Como la alimentación tailandesa era lo contrario a la comida grasienta, al cabo de dos semanas de estar en Koh Samui ya había perdido tres kilos más. Una mañana se vio en el espejo de la cabaña de alguien y pensó que ya casi no podía considerarse gorda. Los cabellos se le habían aclarado con el sol, estaba bronceada y…, en fin, empezaba a sentirse más segura de sí misma y con menos necesidad de disculparse por su apariencia.
Aunque todavía estaba muy lejos de sentirse sexy.
Fue al ir a Koh Pha Ngan, a una de las fiestas de luna llena que todos le habían dicho que eran tan maravillosas, cuando se sintió vana e inútilmente virginal. Entre las tinieblas, con el fondo de la música resonante, había observado los hermosos cuerpos bronceados y esbeltos, disfrutando de los demás, y aunque se había puesto a hablar con un chico muy simpático, que evidentemente también era virgen, y se habían besado un rato, no había pasado nada más y él se había quedado dormido en la arena, después de fumar demasiada hierba. Clio todavía estaba en la fase de negarse a fumar, y al final se sintió tan mal que volvió a la cabaña y se metió en la cama sola, preguntándose si debería irse a Sidney mucho antes de lo que había planeado. Al día siguiente había vuelto a la relativa familiaridad de Koh Samui sintiéndose muy desgraciada.
Y entonces sucedió algo maravilloso. A la mañana siguiente, mientras bebía un café malísimo en el porche de la cabaña, de repente apareció Josh. Guapo, sexy y encantador.
Él había estado lejos, en el norte. Le dijo que era asombroso, había hecho una excursión de tres días caminando por la selva.
– Montaña arriba casi todo el tiempo, kilómetros y kilómetros, ocho horas al día, y hacía un calor y una humedad terribles. Casi tenía alucinaciones con mi ducha y mi cama.
Había hecho un viaje de veinticuatro horas a un poblado de elefantes, donde se quedó varios días.
Clio le ofreció un poco de su café asqueroso y se sentaron en la playa, donde él siguió contándole su viaje.
Le dijo que había causado sensación con sus cabellos rubios y que todo el poblado se había reunido para observarlo.
– Y me acariciaban los brazos, como soy tan peludo…
– Me encantaría ir -dijo Clio, y entonces, a fin de tener una excusa para marcharse de la playa, añadió que pensaba seguir viajando y que tal vez iría al norte.
– Oh, pero no deberías ir sola -dijo Josh-. Allí es más peligroso que aquí, deberías ir con un guía, pagar las comidas y el alojamiento por adelantado. Hazlo en Bangkok, es muy fácil. ¿Sigues en contacto con las otras?
– No. Jocasta se marchó hace semanas al norte y Martha hace quince días. Para ir a Phuket, creo.
– ¿Así que estás sola?
– Bueno, no, en realidad no. Estoy con dos chicas y un chico.
– ¿Sabes dónde podría dormir yo?
– En mi bungalow -dijo Clio, y después pensó que él creería que intentaba ligárselo y se ruborizó-. Es que somos cuatro, pero uno se marcha hoy. Podemos preguntar al tipo que gestiona el alquiler.
– Bien. Si no te importa, voy a arreglar unas cosas.
Volvió poco después. Clio estaba sentada con un par de niños tailandeses que limpiaban la playa y colocaban las tumbonas, disfrutando de su tierna simpatía, del orgullo por el dinero que ganaban para sus familias.
– Hola. Parece que lo de Ang Thong no podemos perdérnoslo. El parque marítimo, ¿ya has ido?
– No, no he ido.
– Pues ¿por qué no te vienes? Es una excursión de un día; el barco sale de Na Thon, a las ocho y media. -La había mirado, estudiándola con sus asombrosos ojos azules, y de repente sonrió y dijo-: Estás estupenda, Clio. Esto te sienta de maravilla.
Clio no comió nada en todo el día, para impedir que su estómago plano volviera a hincharse.
Al día siguiente estaba bastante nerviosa, pero muy animada, cuando se reunió con Josh y media docena de amigos que él había hecho la noche anterior. Hacía una mañana estupenda, clara y azul, cuando salieron del puerto en dirección al archipiélago de Ang Thong. Al poco rato, Josh y casi todos los demás se quedaron dormidos, tirados sobre los duros bancos, al sol. Clio se acurrucó con cuidado bajo la lona; se quemaba con facilidad, a pesar de sus cabellos oscuros.
Media hora después, Josh se despertó, la vio sentada sola y golpeó invitadoramente el banco, a su lado.
– Ven -dijo-, siéntate conmigo.
Ella fue a sentarse, con la cabeza hecha un torbellino, y él le sonrió, la rodeó con un brazo y le pasó su cerveza para que bebiera. ¡Le caía bien! A Josh Forbes, el guapo, al guapo Josh le gustaba Clio. Lo notaba. Y no importó cuando llegó otra chica y se sentó al otro lado y él también la rodeó con un brazo, porque por primera vez en su vida se sentía a gusto consigo misma, y sabía que ella era la favorita.
El barco llegó a las islas, algunas de ellas grandes y exuberantes, otras meros peñones, desgastados en formas increíbles por el mar. Vieron delfines jugando, y por encima de ellos nubes de aves marinas que gritaban al viento, y más cerca de la costa podían verse peces de todos los colores a través del agua increíblemente transparente del arrecife de coral. Fue un viaje extraordinario.
Finalmente echaron el ancla en la mayor de las islas y se trasladaron a una barca más pequeña para acercarse a la costa, y el capitán del barco les señaló en la dirección del mayor desafío de la isla, un ascenso de quinientos metros en una depresión detrás de la playa.
– Muy, muy difícil -dijo-. No es peligroso, pero es difícil.
– Vale -dijo Josh-. Yo subo. ¿Quién se viene?
Clio se apuntó y, para su gran decepción, también todos los demás.
Fue una ascensión muy difícil, a través de matorrales y sobre cantos rodados, siempre subiendo, a cubierto hasta cierto punto del sol, pero no del calor, gracias a los árboles. Dos de las chicas abandonaron y volvieron a bajar, riéndose y diciendo que estaban todos locos. Clio, justo detrás de Josh, menos en forma que esas chicas, decidió que antes morir que abandonar.
Mientras se esforzaba por subir, sintiendo el sudor salado en los ojos, los músculos doloridos, toda ella dolorida, morirse no parecía tan poco probable.
Sin embargo, llegó arriba, salió de la oscuridad de los árboles a la brillante luz azul y subió los últimos metros hasta la cima, y allí se quedó, sin pensar en el agotamiento. Era como si volara por encima de las islas, que se extendían debajo de ella, con formas puntiagudas, bordeadas de arena blanca, talladas en el cielo azul, místicamente hermosas. Incluso Josh parecía conmovido con la vista, que se quedó mirando en silencio; después le sonrió sin hablar. Clio deseó no estar tan empapada de sudor.
Había esperado que el descenso fuera fácil, pero no lo fue, y estaba cansada, mortalmente cansada. Al acercarse al pie, empezó a sentirse mareada y le costaba apoyar el pie con firmeza. Resbaló un par de veces. Josh iba más adelante, gracias a Dios, porque Clio no quería que la tomara por una pánfila.
Al final había una extensión de hierba. Cuando Clio llegó, se dejó caer cerca de una palmera, con las piernas por completo inertes. Se sentó con la cabeza apoyada en los brazos, sintiéndose débil y muerta de sed. Sabía que tenía que volver enseguida al bote, porque todos se habían ido, pero apenas podía andar. Tampoco es que le importara.
– ¿Estás bien? -Era la voz de Josh, muy ansiosa.
– Sí, estoy bien. Gracias.
– No lo parece. Tienes muy mala cara. Estás verdosa.
– Estoy bien. -Intentó levantarse, pero no pudo.