– ¿Kate Tarrant?
– Sí. No la conozco todavía, pero me ha dado tu teléfono. Parece una chica de armas tomar. Bueno, eso no importa. ¡Oh, Clio, me encantaría verte! ¿Por qué no hicimos lo que habíamos prometido y nos vimos cuando volvimos a casa, hace tantos años? ¿Puedo ir a verte?
– Espera un momento, Jocasta, por favor. Acaba de llegar mi marido.
– ¡Tu marido! Qué maduro suena eso. Oye, llámame dentro de cinco minutos. ¿Tienes un lápiz? Apunta.
Entró Jeremy, cansado e irritable.
– Había un caos brutal, una mujer ha sufrido una embolia pulmonar, se supone que por haber estado demasiado tiempo en una camilla, ha venido la prensa, un jaleo de lo más estúpido.
– ¿Y cómo está ella?
– Y yo qué sé, Clio. ¿Podemos comer la sopa?
– Sí, sí, claro. Se está calentando. Lo siento, Jeremy, de verdad, pero tendré que volver a salir. El niño con meningitis de esta mañana, su madre sigue muy angustiada, y…
– Dios, cómo me alegraré cuando acabes con esta ridiculez. De acuerdo. No tardes mucho, ¿vale? He tenido un domingo espantoso.
Clio salió de casa discretamente, recorrió unos metros con el coche, paró y llamó a Jocasta.
– Hola. Soy yo. Oye, prefiero no ir al hospital. Cuestiones médicas de protocolo y cosas así. ¿Quedamos en el pub que hay en la calle del hospital? Se llama Dog and Fox.
– Claro. Estoy impaciente.
Clio reconoció a Jocasta de inmediato cuando entró apresuradamente en el pub. Estaba sentada en una mesa junto a la ventana, fumando y leyendo algo. Tenía una botella de vino y dos copas delante. Levantó la cabeza, la vio y sonrió. Se puso de pie, se apartó la melena y fue hacia ella, y en ese preciso momento Clio supo exactamente a quién le había recordado Kate Tarrant.
– No hay muchas novedades, lo siento -dijo la enfermera Campbell sonriendo con paciencia de funcionaría a Helen y a Kate-. Su madre sigue en la Unidad de Cuidados Intensivos, recibiendo los mejores y más avanzados cuidados tecnológicos. Créame, está en buenas manos.
– Puede que ahora sí -dijo Kate-, pero de haberla cuidado como es debido desde el principio, ahora no tendría que estar allí.
– ¡Kate! Lo siento -dijo Helen apaciguadoramente a la enfermera Campbell-. Está muy nerviosa.
– Ya lo veo. -La mirada que lanzó la enfermera Campbell a Kate habría aterrorizado a un espíritu un poco más débil-. Creo que lo mejor que pueden hacer es marcharse a casa y volver por la mañana. Su madre no es muy consciente de nada en este momento y si lo fuera… Si lo fuera, no creo que la actitud de la chica la ayudara mucho. Necesita calma y silencio, no que la alteren.
– Ah, claro, porque eso es lo que ha tenido, ¿no? -exclamó Kate-. ¡No recuerdo mucha calma y silencio en ese asco de Urgencias anoche, con gente vomitando, gritando y cagándose en ese lavabo pestilente!
– ¡Kate, por favor! ¡Cállate! Discúlpela -dijo Helen.
– No se preocupe, señora Tarrant. Estamos acostumbrados a la histeria, se lo aseguro. Insisto en que se vayan a casa.
– ¿No hay ningún sitio aquí donde podamos esperar? -pidió Helen con humildad-. Vivimos muy lejos, ¿sabe?
– Hay una sala para familiares -dijo la enfermera Campbell de mala gana-. En la planta baja. Pero no es demasiado cómoda.
– No sé por qué pero nos lo imaginábamos -dijo Kate-. Venga, mamá, vámonos.
Helen siguió a Kate por el pasillo, demasiado nerviosa y angustiada para volver a reñirla.
– Podría quedarme aquí toda la vida -comentó Jocasta apagando el cigarrillo-. Ni siquiera hemos hablado de nuestros viajes. Sólo dime una cosa, ¿te ceñiste al plan? ¿Acabaste donde querías acabar y todo eso?
– No, qué va. La verdad es que no. A menudo me he preguntado qué haría Martha.
– El otro día oí hablar de ella. Así sin más. Está metida en política, parece. O está a punto de estarlo. En ese nuevo partido. También pensaba localizarla. Oh, no, tengo que irme.
– ¿Qué… qué piensas escribir exactamente? -preguntó Clio.
– Oh, lo de siempre. Cosas lacrimógenas. Historias de horror. La seguridad social falla de nuevo. Otra viejecita en una camilla.
– Jocasta, no es una viejecita ni mucho menos -dijo Clio-. Es una mujer estupenda de sesenta y tantos.
– ¿Ah, sí? Ojalá pudiera conocerla. ¿Crees que podré?
– Imposible, si está en la UCI, no.
– ¿Conoces a la hija?
– Sí. Es una buena mujer. La nieta… -Vaciló. El parecido entre Kate y Jocasta seguía inquietándola-. Es de armas tomar.
– Eso he oído. Al menos podría hablar con ella.
– Tal vez. Sí, te parecerá interesante. -A ella le parecía interesante. ¿Se daría cuenta Jocasta del parecido? Probablemente no. Al fin y al cabo, había un número limitado de variaciones en ojos, nariz y boca. La ruleta de miles de millones de genes estaba destinada a sacar algún duplicado…
Se le encogió el estómago.
– Jocasta, sé que es tu trabajo, pero ¿de verdad crees que esto es buena idea? Escribir un artículo y poner los nombres de esas personas tan agradables en el periódico.
– ¡Oh, Clio! -Jocasta meneó la cabeza tristemente-. No se trata de hacer el bien. Se trata de hacer un buen trabajo. Es por lo que me pagan. Espero que esto no estropee nuestra amistad al primer obstáculo, pero tengo que escribirlo, en serio.
– Sí. Sí, lo comprendo. -Pero no lo comprendía-. Aunque no hará más que empeorar las cosas para la señora Bradford. El hospital se pondrá en pie de guerra, te lo aseguro. Vaya, mi marido me mataría si su nombre saliera en el artículo. O el mío.
– ¿Por qué habría de salir su nombre?
– Porque es uno de los médicos del hospital. Bastante importante.
– Entendido. ¿Y por qué habría de matarte? No sería culpa tuya.
– Él creería que sí. Si supiera que te conozco…
– No lo sabrá, no te preocupes por eso. No sacaré vuestros nombres. No mejoran en absoluto la historia y es el sistema lo que queremos denunciar, no las personas. Dime, ¿de dónde puedo sacar una bata blanca? Te sorprendería lo lejos que he llegado a veces con una bata. Casi dentro de un quirófano.
– Jocasta, eso es terrible.
– No lo es. ¿Tú no tendrás una?
– No, no tengo -dijo Clio mintiendo.
– Da igual, ya encontraré la lavandería del hospital. Oye, llámame dentro de un par de días. Coge mi tarjeta, tiene el teléfono y la dirección de correo electrónico. Y te lo advierto, las demás ratas aparecerán mañana.
– ¿Qué ratas?
– Los demás periódicos.
– Oh, no, Jocasta, tienes que…
– Sí, tengo que hacerlo. -Se inclinó para dar un beso a Clio-. Me alegro muchísimo de haberte encontrado. No te preocupes por el artículo. Dura un día y después sirve para envolver patatas.
Siempre lo decía y era doblemente mentira, porque las patatas se envolvían en papel blanco higiénico y todos los artículos podían leerse en Internet sólo con apretar un par de teclas. Sin embargo esa idea seguía consolando a la gente.
Helen dormitaba agitadamente en la miserable incomodidad de la sala de visitas, y Kate leía ejemplares atrasados de Hello! cuando entró una doctora.
No parecía una doctora, excepto por la bata blanca. Era muy joven y bonita. Sonrió a Kate y se puso un dedo frente a los labios.
– ¿Kate? -susurró.
– Sí. ¿Qué pasa? ¿La abuela…?
Jocasta indicó la puerta con la cabeza. Kate se levantó de buena gana y la siguió al pasillo.
– Que yo sepa, tu abuela sigue igual. Pero no soy médico. Soy Jocasta del Sketch. He hablado contigo por teléfono. -Sonrió a Kate-. ¿Cómo estás?
– Muy preocupada. No nos dicen nada y quiero ver a la abuela y no me dejan.
– Bien, subiremos dentro de un minuto. A ver qué encontramos. No sé hasta dónde puede llegar la doctora Jocasta, pero a la primera base seguro que sí. ¿Tienes hambre? Tengo patatas.