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– ¿Cuándo volví? ¿De dónde?

– Del viaje -dijo Jocasta armándose de paciencia-. Quería saber si habías hecho algo entre tu regreso y la universidad.

– Por supuesto que no -comentó Martha, y parecía casi enfadada-. ¿Qué querías que hiciera? No había tiempo.

– Pero…

– Discúlpame -dijo de repente-, me he acordado de algo. -Se levantó y salió de la habitación caminando muy deprisa.

Eso fue el detonante para Jocasta. Desencadenó el recuerdo: uno que hacía mucho tiempo que había decidido que era un error, un caso de confusión de identidades, cometido mientras se abría camino en una calle atiborrada y pestilente.

Martha tardó bastante rato. Jocasta oyó la cisterna del inodoro, y después el grifo. Cuando Martha volvió, se había repasado los labios y echado más perfume.

– Perdóname -dijo-, he recordado que tenía que echar un vistazo al correo.

– No te preocupes -dijo Jocasta-. Tengo que irme. Te prometo de verdad que el artículo sólo dirá cosas positivas sobre ti. Sobre ti y sobre el partido.

– Gracias. Bien. Tendré que fiarme de ti.

– Sí, tendrás que hacerlo. Necesitaremos una buena fotografía tuya. Alguien podría pasar por tu despacho.

– De ninguna manera. Los próximos dos días los tengo llenos de reuniones.

– Ah, está bien -dijo Jocasta suspirando-, pondremos la que me dio Chad. Adiós, Martha. Una noche podríamos salir las tres, tú, yo y Clio. Es una pena que perdiéramos el contacto. Nos hemos perdido muchas cosas de la vida de las demás. Y sin embargo, nos hemos encontrado. -Se acercó a la puerta, cogió su chaqueta y le sonrió a Martha-. No te preocupes por el artículo.

Vio que se relajaba.

– No lo haré -dijo Martha, y le devolvió la sonrisa.

Por primera vez pareció más simpática, menos agresiva. Jocasta respiró hondo. Era el momento.

– Me he acordado de algo -dijo-. Es extraoficial, no te asustes. No volviste a Bangkok, ¿verdad? ¿Aquel año? A…, veamos…, ¿a finales de junio?

La sonrisa se desvaneció por completo. Martha parecía… ¿qué parecía? ¿Furiosa? ¿Asustada? No, peor aún, aterrada. Atrapada. Y después enfadada.

– ¿Volver? Ni hablar. Ya te lo he dicho, me fui a Estados Unidos, y desde allí regresé a casa.

– Pues debí de equivocarme -dijo Jocasta, siempre en un tono de voz cariñoso-. Creí verte un día. Yo regresé desde allí. Fue fuera de la estación, en Bangkok. Te llamé. A gritos, pero quien fuera que se alejaba desapareció.

– Bueno, supongo que es normal -dijo Martha-. Si no se llamaba Martha.

Por supuesto que era Martha. En ese momento lo supo con toda la certeza con que era posible saber algo. Y Martha supo que lo sabía.

Entonces, ¿por qué le mentía?

Capítulo 19

Kate no recordaba haber estado nunca tan enfadada. ¿Cómo se atrevían a hacerle eso, cómo? Lo más importante de su vida y se lo estaban arruinando.

– No me lo puedo creer -repetía-. ¿Cómo es posible que me hagáis esto?

– No te estamos haciendo nada, Kate -dijo Helen-, excepto cuidar de ti.

– Ah, claro. Y eso lo hacéis no dejándome salir unas horas con unos amigos.

– Kate, no estamos hablando de que salgas unas horas con unos amigos -dijo Jim-. Acabas de decir que quieres ir a un club en uno de los barrios más peligrosos de Londres con un vago…

– ¡No es un vago! -gritó Kate-. Trabaja para ganarse la vida. ¿Te enteras? Gana dinero, tiene un empleo. Un trabajo. ¡Y qué sabrás tú de Brixton!

– Es un barrio… conflictivo -dijo Helen.

– Lo que quieres decir es que hay muchos negros. Eres racista, encima.

– ¡Kate!

– La gracia de los clubes de Brixton es que son una pasada. Sarah ha ido muchas veces. Papá, ¿qué crees que va a ocurrirme, por Dios? ¿Que me tomaré un éxtasis y me moriré? ¿Que me pegarán una paliza? ¿Que acabaré tirada en la calle? Estaré con Nat. Él cuidará de mí.

– No -dijo Jim-. No irás con nadie, y es mi última palabra.

Kate le miró furiosa y después dijo:

– No puedo creer que seas tan ignorante.

Salió de la habitación y muy pronto el estruendo familiar de su música llenó la casa.

Jim miró a Helen.

– Estás de acuerdo conmigo, ¿no?

– Por supuesto que estoy de acuerdo. Es un lugar terrible, con un índice de delincuencia altísimo, y ella todavía es una niña. Ah, hola, mamá.

– ¿Qué ha pasado?

– Kate quería salir por Brixton -dijo Helen de mala gana.

Sabía cuál sería la reacción de su madre.

– ¿En serio? Y supongo que no la dejáis.

– Por supuesto que no.

Jilly suspiró, dejó el bastón de puño de plata que se veía obligada a utilizar y se sentó.

– Mi madre me prohibía ir a un club llamado Blue Ángel. En aquella época se consideraba muy pecaminoso, había un pianista negro maravilloso llamado Hutch que se decía que había tenido una aventura con la duquesa de Kent. En fin, fui un año después y la verdad es que estaba bien y lo pasé en grande. Y a consecuencia de eso decidí que mi madre era un poco tonta y le perdí un poco el respeto.

– Mamá, no creo que los clubes de Brixton puedan compararse con el Blue Ángel. Eres tú la que pareces tonta.

– Esas cosas siempre son relativas. ¿Con quién quiere ir, si puede saberse?

– Con un chico horrible que quiere llevarla en su coche.

– ¿No será el que la trajo de la escuela el otro día? -dijo Jilly-. Está como un tren. Entiendo que quiera salir con él. Yo misma iría si pudiera. Esa podría ser la solución -añadió-. Podría hacer de carabina. ¡Sería divertido!

– ¡Oh, mamá, por favor! -dijo Helen hastiada.

Su madre volvería a su casa al cabo de pocos días y no podía evitar desear que llegara el momento.

Jilly oyó que Kate bajaba cuando todos se habían acostado. Se levantó de la cama que tenía en el comedor y fue a la cocina, donde Kate se preparaba un té.

– Hola, cariño. ¿Me preparas uno a mí también? Siento que no puedas salir con ese chico.

Kate la miró con la cara enrojecida.

– Oh, abuela -dijo-, ¿qué le voy a decir? Eso es lo peor, pensar en una excusa que no sea totalmente penosa.

– A ver si puedo ayudarte -dijo Jilly-. Mentir es lo mío.

Se inventaron una buena mentira: que Jilly volvía a casa aquel fin de semana y Helen había insistido en que Kate la acompañara, para cuidarla. Kate llamó a Nat y se lo soltó, pero se dio cuenta de que no le hacía ninguna gracia.

– ¿No puedes negarte? ¿Decir que tienes que salir conmigo?

– No puedo -dijo Kate con tristeza.

– Vale, bueno. Ya nos veremos.

Le colgó. Kate subió y lloró.

Al día siguiente caminaba por la calle con Bernie cuando se oyó un frenazo y un estruendo de música. Era Nat en su Sax Bomb.

– Hola -dijo.

– Hola.

– ¿Quieres salir el sábado, Bern?

– Puede. ¿Dónde vas?

– A Brixton.

– Sí. Claro. Que bien.

– Adiós. Ya nos veremos.

No hizo ni caso a Kate. El esfuerzo de ella por mostrar desinterés fue tan grande que sintió un dolor físico. Especialmente cuando Bernie sacó el móvil y llamó a una docena de personas para contárselo. ¿Cómo podría vivir así? Todos, absolutamente todos, pensarían que era penosa.

Eran los conservadores, los conservadores de derecha los que más odiaban el nuevo partido. Blair mostraba una buena disposición hacia ellos. Desde ese punto de vista le habían hecho un favor, y habían debilitado a la oposición. Chad Lawrence fue el primero en sentir el vitriolo poco después de la presentación.

Un día, al entrar en la sala de fumadores, el reducto de parlamentarios conservadores le hizo el vacío. Un miembro venerable dijo que le gustaría recordarle que ya no era conservador:

– Más que eso, eres un traidor. No podemos prohibirte la entrada, pero podemos negarte un buen recibimiento.

Chad bajó a la Sala Pugin, sorprendido de su propio malestar.