la habría llamado. Seguramente un montón de veces. Se preparó un té flojo, se recostó en los almohadones y se obligó a escuchar los mensajes.

«¡Jocasta! Hola, cielo, ¿dónde estás? Estoy en sala de prensa. Esperaré hasta que me llames.»

Vale. Ése era el primero.

«Señora Cocinera, hola. Me voy al Shepherds. Chris ha reservado una mesa grande. Ven a cenar con nosotros.»

Dos.

«Jocasta, ¿dónde te has metido? Son las once y estoy en el Shepherds. Llámame.»

Tres.

«Jocasta, llámame. Por favor. No sé dónde estás, pero estoy preocupado por ti.»

Cuatro.

«Jocasta, es casi la una. Me voy a casa. Me han dicho que te has ido con Gideon y otra gente. Gracias por decírmelo. Tal vez quieras llamarme mañana.»

Eso había estado muy mal. Dejar que se preocupara por ella. Debería haberle llamado.

Insegura, casi nerviosa, marcó el número de Nick. Por suerte salió el contestador.

«Hola, Nick, soy yo. Estoy bien y siento lo de anoche. Me entretuve en la cena de Gideon y él me dijo que te dejarían un mensaje. Es evidente que no lo hicieron. Siento que te preocuparas. Estuve bien. Ya hablaremos.»

Eso podría…, sólo podría, resultar. Podría creérselo. Y si no…, mala suerte. Los dos podían jugar al no compromiso.

– No -repetía Martha-. No, no, no.

– ¿Pero por qué no?

– Bueno, no podría hacerlo. Ésa es la razón principal. Y no tengo tiempo.

Se quedó mirándoles. Cuando llegó al Joe Allen's, Marcus también estaba. Eso la sorprendió mucho.

– Ser parlamentaria no te roba tanto tiempo -le dijo Chad-, sobre todo si no estás en el gobierno.

– ¡Oh, Chad, por favor! Ahora ya trabajo seis días a la semana. Anoche trabajé hasta la madrugada.

– Entonces podrías reducirlo a cinco días. O trabajar sólo en la circunscripción.

– No quiero trabajar a nivel local. Me gusta lo que hago.

– ¿En serio? -preguntó Marcus-. El otro día me dijiste que empezabas a desenamorarte del trabajo.

– Lo sé. Pero no lo decía en serio.

Se sentía como si estuviera cayendo por un profundo agujero. Sentía pánico, terror.

– Mira, Martha, saldrías elegida seguro -dijo Chad-. Eres una candidata de ensueño. De la zona, de familia muy conocida, joven, dinámica…

– Mujer -añadió Marcus.

– Bien pensado.

– ¿Esto es lo que llamáis un lanzamiento relámpago?

– Lo es. Pero como somos un partido nuevo y limpio como una patena, no puede parecer que hacemos algo tan manipulador. Insistiremos en que eres una más de una larga lista, una lista muy igualada. Aunque evidentemente no será así.

Chad volvió a sonreírle.

– ¿Qué te parece?

– Ya os he dicho mil veces que no es lo que quiero. No lo entiendo, Norman Brampton es conservador.

– Pero desilusionado. Ya ha firmado el documento de nuevas políticas, y ha convencido a un buen porcentaje de la comisión de distrito para que haga lo mismo. Estás en una estrella ascendente. Y no quieren arriesgarse a convocar elecciones anticipadas. Tienen a un candidato del Nuevo Laborismo muy activo.

– Oh, por Dios, Dick Stephens.

– ¿Le conoces?

– Personalmente no. Mi madre y sus amigas querrían mandarlo a Siberia. Anticacerías, por supuesto, y sin ninguna preocupación por la comunidad de agricultores. Cuando llegó a la parroquia, incomodó a todos sus simpatizantes llamándoles por el nombre sin que le dieran permiso.

Martha sintió, más que vio, a Chad y a Marcus intercambiando una mirada.

– Martha -dijo Chad-, ¿no te gustaría ser parlamentaria?

– Tal vez algún día. Ahora no. No tengo formación política.

– Ahora la tienes. Y trabajó seis meses en la Oficina de Asesoramiento Ciudadano, ¿lo sabías, Chad? -preguntó Marcus.

– Vaya por Dios -exclamó Chad-, tú no eres de verdad. Por favor, Martha. Por lo menos, piénsatelo. Sé que lo harías bien. Y sé que te gustaría.

Ella se quedó callada: pensando. Pensando de verdad, por primera vez, en lo que eso representaría. En lo que podía representar.

Una nueva vida. Un nuevo objetivo en la vida. La posibilidad de hacer algo, de marcar la diferencia. Un intento de obtener algo importante, de atisbar el poder de verdad, el éxito de verdad. Ya había conocido a bastantes políticos para saber que era posible que tuviera lo que hacía falta.

Con mucha tranquilidad, Chad Lawrence dijo:

– No estamos siendo justos. Exigiéndote, metiéndote prisas. Piénsatelo un par de días. Aunque sólo te lo plantees, llámame, y sondearé a Norman Brampton.

– ¿Y luego qué?

– Luego puedes mandar tu currículum y él podría aconsejar a los miembros del partido que te adopten. Y con tus habilidades particulares de presentación, creo que arrasarías. Martha, tienes todo lo que se necesita. Es un don de Dios.

– ¿De verdad crees que Dios tiene algún interés por la política? -dijo Martha con una débil sonrisa.

– Por supuesto que lo tiene -contestó Marcus rápidamente-. Y encima tú le tendrías a tu favor, siendo tu padre el vicario. En fin, Chad tiene razón. No deberíamos apremiarte así. Ve a casa y piénsatelo. Y no te apresures.

– Sí -dijo Chad-, con que nos respondas antes del lunes, estará bien.

– ¿Así que crees que debería hacerlo? -preguntó Martha.

– Sí, lo creo. ¿Quieres un poco? Ten cuidado, es muy picante.

Estaban sentados a su mesita de comedor, contemplando las luces de Londres y comiendo unos platos tailandeses que habían pedido a domicilio.

– ¡Ed! ¿Eso es todo?

– Pues sí.

– Pero si apenas lo hemos hablado.

– Está bien -dijo él, apartando el plato y uniendo las manos en una pantomima exagerada, mirándola a los ojos-, perdóname. Veamos. Desde el principio. Repasémoslo todo. No hay nada de qué hablar, Martha. Es una buena idea. ¿De acuerdo?

– Oh -dijo Martha. Estaba bastante confundida. Había querido una disección completa y cuidadosa de todo el asunto: los riesgos, las ventajas, su capacidad para llevarlo adelante-. Bien, si eso es lo que piensas…

– ¡Por supuesto que eso es lo que pienso! Pero empieza a aburrirme, si te he de ser sincero.

– Perdona -dijo ella, un poco indignada-. ¿De qué te gustaría hablar? ¿De ti?

– Pues no estaría mal, para variar-contesto él.

Ella le miró.

– Eso no es justo.

– Es muy justo. Hace casi quince días que no te veo y ¿cuánto hemos tardado en hablar de lo que a ti te interesa? Ni un minuto. Que si la maldita fiesta, que si fue maravillosa, que si tuviste que marcharte temprano para ir a una reunión, para acordarte de repente de tus modales y preguntarme qué había hecho. Y luego de vuelta a lo tuyo, y qué pienso yo de este asunto de Chad o como se llame, si debes hacerlo, y venga y venga. No sé por qué, pero creo que no lo harás. Tendrías que encontrar tiempo para hacerlo. Dedicarle algo de tu preciosa energía, interrumpir tu sagrada rutina. Tendrías que intentar pensar en algo más que en ti misma para variar, Martha. A lo mejor te iría bien.