– Preferiría no hacerlo. ¿Un pub?
– Claro. ¿Te parece bien el de Thursley? ¿A las seis?
– Qué, ¿hoy? No. Esta noche no puedo. Lo siento.
Sí que podía, pero…
– ¿Mañana, entonces? Pero sobre las siete, porque tengo muchos pacientes.
Clio apagó el móvil y fue a ponerse a la cola de la caja. Su paz y seguridad en sí misma habían sido breves. Sin embargo había sido un comienzo.
– Jocasta, hola. Quería darte las gracias por la otra noche.
– No fue nada, ven siempre que quieras comer como es debido pero, Josh, deberías poner un poco de orden en tu vida.
– Ya, lo sé. No es muy divertido vivir sin Beatrice, y echo de menos una barbaridad a las niñas.
– Espero que sí. Aun así… -Se ablandó un poco-. No creo que vaya en serio en lo del divorcio. Sólo intenta darte una lección.
– No estés tan segura. Ha consultado a un abogado.
– Dios mío, Josh. Lo siento. Anoche no me lo dijiste.
– Es que no quería hablar de eso delante de Clio.
– Es un encanto, ¿verdad? Me cae muy bien. Pero me pareció un poco rara contigo. Josh, ¿hay algo que debería saber? ¿De ti y de ella? ¿No te acostarías con ella, no? ¿Mientras viajábamos?
– ¡Por supuesto que no! -Parecía sinceramente indignado de que Jocasta lo pensara.
– Lo siento. Es que parecía un poco incómoda y no entendía por qué. Sólo es eso.
– Jocasta, no pasó nada entre Clio y yo. ¿Está claro?
Martha estaba intentando trabajar un poco cuando volvió a sonar el teléfono. Era Chad.
– Martha, ¿a qué crees que estás jugando? -le dijo, con una voz tensa y áspera-. ¿Rechazar lo que podría haber sido un gran artículo en el Sketch? ¿Estás loca? Podrías haber ganado centenares de votos, incluso miles. Te recomiendo muy encarecidamente que la veas. Es la oportunidad de iniciarte en la vida política. Al menos, en la fase en que estás tú.
– Sí, pero…
– Martha, hazlo y basta. No va a decir nada malo de ti. Es una historia encantadora. Infancia en Binsmow, el viaje que hicisteis juntas, y después tu vertiginoso ascenso como abogada, la muerte de la limpiadora que te convierte a la política… Es tan hermoso que parece que nos lo hayamos inventado. Vas a llamar a Jocasta inmediatamente. Y haz acopio de humildad antes de hacerlo, está un poco desdeñosa.
– De hecho, Chad, en fin, me preguntaba si…
Dilo, Martha, acaba de una vez, es sólo una frase, unas palabras, y volverás a estar a salvo.
– Martha, ¿qué pasa? Tengo mucho trabajo.
– … si podía cambiar de idea.
La voz de Chad fue profundamente incrédula.
– ¿Cambiar de idea? ¿Cómo? ¿Retirarte?
– Eso… sí.
– Martha, ¿qué coño te pasa? ¿Es que no te das cuenta de todo el esfuerzo que te hemos dedicado? ¿Que el propio Jack Kirkland ha escrito al partido local? ¿Que yo he perdido mucho tiempo por tu culpa? ¿Que Norman Brampton ha trabajado como un mulo, llamando a todo el mundo, y probablemente arriesgándose a sufrir otro infarto? ¿Que hemos convencido a los miembros del partido local contra una oposición considerable, no sólo de que nos apoyen, sino de que tú les representes? ¿Te das cuenta del valor que eso exige por su parte? ¡Cómo te atreves a jugar con nosotros, como una niña pija y tonta! Empiezo a pensar que hemos cometido un craso error.
Martha no dijo nada, preguntándose si debía seguir adelante, sopesando qué miedo era peor.
– Mira -dijo-, tengo que irme. Será mejor que te aclares, Martha, y que lo hagas rápido. Decídete, en un sentido u otro.
– Chad…
Pero había colgado.
Poco después su teléfono volvió a sonar. Era Janet Frean.
– Hola, Martha. Te llamaba para felicitarte. Lo has hecho de maravilla. Ya cuesta bastante cuando llevas años en el gremio. Te lo digo yo.
– Gracias, Janet. Oye…
– Te necesitamos, ya lo sabes. Necesitamos gente como tú. Me han dicho que te sientes indecisa. Es muy natural, a todos nos pasa. Yo recuerdo haber sufrido ese megapánico más de una vez. Es bastante aterrador. Pero pronto te sentirás mejor. En serio. Y no permitas que Chad te apabulle. Si te preocupa algo, cuéntamelo a mí. ¿De acuerdo?
Como si fuera posible, Janet, como si fuera posible.
Y después le llegó un correo electrónico. Era de Jack Kirkland.
«Hola, Martha. Sólo quería felicitarte. Muy bien hecho. Sabía que lo harías bien. Sólo necesitamos cien más como tú. No nos falles ahora. Te necesitamos. Jack.»
– Por Dios -exclamó Martha, y enterró la cabeza en las manos.
Y entonces volvió a llamar Chad.
– Siento haberte echado la bronca. Es natural que estés asustada. Es totalmente natural. Pero lo estás haciendo muy bien y todos te apoyamos. ¿De acuerdo?
– Sí, Chad.
– Buena chica. ¿Llamarás a Jocasta? En cuanto puedas.
Vaya, pensó Martha, cansada, éste tiene un pellejo más duro que una manada de rinocerontes.
– Sí, Chad -repitió.
La tenían atrapada, no podría quitárselos de encima así como así.
Cuando volvió a su piso por la noche, su padre le había enviado una carta. Reconoció su hermosa letra. Se quedó de pie, leyendo, con lágrimas en los ojos.
«… no cesa de venir gente para decir cuánto desean que salgas elegida, y lo orgullosos que debemos estar de ti. Y lo estamos, cariño, lo estamos. Y seguimos siendo muy discretos. Los dos te mandamos todo nuestro amor. Nos vemos dentro de un par de días.»
¿Cómo podía volverle la espalda a esto y decirles que no lo haría?
De hecho, pensó, ahora que el pánico había cedido un poco, ¿por qué no habría de hacerlo? Tenía una gran oportunidad de hacer algo que había deseado mucho. No podía tirarlo por la borda. Ahora no.
Millones de chicas, millones de chicas…
Jack Kirkland sonrió a Janet, al otro extremo de la mesa, y le indicó que se sentara.
– Gracias por encontrar un momento. Sólo quería comentarte algo. Creo que tenemos a Eliot Griers a bordo.
– ¿Ah, en serio?
Eliot Griers era el diputado conservador por el norte de Surrey. Su tono suave engañaba, era brutal en el debate, y le habían prometido un puesto en el gabinete en la sombra de Iain Duncan Smith, que nunca se había materializado.
– Sí. Está seguro de que puede convencer a la sección local del partido. ¿A ti qué te parece? A mí personalmente me encantaría. Es muy conocido y muy inteligente, justo lo que necesitamos.
– Es evidente que me gustaría mucho. Es muy inteligente. De eso no hay duda. Pero me sorprende. La última vez que hablé con él, no paró de decir que éramos muy valientes, no parecía plantearse en absoluto unirse a nosotros.
– Eso era antes de que no le dieran el puesto en el gobierno en la sombra. Le ha amargado mucho. Por supuesto querrá un asiento bien situado, por decirlo de algún modo. Nos sería muy útil en este momento. Un portavoz para el partido a lo grande. Podríamos hacer mucho ruido.
Hubo una pausa casi inapreciable. Después:
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Bueno, sería muy visible. No me gustaría que te sintieras apartada.
Janet se puso de pie y apartó la silla con bastante vehemencia.
– Jack, me gustaría pensar que estoy por encima de esas cosas. Lo que me importa, por encima de todo, es el partido y que tenga éxito. No estoy en esto por ambición personal. Sabes que no es el caso de las mujeres en general. Tenemos otras inquietudes.
– Eso es lo que decís todas. Yo me reservo el derecho a dudarlo. Siempre te he considerado una persona muy ambiciosa, Janet.
– Sí, claro que soy ambiciosa. Pero si crees que aspiro a un cargo alto en el partido, te equivocas. Tengo otra vida, ya lo sabes. No me he casado con Westminster.
Eso era un golpe bajo, teniendo en cuenta el fracaso del matrimonio de Kirkland, que se ruborizó.
– Bien -comentó-. Bien, mientras no tengas ningún problema con Griers. Sólo quería despejar dudas, por decirlo de algún modo.