– Sí, y te lo agradezco. Lo siento, Jack. No, no hay problema, Griers sólo puede sernos útil. -Dudó y después dijo-: ¿Su matrimonio va bien, verdad?
– ¿Lo dices por aquello de hace años? Chismes, Janet, nada más. He hablado con Caroline, que es encantadora, y le apoya en todo. Y como tú, tiene una familia muy atractiva, que siempre ayuda.
– Bien, parece perfecto -dijo Janet-. Gracias, Jack. Te agradezco que seas tan… considerado. Estaré muy contenta de tener a Eliot Griers a bordo.
Varias personas que trabajaban en la Comisión Conjunta de Derechos Humanos con Janet Frean aquel día observaron que no parecía estar de muy buen humor.
– Eres una estrella -dijo Ed-, una auténtica estrella. Estoy orgulloso de ti.
Martha tenía miedo de verle después del fin de semana, tenía miedo de que notara que le pasaba algo, que algo la angustiaba. La conocía demasiado bien.
– Ed, no. Me falta mucho camino. Puede que no lleguen a elegirme…
– Ya lo sé -repuso Ed- pero estoy orgulloso de ti por intentarlo.
– No lo habría hecho sin ti -dijo Martha-. Aún estaría dudando.
Era una tarde de mayo perfecta; la luz era brillante, el aire era fresco y claro, humedecido por un chubasco reciente. Estaban sentados en la terraza de Martha, bebiendo champán que Ed había traído.
– ¿Estás bien? -preguntó Ed-. Pareces un poco tensa.
– No, estoy bien. Estaba un poco preocupada por algo.
– ¿Ya no?
– No, creo que ya no -dijo, medio sorprendida.
– Eso es gracias a mí. Soy la cura de tus preocupaciones. Dame un beso. Y ahora, mira: el arco iris.
Allí estaba, brillando en un cielo que acababa de oscurecerse, sobre los relucientes edificios del otro lado del río.
– Si yo no te curo, eso seguro que sí. Funde los problemas como los polvos de frutas o como se llamen.
– Sal de frutas. Oh, Ed, ¿cómo me las arreglaba sin ti?
– No tengo ni idea -dijo él encantado-. ¿Sabes en lo que estoy pensando?
– No.
– Nunca me he acostado con un político. ¿Podrías ponerlo en tu programa? ¿Sexo para las masas?
– Ni hablar -dijo-, sólo para los elegidos.
– Pues aquí está el primero. Y está a punto.
Martha cogió la mano que él le tendía y le siguió dentro, riendo, y pensó que él tampoco aceptaría que dejara la política.
Clio miró a Jeremy mientras él dejaba un vino con gaseosa frente a ella. Estaba pálido y parecía cansado.
– Dime, ¿cómo estás? ¿Te va bien con los Salter? ¿Qué les has dicho de nosotros?
– Les he dicho que nos hemos separado. Tenía que decírselo. ¿Si no para qué querría quedarme en su casa? Voy a recuperar mi empleo.
– ¿Recuperar tu empleo?
– Pues claro. Tengo que vivir, Jeremy. No soy de las que piden pensiones. Además, me gusta mi trabajo. Ahora no hay ninguna razón para dejarlo.
– ¿Lo decidiste tú sola? ¿Sin consultármelo?
– ¿Por qué habría de consultártelo? Dejaste perfectamente claro que nuestro matrimonio había terminado. No sé qué tiene que ver contigo.
– Estaba nervioso -dijo él-. Y quiero que te lo replantees. Que los dos nos lo replanteemos, de hecho.
– ¿Qué quieres decir?
– Que deberíamos intentarlo de nuevo. -Ella le miró atónita. Era lo último que se esperaba-. Clio, me precipité. Dije cosas muy feas y no quiero vivir sin ti. No quiero que nuestro matrimonio termine.
Clio continuó callada.
– Entonces…
– Jeremy, ¿con qué condiciones? ¿Sigues queriendo que deje mi trabajo?
– No -dijo él bajito-, no, no hace falta. Fue poco razonable por mi parte.
Clio le miró fijamente. Se sentía rara.
– Clio -comentó él-, no sé cómo voy a vivir sin ti. Me he dado cuenta enseguida de que…, bueno, de que aún te quiero. Quiero que vuelvas. Lo digo en serio. -Esperó, mientras ella le seguía mirando-. ¿Qué me dices?
– No… no estoy segura -contestó-. Ha sido una sorpresa, la verdad. ¿Quieres decir que puedo seguir trabajando?
– Sí, puedes.
Era tentador. Muy tentador.
– Bueno -dijo Clio-, si puedo seguir trabajando…
– Puedes trabajar, Clio. Lo prometo.
Se calló y la miró.
– ¿Qué?
– Que espero que no sea por mucho tiempo. Que pronto tendremos hijos. Al menos yo, es lo que deseo. Y tú también, estoy seguro.
Clio supo que había llegado el momento, que no podía seguir engañándole por más tiempo, ya que Jeremy había hecho concesiones tan importantes para él.
– Jeremy -comentó Clio-, Jeremy, me temo que eso no va a pasar. O estoy casi segura de que no va a pasar. Tengo algo que decirte, algo que debería haberte dicho hace mucho tiempo.
– Hablemos aquí -dijo él, con la cara inexpresiva.
Clio se sentó más cerca de él. Le cogió la mano, sintiendo lástima por él, como no había creído que pudiera volver a sentir, y con una voz asombrosamente firme, empezó a contárselo.
Capítulo 17
Clio miró las ventanas sin cortinas y los estores todavía dentro de las bolsas de Habitat, y después fue a la cocina, puso el nuevo hervidor, se hizo una taza de café en una de sus tazas nuevas y se preguntó si lograría sobrevivir a su nueva vida.
Jeremy se lo había tomado bastante bien, la verdad. La había escuchado en silencio y respetuosamente y al final habían acordado que la única solución era separarse.
Él quería al menos la posibilidad de tener hijos y estaba claro que, con Clio, era muy poco probable. Y ella tampoco era (eso estaba igual de claro) la persona que él había creído, y aunque la decepción al principio había sido mínima, casi inexistente, había crecido de forma tan desproporcionada y tan rápida, y al final se había vuelto tan trágicamente inmensa, que no podía ni plantearse la posibilidad de afrontarlo.
Clamidia. Era una palabra bastante bonita. Podría ser nombre de chica. No sonaba en absoluto como el nombre de una enfermedad fea y grave. Una enfermedad que casi con certeza la había vuelto estéril.
Todavía no podía estar del todo segura. Aún había esperanza. Sin embargo, los dos últimos ginecólogos habían expresado graves dudas. Sus trompas de Falopio parecían estar completamente obstruidas. Y era culpa suya, sólo culpa suya. Se había acostado con varios hombres a los que apenas conocía, y había contraído esa horrible enfermedad asintomática y silenciosa que había vuelto para atormentarla cuando probablemente era demasiado tarde para hacer nada. Se le negaba una de las cosas que deseaba más que nada en el mundo, la maternidad; todo por un comportamiento alocado e irresponsable cuando tenía dieciocho años.
Todo empezó en el viaje a la isla. La terrible necesidad de saber que los hombres, cualquier hombre, podían desearla, considerarla sexualmente atractiva.
Clio había crecido en una familia extraordinariamente poco comunicativa, reprimida por su padre, anulada por sus hermanas, sintiéndose menos guapa, menos lista, menos interesante de lo que era en realidad. Había ido a una escuela sólo para chicas, y nunca había tenido una gran vida social, sobre todo porque era tímida y estaba gordita y, cuando iba a alguna fiesta, las demás chicas le hacían sombra; las otras siempre eran delgadas y seguras de sí mismas y sabían exactamente cómo explotar sus atractivos. Sus hermanas no habían hecho más que empeorarlo, haciendo comentarios sobre su peso y que no salía mucho, y le decían que debía aprender a afrontar la timidez en lugar de resignarse a ella.
– Es una forma de arrogancia -había dicho Artemis en una ocasión- pensar que todos están pendientes de ti.
Ariadne había dicho que sí, que tenía razón, ¿por qué iban a estar pendientes de ella?
– Olvídate de ti misma un rato, Clio, piensa en los demás para variar.
Había tenido un novio en el último trimestre de instituto. Ni siquiera le gustaba, pero era alguien con quien ir al cine y a quien llevar al baile de final de curso. La había besado un par de veces, y a ella la había asqueado, pero no había ido más lejos. Lo mejor que había hecho por ella era decirle que era bonita, y a ella le gustaba mucho su mejor amigo, lo que la había animado a ponerse a régimen, de modo que cuando se fue de viaje había perdido seis kilos. Así que, aunque en comparación con las otras dos sentía que estaba gorda como una foca -usaba una talla cuarenta cuando las otras seguro que usaban una treinta y seis-, sabía que estaba mucho mejor. De hecho, era casi bonita.