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Clio pensó en sí misma a los dieciséis años, rechoncha, sosa, nerviosa, insegura. No habría sido capaz de hacer lo que había hecho Kate: batallar con la burocracia, cuestionar la autoridad. Apenas era capaz de hacerlo ahora, en realidad. Ni siquiera era capaz de enfrentarse a su marido.

– Me recuerdas a mi madre -dijo Gideon Keeble-. Fue el gran amor de mi vida -añadió, sonriendo-, aunque supongo que eso a ti no te parecerá un cumplido. Pero te habría gustado. Y tú le habrías gustado a ella.

– ¿Cuándo… cuándo murió?

– Hace cinco años y medio. Tenía casi noventa años.

– ¡Noventa!

Eso era curioso. Demasiado mayor para ser la madre de Gideon. Él le leyó el pensamiento.

– Fui su último hijo. Tenía casi cuarenta años cuando yo nací. No te estrujes más el cerebro, tengo cincuenta y un años. No soy Matusalén.

– Ya te lo dije, Gideon, para mí no tienes edad.

Era cierto; allí sentado, sonriendo, bajo el sol, con los ojos azules fijos en los suyos, no tenía ninguna edad, sólo era un hombre muy atractivo.

– ¿En qué me parezco a tu madre?

– Era muy lista. Y decidida.

– ¿Cómo sabes que soy esas dos cosas?

– No podrías hacer tu trabajo si no lo fueras. Y además eres encantadora y cariñosa.

– ¿Cómo sabes tú que soy cariñosa?

– Lo presiento -dijo él, y fue una de las cosas más eróticas que le habían dicho nunca a Jocasta.

– A ver -dijo él-. ¿De qué te gustaría hablar?

– De ti -respondió Jocasta-. Por favor, háblame de ti.

Ya sabía muchas cosas de él, por supuesto: el ascenso a partir de una infancia de considerable pobreza hasta una fortuna que se contaba en miles de millones más que en millones, desde un primer empleo de mensajero y un segundo empleo de dependiente en una tienda de ropa para hombre de Dublin, a propietario de una cadena de tiendas en todo el mundo. Había habido batallas titánicas por el control de otras empresas, famosas guerras de ofertas, tratos aún más famosos. Tenía tiendas de moda en toda Europa, América y Australia, y grandes casas de muebles, situadas sobre todo en centros comerciales de las afueras de las ciudades. También poseía una cadena de tiendas pequeñas y exclusivas que vendían artículos para el hogar. Recientemente se había metido en hoteles, «hoteles exclusivos, habrás oído hablar de ellos», tiendas de alimentación, y charcuterías que vendían la comida de moda, y una cadena de cafeterías de ámbito mundial. Como era de esperar, gran parte de su fortuna procedía del negocio inmobiliario. Tenía oficinas en algunas de las calles más famosas del mundo.

Por el camino había sufrido algunas bajas, en forma de tres matrimonios, y en una famosa ocasión casi había causado baja él mismo. Cinco años atrás, un infarto masivo le había dejado medio muerto, pero se negó categóricamente a hacer lo que le recomendaban y tomarse la vida con más calma.

– ¿Qué iba a hacer yo con una vida tranquila?

Seguía trabajando tanto como siempre, dijo, pero con la diferencia importante de que se cuidaba.

– No fumo, casi no bebo, nado tres kilómetros cada día, que es un aburrimiento, pero lo hago.

– ¿Y dónde lo haces? -preguntó Jocasta.

– Ahora en mi casa de Londres tengo una de esas inteligentes piscinas estrechas que te mandan una corriente en contra y cada largo vale por un kilómetro. En el campo tengo una grande, del todo vulgar, pero no por eso peor, y en Irlanda, si el tiempo no es totalmente desalentador, nado en el lago.

– ¡Madre de Dios! -exclamó Jocasta.

– Sí, yo la invoco cada vez que me sumerjo. Pero es fantástico una vez estás nadando. Me gustaría que lo probaras.

Jocasta volvió a casa en estado de embriaguez: no de vino, del que había tomado muy poco, sino de él. Apenas la había tocado, excepto para besarla al recogerla y otra vez al despedirse, pero la había inquietado de todos modos. En parte, y lo sabía muy bien, era consecuencia de estar con alguien tan famoso y poderoso, y de que él la encontrara deseable e interesante. La hacía sentir apaciguada y consolada, hacía que el rechazo de Nick fuera mucho menos doloroso.

– Ha sido muy agradable -dijo él, sonriendo-. No recuerdo hace cuánto había disfrutado tanto. ¿Te gustaría repetirlo? En fin, tampoco hace falta repetirlo todo igual, sino…, bien, seguro que podemos hacer algo parecido.

– Sí -dijo ella, despreocupada con la excitación-, me gustaría mucho. De verdad.

– Pues habla con Nick -comentó-, y cuando lo hayas hecho me llamas.

– ¿Doctora Scott? Soy Kate.

– Oh, hola, Kate. -Miró a Jeremy, al otro lado de la habitación. Estaba enfrascado en la sección de motor del Sunday Telegraph-. ¿Hay novedades?

– No muchas. Lo del coágulo es bastante grave. Está muy enferma y no me dejan verla. Han dicho que mamá podía verla, pero yo no. ¿Usted sabe lo que pasa?

– No lo sé, Kate, pero supongo que está sedada, y creen que no es bueno que tenga demasiadas visitas. Cuando se mejore, seguro que te dejarán verla.

– Vale. -Su voz era infantil, casi llorosa.

– Mira -Clio volvió a mirar a Jeremy, que le hacía gestos, golpeando el reloj-, mira, tengo que irme, lo siento. Llámame para decirme cómo está. Y si crees que las cosas no van bien, intentaré volver y enterarme. ¿De acuerdo?

– Sí, vale. Gracias. Adiós.

Se oyó un clic y colgó. Le había fallado, pensó Clio, debería haberse ofrecido a volver de todos modos. Aunque ella no podía hacer nada. ¿Y qué podía decirle a Jeremy?

De hecho, no tuvo que decirle nada a Jeremy durante un rato. Le llamaron del Duke of Kent's Hospital para operar a una de sus pacientes privadas que se había caído y se había roto la cadera. Clio rezó para que nadie le comentara que ella había estado allí hacía pocas horas, porque no se lo había dicho.

– ¿Cómo ha ido el almuerzo con el millonario minorista? -preguntó Nick en un tono entre ligero y burlón que consiguió molestar a Jocasta.

– Bien -contestó, algo fría.

– ¿Adónde habéis ido?

– Al Waterside Inn.

– Caramba. Ojalá fuera yo el millonario minorista. Me habría gustado llevarte allí.

– Podrías haberlo hecho.

– Jocasta, no te pongas pesada. Quiero arreglar las cosas.

– Perdona. ¿Cómo ha ido con David Owen?

– Muy simpático. Muy amable. Oye, me gustaría pasar a verte si te parece bien.

– Pues… -Si venía tendrían otra pelea. Lo sabía. Nick le soltaría un montón de chismes de política y chorradas de la profesión. Ella quería más de Gideon Keeble, que la adulara, le dijera lo seductora que era…-. Pues, la verdad es… -dijo para ganar tiempo- que…

Sonó su móviclass="underline" lo miró esperando que fuera Gideon, pensando si era posible que fuera Gideon, preguntándose qué podría decirle a Nick si era Gideon.

No era Gideon. Era el editor de noticias del Sketch.

– Espera un momento, Nick -dijo-, es del periódico. Perdona.

– ¿Jocasta? Tragedia hospitalaria. En el Duke of Kent's Hospital, de Guildford. Ya está allí un reportero de agencia con una cámara. Vete volando.

Derek Bateson estaba bastante pagado de sí mismo. Llevaba sólo tres meses de corresponsal local para la Agencia de Prensa de North Surrey y aquélla era su tercera gran noticia. Claro que no podía competir con la de enero, cuando alguien estuvo tres días en una camilla, cubierto de sangre. Sin embargo no estaba mal, porque esa anciana estaba muy enferma.

– ¿Derek Bateson? ¡Hola!

Una chica espectacular le sonreía y le tendía la mano. Era muy alta, y tenía el pelo rubio y largo, unas piernas que parecían empezarle en los hombros y los ojos azules más brillantes del mundo.